En estas fechas que se acercan y que tanto invitan a la compañía, me apetece asomarme a esta ventanina de mi cocina para desearos a todos que disfrutéis de vuestra familia. Ojalá el año que se acerca sea mejor que éste que se va y nos sorprenda con toda la dicha que no esperamos. Hasta entonces, sed felices.
Os dejo este cocodrilo. Es fácil, aunque necesita una buena dosis de paciencia. Besinos.
Con un pez en la boca. |
En su memoria. |
BOCANADAS DE VILLANCICO
¡Qué grande aquel espacio. O qué pequeño yo! La
cocina era el hueco más vivo de la casa hasta entrada la noche, desde el
amanecer. Allí cabía la mesa de madera con hule, y el armario de puertas y
cajones añil. La ilusión y los cazos; la palabra y el fuego; y el pan tierno y
el bien. Y las viejas banquetas con las patas pintadas y agujero en el centro.
Y las cajas de leña y el carbón y hasta, a veces, la máquina ruidosa y triste de
coser. Y los botes y latas con galletas, pastillas y botones y velas. Y los
kilos de azúcar y los litros de aceite, por si volvía la guerra y no había qué
comer. Y azulejos con cromos y con calcomanías. Y la radio vestida con género
estampado y un san Pancracio, al lado, con dos reales metidos en su dedo
apuntando y una ofrenda sencilla de perejil y fe.
Diciembre con sus hombros cargados de raitanes.
Era la temporada más intensa del año. El mes más esperado, con sus gélidos ojos
y su olor a belén. Las escuelas cerraban sus puertas unos días. Y todo era distinto
aunque fuera lo mismo. Nos gustaba pisar los charcos congelados y chiscarnos la
ropa y echar luego a correr. Nos llegaban postales de primos de Galicia y de
aquella maestra –Milagros (Pontevedra), cariño y vocación– que me enseñó a
leer. Y lucían en el árbol junto con los adornos que mi madre adoraba: la
herradura plateada, el tamborcillo rojo, las madreñas atadas a una rama de
acebo, las bolas fragilísimas de nieve y de cristal, el trineo con cajas de
regalos y renos y una estrella de púrpura y un dado y un quinqué.
Diciembre con sus brazos de padre protector y
de recogimiento. Me asomo a sus estancias: escucho la alegría bullir tras la
ventana. Humea la compota. Me llegan bocanadas de villancico y muérdago. Y
alguien rompe el turrón a golpe de martillo. Hay higos, polvorones, bolas de
anís y almendras y nueces a granel. Ojalá que esta dicha quedara para siempre en
torno a la familia y que jamás la vida pueda portarse fiera. Mas es todo un
ensueño. Imposible es volver. Diciembre, ¿dónde se habrán quedado las
campanillas de oro, la inocencia, el anafre? ¿Dónde los que presiento casi más que
a mí mismo, pero no están, lo asumo; no están, no están, lo sé? Diciembre. ¡Era
tan libre el tiempo… tan lento y tan sereno su eterno suceder! ¡Qué largo el
transcurrir entonces del invierno. O qué fugaz y vana la razón de mi ser!