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martes, 8 de junio de 2010

Freaks de la Biología (y II): La hipótesis (errónea) más grande de la Historia

Francis Crick se limpió con una servilleta, se incorporó, y se dirigió hacia una amplia pizarra con aspecto de no haber sido usada en mucho tiempo:
- Bien, amigos, no os torturaré más con la espera. Vamos al meollo del asunto. Que no es otro que el desciframiento del código genético.
- Venga ya…
- ¿Nos estás diciendo que has descifrado el código, tú solo?
- ¿Es otra de tus payasadas, Crick?
- Amigos, por favor – intercedió Watson, – dejémosle terminar.
- Gracias, Jim – prosiguió Crick -. Nuestra pregunta es: ¿cuál es la relación entre la secuencia aparentemente arbitraria de adeninas, guaninas, citosinas y timinas en el ADN y la secuencia básica lineal de una proteína concreta? Como todos sabéis, se podría pensar, en primer lugar, que cada base nitrogenada correspondiera a un aminoácido: por ejemplo, A podría “significar” alanina, T, arginina, G, asparagina y C, ácido aspártico; de esta forma, la secuencia de ADN AGCTGG se traduciría en una pequeña proteína (un péptido, para hablar con propiedad) con la secuencia alanina – asparagina - ácido aspártico – arginina – asparagina - asparagina. Resulta obvio que este modelo es insuficiente: ¡nos faltan aún dieciséis aminoácidos que codificar en el ADN! Hagamos un nuevo intento: ¿y si son dos bases nitrogenadas consecutivas las que “significan” un aminoácido? Podemos calcular cuántas combinaciones de dos bases nitrogenadas se pueden obtener: en estricto lenguaje matemático, no son combinaciones, sino las variaciones con repetición de cuatro elementos tomados de dos en dos, es decir, 42, por tanto, dieciséis. ¡Nos siguen faltando cuatro aminoácidos! Pero no nos rindamos: ¿y si cada aminoácido fuera codificado no por una, ni dos, sino por tres bases nitrogenadas? Veamos… las variaciones totales serían 43, es decir, sesenta y cuatro. Mucho mejor. Ahora podemos obtener los veinte aminoácidos… ¡pero ahora nos sobran cuarenta y cuatro combinaciones! Es, coincidiréis conmigo, una pequeña pesadilla... Sigamos pensando, pues. Quizá cada aminoácido pueda ser codificado por más de una tríada de bases; por ejemplo, GAT, CGT y, digamos, TGA podrían significar, los tres, el aminoácido arginina. Es posible. Sin embargo, un código de este tipo, “degenerado”, a mi entender está bastante alejado de la elegancia con la que la Naturaleza resuelve sus retos: excesiva confusión, poca economía… Y ahora llega mi hipótesis; es sencilla: tan sólo veinte de esas sesenta y cuatro posibilidades son realmente útiles. Me entenderéis enseguida. Inventemos una porción de código genético completamente arbitraria; con diez tripletes de bases será suficiente para mi ejemplo:

ATG - Arginina
AGA - Leucina
AGC - Asparagina
ACA - Metionina
TGA - Prolina
TGT - Serina
CAG - Valina
GAC - Glicina
GTG - Isoleucina
GAG - Treonina

Y ahora imaginemos una secuencia muy corta de ADN: ATGTGACAGAGC. Por supuesto, el mecanismo que posee la célula para la lectura de esta secuencia - y la consiguiente fabricación de la proteína codificada en ella - interpretará la sucesión de bases como ATG TGA CAG AGC que, como todos podéis apreciar claramente, corresponde al péptido arginina – prolina – valina – asparagina. Sencillo, ¿verdad? Pero, ¡amigos míos!, no olvidemos que nos movemos en la vieja y querida Biología, no en las exactas e inefables Matemáticas: en los procesos biológicos pueden cometerse errores. Imaginad que el mecanismo de lectura comienza la secuencia obviando, por error, la primera base; leería algo diferente: A TGT GAC AGA GC, que corresponde al péptido serina – glicina – leucina, muy diferente al anterior. ¿Y si el mecanismo de lectura se equivocara en dos bases? Tendríamos AT GTG ACA GAG C, que corresponde a isoleucina – metionina - treonina. Evidentemente, la célula no puede permitirse, al cometer estos pequeños errores de lectura, que se produzcan tales catástrofes en la proteína resultante. La Naturaleza no puede ser tan chapucera. Tiene que haber otra solución… Debemos seleccionar veinte tríadas que hagan imposible, de manera automática, que se produzcan errores como los que os he mostrado. O, dicho de otro modo, tenemos que excluir todos los tripletes que se puedan interpretar mal si se comienzan a leer por el lugar equivocado. Parece más fácil decirlo que hacerlo, ¿verdad? Pero comprobaréis que no es complicado: en primer lugar, vamos a eliminar las posibilidades AAA, TTT, GGG y CCC, que son las que, obviamente, pueden resultar más confusas; y, a continuación, repartiremos el resto de los tripletes en grupos, de tal forma que cada grupo contenga tres tripletes con las mismas bases siguiendo un mismo orden rotatorio. Por ejemplo, ATG, TGA y GAT. Quedará algo así:

AAT, ATA, TAA
ATG, TGA, GAT
AGC, GCA, CAG
TCG, CGT, GTC
AAC, ACA, CAA
ACT, CTA, TAC
AGG, GGA, GAG
TGC, GCT, CTG
AAG, AGA, GAA
ACC, CCA, CAC
TTC, TCT, CTT
TGG, GGT, GTG
ATT, TTA, TAT
ACG, CGA, GAC
TTG, TGT, GTT
CCG, CGC, GCC
ATC, TCA, CAT
AGT, GTA, TAG
TCC, CCT, CTC
CGG, GGC, GCG

Y ahora, amigos… la magia: seleccionad tan sólo un triplete de cada grupo, dándole valor codificador de un aminoácido, y considerad que el resto de tripletes del grupo no tiene sentido, es decir, no “significan” ningún aminoácido. Haced la prueba, escoged como útil, por ejemplo, el primer triplete de cada grupo y fabricad una cadena de ADN a partir de, por ejemplo, los tripletes útiles de los primeros cinco grupos: AAT AAC AAG ATT ATC; si hay un error en la lectura y el mecanismo obvia una base, leerá A ATA ACA AGA TTA TC que, como podéis comprobar en la tabla, no tiene sentido y no codifica para ninguna proteína errónea. Si el mecanismo saltase dos bases, tendríamos AA TAA CAA GAT TAT C, que, de nuevo, no tiene sentido…
- Entonces… ¿tan sólo un triplete de cada grupo puede sobrevivir en el código?
- Exactamente. Y ahora, hacedme el favor de contar cuántos tripletes con sentido tendría nuestro código…
- Uno de cada grupo… Veinte… ¡Veinte! ¡Los veinte aminoácidos!
- ¡Es cierto!
- En realidad – continuó Crick - no es tan sencillo como he intentado que pareciera, y mi ejemplo ha sido, lo reconozco, bastante burdo. Para ser sincero, os confesaré que la elección de un triplete en cada grupo condiciona la elección de los siguientes, hecho que lo complica todo… Y, además, no existe un único código genético posible, sino muchos; he realizado los cálculos matemáticos necesarios y las posibilidades totales son doscientas ochenta y ocho, de las cuales tan sólo una habrá sido la elegida por la Naturaleza, pero…
- ¡… pero eso ya queda para los experimentadores, Crick! ¡Tú has descubierto la filosofía interna del problema! – exclamó un Feynman al borde de la lágrima.
- Lo reconozco: te has superado – admitió, entre admirado y derrotado, Delbrück.
- Te odio - reconoció Watson -. Todos te odiamos. Eres un jodido superdotado.

Sin embargo… Crick se equivocó. En el Congreso de Bioquímica de Moscú de 1961, Marshall Niremberg describió su diáfano experimento: había añadido un ARN constituido únicamente por uracilos (UUUU…; el uracilo en el ARN es el equivalente a la timina – T – en el ADN) a un sistema de ribosomas desprovisto de células. La proteína que se formó tan sólo contenía un tipo de aminoácido: fenilalanina. Se acababa de descifrar la primera palabra del código genético: el triplete UUU (o en ADN el TTT) significaba fenilalanina. Y si un triplete tan “confuso” como UUU tenía sentido para la célula, la charla de Niremberg era el primer clavo en el ataúd de la hipótesis de Crick.
La Naturaleza no parecía temer a la confusión: se decantaba por un código en el que, después de todo, quizá todas o casi todas las combinaciones de tres bases podrían tener sentido y, por ello, estaba más sujeto a los errores que cinco años atrás describiera Crick ante el Club de la Corbata de ARN. Francis Crick había errado el tiro por primera vez. Pero, incluso en el error, seguía dejando patente su brillantez: su código genético era, en algún sentido, más elegante, más práctico, mejor, en suma, que el de la propia Naturaleza.
Años más tarde, en el creciente mundo del ADN, la idea genial de Francis Crick sería conocida como la hipótesis (errónea) más grande de la Historia.

Freaks de la Biología (I): De corbatas y ARN

James Watson estudiaba las gotas de lluvia que resbalaban en el cristal de la ventana, discurriendo por caminos sinuosos e impredecibles, sin repetir nunca un trayecto... Más allá se intuía la campiña inglesa, intensamente verde y apacible, sin duda empapada del olor de la tierra mojada… ¿Cuánto hacía ya? Más de tres años desde que abandonó el Laboratorio Cavendish e Inglaterra para incorporarse a la Universidad de Harvard, en Estados Unidos. Volvía a su mundo - a fin de cuentas, era americano -, pero los escasos años en Cambridge habían sido intensos en todos los sentidos; a la cabeza, por supuesto, las chicas inglesas; seguidas de cerca por el descubrimiento de la estructura de la molécula de ADN, que compartió con Crick, y cuyo eco resonaba cada vez con más fuerza en los mentideros científicos como trabajo candidato al Premio Nobel…
Watson emergió de sus recuerdos. Estaba de vuelta en el Laboratorio Cavendish, y parecía que nunca se había marchado. Todo seguía igual. Dejó de observar la lluvia y depositó la mirada en el magnífico salón de estilo victoriano en el que se encontraba. Aquellos muebles de madera vieja y crujiente; la araña de cristal del techo, con su pátina de polvo; la chimenea encendida, presidiendo la estancia para ayudar a combatir el frío de noviembre…
- Ah, Jim, ya estás aquí. Un yankee de puntualidad británica, no dejas de sorprenderme – pronunció una voz alegre, con un fuerte acento ruso.
- Hola, George, no te había oído entrar – respondió Watson -. ¿Ya habéis llegado? Pasad, pasad,…
Watson avanzó hasta la puerta y la abrió de par en par. Fuera aguardaba un grupo de personas sonrientes que se abrazaban y daban la mano, como viejos amigos que hiciera tiempo que no se vieran. Watson se unió al grupo y a los efusivos saludos y a continuación invitó a todos a entrar en el salón y a ocupar posiciones alrededor de la gran mesa dispuesta cerca de la chimenea. Mientras esto ocurría, un pequeño ejército de camareros tomó la estancia y depositó a diestro y siniestro docenas de tazas de te, café, teteras, cafeteras y numerosas bandejas repletas de pastas y sándwiches en equilibrio inestable. Mientras servía el té y el café, el personal de servicio no pudo dejar de observar, intrigado, un peculiar rasgo indumentario de todos los presentes: sin excepción, vestían corbata de extraño diseño, semejante a una espiral que se desplegaba ocupando toda la longitud de la corbata y a cuyos lados aparecían extraños polígonos, que a algún camarero le recordaron las fórmulas químicas que alguna vez llegó a atisbar en las pizarras del Cavendish; por descontado que ninguno de ellos había contemplado en su vida una corbata así, y menos aún que todos los asistentes a una reunión coincidieran a la hora de elegirla. La camarera de mayor edad se percató de que, además, las iniciales grabadas en los alfileres de las corbatas no parecían coincidir, como era de esperar, con los nombres de sus dueños; al menos era el caso del profesor Watson, (PRO no tenía nada que ver, a primera vista, con “James D. Watson”).

Mientras el servicio abandonaba el salón, la vieja camarera, cargada de razón, sentenció:
- En este sitio siempre han estado todos como cabras.
El Club de la Corbata de ARN había sido fundado por James Watson y el físico ruso George Gamow con un único fin: descifrar el código genético; o, dicho de otra forma, comprender cómo la sucesión aparentemente azarosa de cuatro compuestos químicos conocidos como bases nitrogenadas (adenina, guanina, uracilo y citosina) a lo largo de una molécula de ARN es capaz de portar la información necesaria para la síntesis de una proteína concreta. Dado que todas las proteínas en los seres vivos se constituyen a partir de tan sólo veinte componentes - conocidos como aminoácidos - se da el caso de que una secuencia lineal de cuatro elementos- A, G, U, C - se traduce en una nueva secuencia lineal de veinte elementos. ¿Qué regla escondida rige este proceso? El reto era tan emocionante que a él respondieron científicos de distintas disciplinas. El propio cofundador del Club, George Gamow, era cosmólogo, además de uno de los tipos más excéntricos y chistosos que uno pudiera imaginarse. Una de sus bromas había llegado a ser mundialmente conocida: en un artículo publicado en 1948, Gamow razonaba la abundancia relativa de cada elemento químico presente en el universo relacionándola con los procesos termonucleares que habían tenido lugar en las primeras fases del Big Bang. Había llevado a cabo la investigación junto a su alumno Ralph Alpher. Cuando el trabajo estaba a punto de ser remitido a una revista científica, Gamow decidió incluir también entre los autores el nombre de su amigo Hans Bethe - eminente físico teórico, sin duda, pero que no había contribuido ni en una coma al artículo - para que los autores resultaran ser finalmente Alpher, Bethe y Gamow. Para mayor regocijo de Gamow, el artículo se publicó el Día de los Inocentes. En el mundillo astrofísico se le conocía como el artículo αβγ.
El peculiar sentido del humor del físico ruso tenía que dejarse notar en su nueva afición por la biología. Junto con Watson había acordado que el número de socios del Club de la Corbata de ARN se redujera a veinte, uno por cada aminoácido, y que fuera de obligado cumplimiento asistir a las reuniones ataviado con aquella ridícula corbata que él mismo se ocupó en diseñar. Gamow también encargó la fabricación de alfileres de corbata específicos de cada aminoácido: en cada uno aparecía grabada la abreviatura de tres letras que se usa normalmente para designar los aminoácidos, y cada miembro era responsable de estudiar con especial ahínco su alter ego aminoacídico. Watson vestía el PRO (del aminoácido prolina) y Gamow el ALA (de alanina).
No dejaba de ser significativo que la mayoría de los científicos interesados por el desciframiento del código genético cupiera en un club de tan sólo veinte socios. Entre otros miembros de relevancia se encontraban el físico cuántico Richard Feynman, el cristalógrafo Max Delbrück, el químico Erwin Chargaff, y nombres que comenzaban a respetarse en el mundo científico como Gunter Stent, Leslie Orgel, o Sydney Brenner.
Y, por supuesto, Francis Crick.
Pero Crick no había llegado aun. Y aquél día su presencia era fundamental.
- ¿Dónde está Francis? – preguntó con acusado interés Delbrück (triptófano), uno de los mayores expertos en difracción de rayos X de Inglaterra.
- Siempre llamando la atención. Si no es con sus alocadas teorías, tiene que ser haciéndose esperar – comentó Chargaff (lisina), en cuyas investigaciones sobre la química del ADN se basaron Watson y Crick para su modelo de la doble hélice.
- Espero que lo que tenga que decirnos hoy sea verdaderamente importante. ¡Me he escapado del Congreso de Física Cuántica de Londres para venir a esta reunión improvisada! Aunque… bueno, a quién quiero engañar, ¡era un congreso horriblemente aburrido! – reconoció Feynman (glicina), una de las mentes más originales de la física del momento, despertando la sonrisa general.
- Tranquilo, Richard – dijo una voz desde la puerta - : lo que os voy a contar hará palidecer esas teorías sobre electrones fantasmagóricos de las que tan orgullosos estáis.
Por supuesto, se trataba de Francis Crick, que sonreía y miraba a todos con su típica expresión mezcla de superioridad y sarcasmo. Todos se levantaron para saludarle amistosamente y, acto seguido, se abalanzaron sobre las montañas de sándwiches y los castillos de pastas.

(continuará)