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jueves, 13 de junio de 2013

C’est fini

Sobre la extensión de la arena, de repente algo grita que Capri c'est fini. Que ERA LA CIUDAD DE NUESTRO PRIMER AMOR pero ahora ha terminado. TERMINADO.
Que terrible resulta de repente. Terrible. Cada vez dan ganas de llorar, de huir, de morir, porque Capri ha seguido la rotación de la tierra hacia el olvido del amor.

Yann Andréa Steiner (Marguerite Duras, 1992)

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Capri se acabó y con él sucumbió todo un mundo que, a retazos, vienen de vez en cuando a mi memoria. En esos momentos, como un arqueólogo submarino, buceo entre palabras que en algún instante escribí y que se guardan bajo el mar, mohosas y olvidadas. Allí, los contornos se redondean, las caras se desdibujan, los detalles desaparecen. En ocasiones saco algo a la superficie, lo restauro y lo dejo en una vitrina a dormir el sueño de los justos. Así, vuelve a tener una vida, nostálgica y contemplativa, aunque no sirva para nada más. La memoria tiene el don infinito del olvido, dejando imágenes y recuerdos extraños, que fueron vívidos en un momento y va desvaneciéndose como la luz del mediodía, cuyo esplendor va decreciendo hasta el ocaso.

Y este es el fin de algo que comenzó con vocación de FINAL. He querido dejarlo morir silenciosamente aunque sabía que merecía un final. No obstante, sólo es el punto y seguido de un viaje de búsqueda personal. Capri se acabó, sin duda, pero la vida tiene la ventaja sobre la nostalgia de que no te permite parar a pensar. Nunca he sido bueno en las despedidas. A lo mejor, reflexiono demasiado y me es imposible improvisar lo que quiero decir cuando se me agolpan las ideas. Por eso no me extenderé. Sólo una cosa más: muchas gracias a  todos lo que se pasaron por aquí, curiosearon, leyeron y comentaron, ellos me enriquecieron más que lo que pude hacerlo yo. Hoy sigo bien, la vida no me da tregua, trabajo, escribo, leo, pienso, como de costumbre. Quizás un día vuelva y siga alimentando un rincón como Capri, nunca se sabe. La luz al final de la Gruta Azul siempre está encendida.

martes, 14 de junio de 2011

Los laberintos

Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas.

El túnel (Ernesto Sabato, 1948)

Suponía que tenía que ser de día. Había perdido la noción del tiempo y las paredes del laberinto, altas, de hormigón y sin grietas, no dejaban ver la luz del sol. Pasado ya los momentos de angustia, de gritos infructuosos de ayuda, mi mente se enfrió y se esforzó en exclusiva en buscar la salida. Como no disponía del hilo de Ariadna, ni de las migas de pan de Pulgarcito. Utilicé la vieja estrategia para salir de un laberinto; seguir siempre la misma pared y tarde o temprano encuentras el final. Aún sin saber si este laberinto tenía salida, fue apoyando la mano a la pared que quedaba a mi derecha. Al principio a ritmo normal, pero conforme caminaba, mi cuerpo excitado me pedía ir más rápido. Casi sin aliento, no sé ni el tiempo que pasé doblando esquinas, sorteando recovecos y atravesando largos corredores. Aunque me sentía desfallecido, cuando vi un gran hueco al final del túnel invadido de luz, corrí con  lágrimas que rodaban, esquivas, por mi cara. Ahí estaba al fin… Respiré. El sol estaba en lo más alto. No me importaba que mis ojos quedaran cegados ante ese derroche de luz. Me sentí joven de nuevo. Justo ahí, había un pequeño césped con un banco de piedra en medio. Me senté para recuperar el aliento. Frente a él, tres puertas hechas de setos, cada una coronada con un dintel de piedra con unas palabras grabadas:

AL FINAL     ESTÁ     LA SALIDA

Así descubrí que ése no era el final de un laberinto, sino el principio de otro. Mi laberinto estaba dentro de otro más grande cuyas paredes eran vegetales. Lloré, pataleé, me lamenté, clamé al cielo por mi mala suerte… Desorientado, tomé de nuevo rumbo y me adentré en este gran laberinto. Ahora el sol que ansiaba me abrasaba la piel.

Los laberintos son símbolos muy potentes, utilizados en todas las épocas, para representar el enigma, la desorientación de la vida, los dilemas… El día 30 de abril nos dejó una mente lúcida y laberíntica del mundo de la literatura: Ernesto Sabato, uno de los mejores narradores argentinos del siglo XX. Por esas cosas de las casualidades, homenajeando a este gran escritor, hoy (y no cuando murió, por diferentes razones circunstanciales) escribo sobre laberintos y me doy cuenta de otra gran efeméride, también sobre el fallecimiento, también sobre otro grande de la literatura y también argentino. Hoy 14 de junio, hace 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges. Dos nombres verdaderamente ilustres, aficionados ambos a los laberintos y que han escrito algunos de los textos en castellano más bellos de la Historia. Esto es mucho decir, soy consciente, pero creo que no me equivoco. Así que sirva desde aquí mi homenaje a Sabato y Borges, por lo que dejaron escrito y vivido; y por lo que fueron. Cualquiera de sus obras tienen la magia de lo que está escrito con inteligencia. Son laberintos en los que merece la pena entrar y perderse absolutamente.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El príncipe

Aquellos príncipes nuestros que durante muchos años permanecieron en su principado, que no acusen, por haberlo después perdido, a la fortuna, sino a su cobardía: porque, no habiendo pensado nunca en tiempos de paz que podían cambiar las cosas […], cuando después vinieron los tiempos adversos, pensaron en huir y no en defenderse; y esperaron que los pueblos, fatigados con la insolencia del vencedor, les reclamaran.

El príncipe (Nicolás Maquiavelo, 1513)

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El viejo dictador se pasó por la biblioteca antes de ir a dormir. Cogió, con algo de desgana, un pequeño libro encuadernado en piel y se lo llevó al dormitorio. Lo dejó en la mesilla de noche y abrió la cama. Miró su cara arrugada en el espejo y se sintió cansado. Había sido un día muy duro. No se atrevió a encender el televisor. Los gritos de la gente enfadada aún retumbaban en su cabeza como para conciliar pronto el sueño. Por eso tomó el libro, que había leído muchas veces, para intentar buscar soluciones que le aclararan las ideas. No sabía qué había cambiado. Había seguido fielmente sus directrices: es preferible ser temido a ser amado, ser cruel a ser clemente. Había tomado las adulaciones con desconfianza y las negociaciones con astucia. Seguía creyendo que el pueblo se deja llevar bobaliconamente por las apariencias y no había tenido escrúpulos para infringir sigilosamente determinadas reglas siempre bajo los intereses del Estado. Un libro que había sido inspirado por Lorenzo el Magnífico o Fernando de Aragón no podía equivocarse. Por eso no entendía los gritos, ni las pancartas de la multitud. Claramente, este país no era la Italia del siglo XVI. Probablemente estaba demasiado viejo, como decía la oposición.

Cuando los dictadores se dan cuenta de que no entienden nada a su alrededor es que llevan demasiado tiempo apoltronados en el poder. Y en vano, utilizan al ejército, a la policía y a los medios de comunicación a su disposición para no darse cuenta de lo que el pueblo quiere. Cuando la gente sale a la calle y desafía a un régimen, no sólo vence al dictador (ocurra lo que ocurra después), sino que vence a su propio miedo, que es la principal fortaleza de una dictadura. Maquiavelo y otros autores políticos, ensimismados en analizar la esencia de la autoridad, olvidan el poder del descontento popular. Una variable, que por ser difícil de cuantificar, especialmente en dictaduras, se llega a olvidar y que es el motor de los cambios. Nadie, ni en el mundo árabe, ni en Occidente, tomaba muy en serio el descontento del pueblo de Túnez, de Egipto, de Yemen o de Jordania. Quizá por eso seguimos tan perplejos como el viejo dictador las manifestaciones…

Foto: Manifestaciones en la Plaza Tahrir de El Cairo (2011).

jueves, 22 de octubre de 2009

Carol

¿Qué era querer a alguien, qué era exactamente el amor, y cuándo terminaba o no terminaba? Ésas eran las verdaderas preguntas y ¿quién podía responderlas?


Cuando salió de los grandes almacenes aún no sabía cómo se llamaba. Fue apresuradamente a la nota de pedido y la leyó varias veces: Carol... Rememoró ese nombre muchas veces en los días y las noches posteriores, aunque eso no lo sabía aún. Era alta, rubia, llevaba un abrigo de visón y la gente le abría paso, o al menos eso le pareció. Buscaba una muñeca para su hija. Podía ser cualquier persona que buscara una muñeca, porque estaba cerca la Navidad, pero Carol la miró como nunca nadie la había mirado. De esto también se di cuenta más tarde, cuando volvió a verla. Entonces descubrió que había retenido la imagen de Carol perfectamente en su memoria, sin el más mínimo error. ¿Era eso el amor?

En Carol (Patricia Highsmith, 1951) no hay asesinos, ni arribistas ambiciosos, ni planes despiadados como en el resto de novelas de la escritora, pero sí suspense e intriga, porque ¿qué mayor intriga hay en un amor incipiente? Y más si es un amor inesperado. ¿Se puede una persona enamorar de buenas a primeras de otra? ¿Y si es del mismo sexo? A estas preguntas intenta responder la novela. La historia comienza en unos grandes almacenes de Nueva York donde Therese Belivet trabaja eventualmente, mientras busca empleo como escenógrafa. Allí conoce a una cliente, Carol, una mujer recien divorciada, bella y sofisticada, por la que Therese sentirá una pasión incontrolable, mezcla de admiración y de extrañeza. Therese, a quien su novio no le aporta nada, decide indagar en ese sentimiento. Sin embargo, todo serán obstáculos, incluida su propia resistencia a sentir.

Patricia Highsmith publicó esta novela en 1951 bajo seudónimo, porque según explica la autora, no quería ser encasillada en esta historia como lo había sido con el género de suspense. Sin embargo, su edición de bolsillo fue un considerable éxito, vendió cerca de un millón de ejemplares y la escritora recibió grandes cantidades de cartas de agradecimiento. Más de treinta años después, en 1983, Patricia Highsmith reconocía la autoría de, quizás, la única novela de amor que había escrito.

martes, 15 de septiembre de 2009

Divino

¡Cuanto olvidamos! Creemos que el tiempo es siempre nuestro tiempo. O que el tiempo fue unos cuantos nombre célebres, que conocemos y a veces olvidamos también. Como si el mundo -antes de nosotros- hubiera estado vacío, sin nadie casi.


Eres divino, querido Max, escuchaba a menudo. No era insigne, ni eminente, pero sí divino. Aunque esto es lo que oía cuando estaba presente. A sus espaldas los comentarios eran muy a menudo crueles e hirientes, algo que a Max no le importaba. Estaba orgulloso de su mala prensa, de su supuesta vida disoluta, la cual era más aburrida de lo que todos pensaban. Pero eso le daba caché y acceso a los sitios más refinados y exclusivos de Madrid, saraos y cócteles de la gente guapa, recepciones de la nobleza y demás eventos. Asiduo del Palace, delicado, esnob e insoportablemente moderno, clamaba por el histórico aburrimiento y gravedad del país. El lujo y la frivolidad, sin embargo, se esfumaron de la Gran Vía, La Croisette de Cannes o la medina de Tánger. Se acabó la decadente belle époque, los locos veinte y llegaron los años duros. Con ese mundo ya en el olvido, murió el perverso Max Moliner.

Divino (Luis Antonio de Villena, 1994) tiene un gran mérito: se sumerge en un país, en un mundo, que no existe y que nunca jamás volverá y lo hace con valentía y con tino, describiendo como decayeron conceptos que ya no suenan a nadie, como decadentismo, esteticismo, art decó, cuplé, libertinaje o music hall. Como se pasó de la bonanza y la superficialidad de los años veinte al puritanismo y miseria de los cuarenta es el tema clave de Divino, a través de la vivencia de Max Moliner, escritor galante y mundano, encerrado en un mundo que no podía pervivir con la llegada de los fascismos, la Guerra Civil Española o la Segunda Guerra Mundial. Decora su vida con encuentros con personajes reales de aquel momento, como Dalí y Gala, Tórtola Valencia, Antonio de Hoyos y Vinent, Luis Escobar o Jean Cocteau. He leído que Villena se inspiró en Álvaro Retana para crear a su Max, personaje de vida interesantísima, pionero de la modernidad en un país que no estaba preparado para ello. El propio Luis Antonio de Villena, del que nunca había leído nada antes (salvo algún poema) parece un buscador profesional de vidas, intelectual atípico y perfecto asistente del mundillo literario. Esto, por supuesto, no es más que una suposición por mi parte, quizá no alejada de aquellas que recibía Max Moliner y que engordaban su leyenda negra. Probablemente igual de injusta. Aunque quizá fuese eso lo que me hizo leer este libro.

jueves, 27 de agosto de 2009

Cándido o el optimismo

Sólo por gusto, haced que cada pasajero os cuente su historia, y si hay uno que no haya maldecido su existencia, que no se haya dicho muchas veces a sí mismo que es el más desgraciado de los hombres, echadme al agua de cabeza.

El joven Cándido escuchaba atentamente al sabio Pangloss. Sus palabras tenían sentido: Estando todo hecho para un fin, todo lleva necesariamente hacia el fin mejor. En su interior, un optimismo vital brotaba. Vivía feliz en el castillo de Thunder-ten-tronck, en Westfalia, al amparo del barón. No podía existir un lugar más agraciado. Su corazón estaba lleno de amor hacia Cunegunda, la hija de su señor. No había razones para pensar que algo podía torcerse.
El viejo Cándido trabajaba en su huerto de Constantinopla. Era una labor dura pero satisfactoria. Cultivaba cidras y pistachos con los que se hacían deliciosos dulces. Parecía escuchar las palabras del sabio Pangloss que decían que el hombre no había nacido para el ocio. En su casa le esperaba Cunegunda, otrora doncella de encendidos colores y ahora mujer desdentada, calva y fea, aunque de sangre noble. Al acabar el día, fue recordando los muchos y crudos avatares de su vida: prisionero de los búlgaros, naufrago, superviviente del terremoto de Lisboa, azotado por la Inquisición, perseguido por los jesuitas guaraníes, invitado del señor de Eldorado, engañado por los holandeses de Surinam, timado en Francia y perdido en Venecia. Aunque finalmente encontró el sosiego en tierras turcas. Lo importante era, sin duda, el final.

El optimismo no tiene que ver con el mundo exterior. Podemos padecer sufrimientos, vivir guerras, hambrunas, injusticias, persecuciones pero nunca pensaremos que esa es la regla general. Ese optimismo elegido es interno, propio y decidido a creer que lo mejor está por llegar. Al menos esto es lo que pensaba Cándido (Voltaire, 1759) y por más desgracias que le acontecían, era animoso seguidor de la filosofía del optimismo de Pangloss, discípulo de Leibniz. Voltaire al final de su vida escribió este relato repleto de sátira y humor para condenar el optimismo iluso, el que cree que vivimos en el mejor de los mundos y que todo lo que ocurre tiene un final feliz. Un libro divertido, pero también un catálogo de los horrores que una persona podía vivir en el siglo XVIII. Reconforta, al menos, pensar que no vivimos en el peor de los mundos, tampoco en el mejor y que todo puede mejorar pero también empeorar. Las causas de todos los cambios son tan variadas que normalmente se escapan de nuestro conocimiento. No hay que vencerse al pesimismo, porque nos conduce a la amargura, pero tampoco dejarse seducir por el optimismo, salvo que queramos la vida del pobre Cándido.

viernes, 31 de julio de 2009

A sangre fría

Por Larsing circulaban varios asesinos u hombres que se jactaban de haber cometido asesinatos o de sus ganas de cometerlos; pero Dick llegó al convencimiento de que Perry era ese ejemplar único, el "asesino nato", absolutamente cuerdo pero sin conciencia y capaz de llevar a cabo, con o sin motivo, los mayores crímenes con la máxima sangre fría.


Dejaron el coche en el camino para no despertar sospechas y comenzaron a caminar por el polvoriento sendero hacia la casa. Silenciosa, aislada, como si hubiese caído del mismo cielo en aquel remoto lugar, la casa de los Clutter parecía perfecta. Después de días hablando y hablando, Dick y Perry apenas se dirigieron la palabra. Portaban una vieja escopeta que llevaba en casa de Dick toda la vida. Habían viajado más de 500 kilómetros para llegar a ese punto y nada, ni nadie, les haría retroceder. Sus dos siluetas recortadas en la noche pronto se acercaron al edificio. Había luces encendidas en su interior. No sabían ni cuantas personas, ni siquiera quienes eran. Les esperaba una caja fuerte repleta de dinero, que haría cambiar sus vidas, lejos, muy lejos, quizá en México. Una vez en la puerta, Dick y Perry se miraron. Sin testigos, susurró uno de ellos. Solamente dos palabras que desencadenaron una furia ciega y que se las llevó la fría brisa de la llanura de Kansas. Y no se volvió a oír nada en aquel lugar esa noche de noviembre. Al menos, nada que alguien escuchara. Sólo silencio y viento.

¿Son monstruos? ¿Son personas que pierden toda su condición humana y matan indiscriminadamente o simplemente queremos creer esto para no pensar que seres humanos como nosotros cometieron los peores crímenes? Enfermos mentales, ineducados, iracundos incontrolados, vidas difíciles o personificaciones del mal. Cada criminal lleva lo suyo y es difícil comprender motivos o móviles. Y es precisamente esto lo que Truman Capote se preguntó en A sangre fría (1966), novela-crónica sobre el asesinato de la familia Clutter el 14 de noviembre de 1959 en el pueblo de Holcomb, Kansas. El soberbio escritor pretendió escribir lo que sería un nuevo género literario, la novela de no ficción, traspasando al papel los hechos reales que rodearon dicho suceso. Quiso describir como ocurrió, cómo se encontraba el pueblo ante tan sanguinario delito y la fuga, captura y juicio de los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith. Con la intención de robar una supuesta caja fuerte, entraron en la granja de los Clutter y masacraron a sangre fría al matrimonio, Herb y Bonnie, y a sus hijos, Nancy y Kenyon. La pretendida novedad de Capote no fue tanta, ya que existían precedentes de mezclar literatura y realidad. Sin embargo, los retratos psicológicos de los asesinos y la cadente sucesión de los hechos, convirtió A sangre fría en una obra cumbre no sólo de la literatura estadounidense sino también del periodismo escrito. Además de un éxitos de ventas.
Se supone que leer es sumergirse en vidas e historias ajenas, y esta novela consigue ese objetivo con creces, convirtiendo al lector en compañero codo con codo de los fugitivos, o tertulianos del bar del pueblo, comentando la investigación policial. Además el libro es un estupendo testimonio de la América profunda de los años 50, donde pequeñas comunidades rurales combaten los hechos que los disturban con religiosidad exacerbada y pena de muerte.

Imagen: Fotos policiales de Perry Smith y Dick Hickock (1960).

lunes, 29 de junio de 2009

El cuervo

Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño.

Edgar Allan Poe

En una noche cerrada, de lluvia tempestuosa, frío que cala hasta los huesos, de soledad y silencio, cualquier cosa puede suceder. Los ojos no pueden, no quieren quitar la vista de las letras impresas. Miras por la ventana y el fulgor de un rayo ilumina por un segundo la negrura del exterior. ¿Hay alguien ahí? La imaginación puede producir una mala pasada. Eres consciente. De repente, una ventana se abre furiosa y te sobresalta. El pulso se dispara y tratas de tranquilizarte. La cierras lentamente pugnado contra el viento. A través del cristal intentas distinguir algo. Algo más que el agua cayendo en torrente del cielo, algo más que las nubes que encapotan la noche. Un nuevo fulgor. Sobre el árbol que agita sus ramas en el jardín, un pájaro que se camufla con su negro plumaje mira la ventana, tranquilo, impertérrito, como si la tormenta no fuera con él. Apenas lo puedes ves, pero imaginas sus garras afiladas, sus ojos insensibles, su vuelo feroz. Te sientes observado. Por eso, aseguras que todo esté cerrado, aferrándote a la débil confianza de una habitación sin posibilidad de entrada. Ni salida. Y vuelves al sillón, recoges el libro e intentas concentrarte de nuevo. Pero no eres capaz. Lo cierras de golpe y tembloroso, acaricias las letras grabadas de la portada. Apenas tres: POE.

Creador de relatos en un tiempo en que se escribían largas novelas, pionero e iniciador del género de terror, este año se dedica a Edgar Allan Poe, conmemorándose el 200 aniversario de su nacimiento. Por eso tenía que hacerle un pequeño homenaje a su obra, en la que destacan cuentos como Los crímenes de la calle Morgue, El escarabajo de oro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar, El corazón delator o poemas como Annabel Lee o El cuervo. Misteriosas y oscuras palabras como lo fue su malograda vida marcada por el sufrimiento, el alcohol y la locura. Contienen todas ellas los ingredientes básicos de lo que consideramos actualmente el misterio, el terror, el suspense, por lo que influyó no sólo en la literatura sino en otras artes como el cine. Hoy, dos siglos después, Poe continua vigente y el aniversario es, como en este tipo de efemérides, una excusa más para que volvamos a sus escritos originales. Nada mejor que las fuentes para darnos cuenta de su importancia y modernidad. Gracias a su creatividad, cosas y animales, en principio tan inocentes, como una carta, un pozo y un péndulo, un barril de amontillado o un gato negro se convirtieron en historias inquietantes. Si sois de fácil pesadilla, os advierto que no os adentréis en este mundo. Sólo lo diré una vez. Nunca más.

viernes, 29 de mayo de 2009

Maurice

La vida nunca nos depara lo que queremos en el momento apropiado. Las aventuras ocurren, pero no puntualmente.

Maurice (Edward Morgan Forster, 1914)

Maurice no era ni más listo, ni más rico que la mayoría de los chicos de su colegio pero ingresó en Cambridge por tradición familiar. Ni su madre, ni él estaban especialmente emocionados con la idea pero a ninguno de los dos se le hubiera ocurrido contradecir esa imposición que ya duraba generaciones y que servía como homenaje a su padre ya fallecido. Por eso, el joven Maurice, que sólo conocía la plácida vida de un suburbio burgués de Londres, cuando llegó a Cambridge, quedó admirado. Clases de filosofía, griego, latín, charlas sobre religión, ciencias, música clásica, diálogos platónicos, una realidad nueva de la que era absolutamente ignorante. Pero no sólo las disciplinas académicas eran desconocidas para Maurice. Su principal preocupación en Cambridge fue el conocimiento del ser humano y de si mismo. Lo tomó como una meta personal. Pensó que si se camuflaba entre la masa, sería más sencilla la observación del resto, como el ornitólogo que se viste de verde para confundirse con el entorno. Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Era tan diferente como creía? ¿Existían personas como él? ¿Debería hacer algo para pasar desapercibido? Siempre pensó que él solo podría llegar a hallar algunas respuestas, pero se equivocaba. Se dio cuenta de su error en el mismo momento que conoció a Clive. Él era su compañero, su interlocutor, su amigo, su igual.

Maurice, como libro, llegó tarde. Finalizada en 1914 pero publicada en 1971, su autor, Edward Morgan Forster, la guardó en un cajón para ser mostrada al público tras su muerte. Pero el mundo inocente de comienzos del siglo XX no se parecía en nada al de los 70. Forster cuando lo escribió temía a la biempensante sociedad en la que vivía, una Inglaterra de férreos corsés victorianos donde cualquier salida de tono suponía la exclusión. Y aunque el mundo y su país cambiaron, el miedo del escritor persistió. Por eso, su defensa de la homosexualidad y la libertad cuando se publicó Maurice resultó obsoleta y un tanto ingenua. Pero si sacudimos un poco el polvo del libro, veremos que Forster no se equivocó al describir el despertar sexual de una persona que está perdida. Eso sirve tanto para un siglo como para otro. El Maurice de Forster luchaba por su sitio en el mundo, por su felicidad, no diferente a la del resto de personas. Clamaba por dejar de esconderse, de apartarse, quería entender porqué era como era y no de otra manera. Buscaba respuestas. Dilemas estos que acompañan y acompañarán a los seres humanos cualquiera que sea la moda, en 1914, en 1971 y en 2009. Vivimos para aprender, para aprendernos, sin instrucciones previas de ningún tipo y así, todos aquellos que respiramos, somos de una u otra forma, Maurice.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Después de Benedetti

La verdad es que
grietas
no faltan [...]

hay una sola grieta
decididamente profunda
y es la que media entre la maravilla del hombre
y los desmaravilladores

aún es posible saltar de uno a otro borde
pero cuidado
aquí estamos todos
ustedes y nosotros
para ahondarla

señoras y señores
a elegir
a elegir de qué lado
ponen el pie.

Grietas (Mario Benedetti, Quemar las naves, 1969)

Exilio en tu mirada burlona, cordialidad de paso. Extraño en países de acogida, incluso extraño en el Montevideo de tus recuerdos, paseabas Don Mario aprendiendo de cada átomo de vida que encontrabas por delante. Vida que afloraba aunque el mundo se rodeara de cadáveres y lápidas, porque la vida salía directamente de ti. Aprendiste desde joven que las palabras no deben guardar secretos, que son trazos simples, que tienen que llegar a todo el que quiera comprenderlas. Pero también conocías que en momentos esas palabras se mostraban insuficientes y así recurrías a la imaginación para crearlas. Escritor y poeta de la razón, no por vía de sesudas reflexiones sino por sencillos argumentos, de los que uno asiente sin tener nada más que decir. Hay miles de grietas en la Tierra, lo sé, Don Mario, tantas como almas si me apura. Pero de la única que importa, esa de la maravilla del ser humano, de la vida, de esa siempre estaré de su lado, aunque de reojo miremos lo profundo del abismo.

Estamos tan acostumbrados a calificar de genio al primero al que le suena la flauta, que cuando un auténtico genio se va, siempre tengo la sensación de que a nadie le importa. No lo digo porque no se hayan hecho eco de la muerte de Mario Benedetti, al contrario, he leído mucho y muy bueno sobre él estos días, sólo me pasa que cuando uno verdaderamente grande se va, se abre una grieta difícil de tapar. El consuelo son sus libros, sus palabras ordenadas una detrás de otra, que reflejan sabiduría, decisión, compromiso. Queda su voz pausada, las canciones con sus letras. Quedan sus poemas, su tregua, su primavera con una esquina rota, sus inventarios, sus andamios... puede parecer mucho, pero el hueco profundo que deja su pérdida hace que esa grieta sea inabarcable. Ésta se une al resto de grietas, surcos o hendiduras que decoran el mundo. El día 17 de mayo de 2009 el mundo se separó en dos mitades: antes y después de Benedetti.

miércoles, 15 de abril de 2009

Extramuros

En un instante ante el lecho de mi hermana, ante su rostro tan gastado y mezquino, debió de recordar qué tiempos eran aquellos que corrían a la vez ruines y recios, qué años de soledad para el alma y el cuerpo miserable.


Extramuros se oía la campana del convento, que aún sin salir el sol, levantaba a las hermanas. En el claustro, un silencioso barullo de hábitos conducía a la capilla para el primer rezo. Monjas pálidas y huesudas por los muchos sufrimientos que Dios Nuestro Señor les había mandado en aquellos aciagos días. En la capilla, caras somnolientas prestaban poca atención a las oraciones. Allí faltaban algunas, carne de enfermería, cosa normal traída por el hambre, la debilidad y la peste. Pero esa mañana, una ausencia turbaba a una de las hermanas, que no podía esconder su nerviosismo. Ella, su compañera del alma, no la flanqueaba como solía. Pensó en la noche, rezó por sus pecados y por su flaqueza de ánimo por haber sido convencida a llevar a cabo ese plan descabellado. Nada podía negarle a ella, eso lo sabía y confiaba que Él, ser de eterna misericordia, perdonara sus impulsos y no fuera condenada a la eternidad. Las sienes le latían descontroladamente. Cuando el oficio acabó, corrió presurosa a la celda de su hermana. Allí la encontró con los ojos entreabiertos, floja de fuerzas, con un brazo colgando de su humilde catre. De la palma de su mano, un reguero de sangre manaba formando un pequeño charco en el suelo de piedra. Su grito de impresión rompió el silencio de la casa y acudió casi toda la comunidad con la priora a la cabeza. Ésta sentenció: Son las llagas de Nuestro Señor Jesucristo. Éste fue el comienzo de su propia desgracia.

Extramuros (1978) es una estupenda novela del escritor español Jesús Fernández Santos, que fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa. El libro fue adaptado al cine por Miguel Picazo en 1985 interpretando a sus protagonistas Carmen Maura y Mercedes Sampietro. Ambientada en la España de final del reinado de Felipe II, cuenta la historia de dos monjas en un convento azotado por el hambre y la sequía. Viven tal situación de penuria, viendo morir a muchas de sus compañeras, que idean una manera de llamar la atención mediante unos falsos estigmas en una de ellas. La repercusión es tal, que comienzan a llegar al convento una legión de peregrinos y la fama de santidad de la religiosa recorre los secos parajes del reino hasta la corte. A pesar del escepticismo de la priora, que ve peligrar su cargo, comienza a prosperar el convento. Incluso, el duque benefactor de la casa compromete mejoras con la condición de que su hija profese allí. Pero los caprichos de dama cortesana hacen que ésta pronto se enfrente con la santa. Esta rivalidad llegará a los oídos del Tribunal del Santo Oficio.

Extramuros no sólo está fantásticamente bien escrita, con el lenguaje propio de su época, haciendo que sea a la vez realista y lírica, sino que toca temas profundamente actuales: el amor entre las dos monjas, unidas por el miedo al pecado, la situación de hambruna del país donde los pícaros sobreviven y la lucha de poder entre los egos de la santa, la priora y la huéspeda bajo los ojos represores de la Inquisición. Es impresionante el retrato del amor enfermizo y dependiente que hace de la monja narradora, que no sólo ayuda a la santa a crear sus falsos estigmas, sino que mantiene el secreto a pesar del miedo al castigo divino. Es un amor a prueba de todo, que no se tambalea ni cuando la fama de su amada la hace más fría y distante y que la convierte en un ser sin alma cuyos ojos sólo ven por los ojos de la otra. Ni toda una sociedad encerrada en la religión y la superstición, quemada por el mismo sol que agrieta los campos, impedirá que el amor más sacrificado se escape libre, extramuros.

Imagen: Ruinas del convento de San Agustín Extramuros en Madrigal de las Altas Torres (Ávila).

miércoles, 4 de marzo de 2009

Groucho y yo

El problema de escribir un libro acerca de ti mismo es que no puedes andarte con bromas. Si escribes acerca de otra persona, puedes estirar la verdad de aquí a Finlandia. Si escribes acerca de ti, la más mínima desviación te hace dar cuenta de inmediato que bien puede haber honor entre los ladrones, pero que tú no eres otra cosa que un cochino mentiroso.


Apueste su vida, Groucho, hermano, de tendencia de ti mismo, sabio y guasón. Avaro por naturaleza, porque tú sabías lo que era que te faltara un centavo. Mujeriego de condición, a causa de una juventud llena de mujeres altivas y rechazos. Mente ágil, hija de la Ley Seca, hija de la Gran Depresión, de los arrabales de Manhattan. Te sacudes el polvo de las tournées por villorrios donde nunca ha pasado nadie. Gente con corazón de teatro en trenes desvencijados que recorren praderas interminables. Lugareños que cuestionan con malos ojos tus gestos más locos. Habanos baratos, bigote pintado, carcajadas sinceras, luces de candilejas y por fin grandes pantallas. Genio con ingenio ilimitado hasta las últimas consecuencias, libre personaje en un país encorsetado. Histrión de histriones de verso rápido, andares de ganso y lengua afilada. Te empeñaste en ser Julius y Groucho, pero en realidad sólo eras Groucho desde el nacimiento. Simplemente Groucho y también dos huevos duros.

A nadie le voy a descubrir a estas alturas la genialidad de Groucho Marx. Sencillamente es de esas personas que nunca, nunca, nunca debieran morir, aunque en esto la guadaña no hace distinciones. Acabo de terminar Groucho y yo (Groucho Marx, 1959), la autobiografía menos autobiográfica que jamás he leído. Quien quiera conocer una veraz tesis sobre él, éste no es su libro. Pero ¿qué importancia tienen los vulgares datos biográficos cuando se lee un discurso de gran Groucho? Pues ninguna. Sus anécdotas, inventadas o no, son divertidísimas. Dice en el libro que nunca en su juventud hubiera pensado que se iba a dedicar al espectáculo y es sólo gracias a un hogar demasiado humilde que buscó la manera de sacar algunos dólares en algo que no le supusiera esfuerzo alguno. Y pasó por los teatros de variedades de mala muerte, luego Broadway, el cine y finalmente la televisión, dejando en todos ellos su humor cínico y contestatario. También se atrevió con las letras, aunque renegara de su capacidad para ello. Hay personas que dejan su huella personal en todo lo que hacen y perdurarán en la posteridad, Groucho Marx es una de ellas. Estoy seguro.


Vídeo: Escena de Una noche en la ópera (Sam Wood, 1935).

miércoles, 14 de enero de 2009

Ocnos

Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?


Mi infancia vivía en el bocadillo de Nocilla de la merienda frente al televisor que rebosaba por los lados, en la Biblia para niños con ilustraciones en blanco y negro que yo me empeñé en colorear una a una. En el gesto amable y satisfecho de mi abuelo cuando rascaba su monedero y a escondidas me ponía en la palma de la mano algunas monedas para comprar chucherías. Mi infancia fue el autobús escolar lleno de ruidos, mirando como las gotas de lluvia rodaban por el cristal. Dormía en las camitas pareadas de mi cuarto, disfrutaba de las carreras por el pasillo y de los saltos sobre la cama de mis padres. Se subía a los columpios del parque con un vinagrillo en la boca que mordía con gusto. Mi infancia fue la playa y fue el sol y el picor del salitre en la cara. Mi infancia fue el jazmín del patio de casa de mi abuela. Y nunca me he podido despegar de aquel olor, por más años que pase y por más jazmines que huela. Porque la infancia es el reino de las primeras veces, de la nieve virgen, de las noches calurosas del verano donde no se oye ni un murmullo, donde todo es claro, todo es fácil y el mundo se muestra delante de tus pequeños ojos para que lo vivas sin más remedio.

Ocnos (1942) son los recuerdos de infancia de Luis Cernuda, evocaciones de su Sevilla natal en prosa. Ocnos es muy nostálgico, muy onírico, como lo son casi siempre los recuerdos de esa edad. Como fotos viejas plastificadas a un álbum, son imágenes que no se mueven y nos acompañan toda la vida. Casi como la maldición mitológica de Ocnos, aquel personaje que fue castigado por los dioses a trenzar de por vida una soga que iba siendo comida en su otro extremo por una burra. Trabajo infatigable el querer despegarnos de nuestra infancia, porque ella siempre estará ahí, guardada en lo profundo de nuestro craneo, fijada en nuestro inconsciente. Es nuestra patria, dijeron algunos y forma parte de nuestro ser actual. Cernuda se encarga de poblarla, con un lenguaje lírico y rico, de magnolios dulzones, bibliotecas, albercas en verano y casas encaladas. Y sin haber nacido en Sevilla, ni en la misma época, cualquiera puede reconocer esa etapa de la vida, fresca, inocente, feliz.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Gloria a Gloria

Sobre la soledad hoy yo me desdigo

No hay soledad perfecta,
eso es un fraude;
ser y no estar (es duro)
ser y no estar con la persona amada.

Porque hay que estar, y ser junto a su cuerpo;
(poetas tristes dejaros de bobadas)
no decir: que la tarde y su presencia
en la ausencia
pasa a ser perfume de alborada...

Tan sólo la verdad es poesía.
La soledad, una cabronada.


Acababa de aprender a leer. Era, en esa época donde los cumpleaños se celebraban con tarta y caramelos y un montón de niños. No era el mío, sino el de una compañera de clase. Cada cual le dio su regalo y ella los abrió como una princesa caprichosa en una montaña de papel de envolver. Entre gritos y carreras de los demás, yo cogí un libro dejado entre el resto de regalos. En su portada, en grandes letras amarillas, ponía GLORIA FUERTES y ese nombre se me quedó grabado. Me pareció gracioso. Leí las primeras páginas. Nunca había leído nada igual, teatro en verso, pero es que nunca había leído nada, nada de nada. La fiesta acabó como todas las fiestas, con gracias dichas desde la puerta y cartuchos de golosinas para cada invitado. A la semana siguiente, volví a esa misma casa. No es que tuviera especial interés en jugar con esa niña, sino que quería terminar el libro. Mientras ella peinaba su muñeca, yo leía. Cuando terminé, me sentí como un conquistador español poniendo una bandera en una isla ignorada. Tuve consciencia, en ese mismo instante, de que era el primer libro que leía y que no sería el último. Como así ha sido.

Hoy, 27 de noviembre hace diez años que Gloria Fuertes murió. Su ausencia aún se nota, porque no existen escritores como ella. Gloria nacida para poeta o para muerto, escogió lo difícil y luego se murió. Gloria, poeta de los niños, y por eso ninguneada por los escritores de las altas cumbres, a pesar de que sabía ponerse seria y adulta, aunque seria no me la imagino nunca. Gloria, que nació para nada o para soldado, escogió lo difícil, ser apenas nada en el tablado. Pero lo que Gloria no se dio cuenta al escoger es que la nada es el todo de muchos, de demasiados. Pobres niños sin ti, maestra, pobres niños adultos sin tus letras, sin tu voz cascada en mil batallas, sin tus versos escritos en madrugada. Ya sin humo, sin historias, sin papeles arrugados, no hay soledad perfecta, tú misma lo dijiste, entre tantas cosas sabias. No hay soledad sin olvido tampoco, por eso, yo no te olvido, Gloria. Hoy, te cuento algo que seguro que te gustaría: aún me dura esa misma curiosidad que me llenaba el cuerpo cuando leí ese primer libro, me pasa impepinablemente cuando abro cualquier libro para leer. Soy afortunado por no perderla. Gracias Gloria.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Un hombre entre dos trópicos

Las estrellas brillan tan claras, serenas, remotas. No se burlan de mí precisamente, sino que me recuerdan a la fatalidad de todo. ¿Quién eres tú, muchacho, para hablar de la Tierra, de hacer volar las cosas en pedazos? Muchacho, nosotras hemos estado suspendidas aquí millones y billones de años.


Henry se pateó todo Nueva York en busca de un amigo, no porque se sintiera sólo sino porque necesitaba pasta. Daba igual quien fuese con tal de que aflojara el dinero sin que diera la tabarra mucho tiempo. Dejaría esta ciudad de mierda, se dijo, en cuanto reuniera el dinero suficiente como para sacarse un pasaje, sea en avión, en barco o en submarino. Cualquier cosa para salir de la pestilencia de Nueva York. Ni todas las fiestas, ni todas las mujeres del mundo con las piernas abiertas podrían convencerlo de lo contrario. Las luces iban encendiéndose poco a poco, dando a las cosas que alumbraban un halo mortecino. Se miró la cara en la luna de un escaparate y vio a la muerte posada sobre él como una polilla. Debo marcharse, o esta vida que apenas retengo por los pelos, me abandonará como si fuera un perro pulgoso. ¿Cuál es mi destino? Cualquiera, quizá me iré al trópico o a una isla del Mediterráneo. Quizá me interne en África y allí me pierda. Cualquier sitio es bueno con tal de huir. El mismo infierno no creo que sea peor.

Henry Miller era un hombre muy singular, inteligente, caótico, destructivo y autodestructivo, cínico, obsesivo e irracional. Muchos de estos calificativos podrían ser negativos en cualquier persona pero en Miller conformaban una personalidad diferente, atrayente y aborrecible a partes iguales. Tuvo miles de trabajo: profesor de piano, sepulturero, vendedor de enciclopedias, jefe de personal de la Western Union, peón de rancho... todos ellos realizados sin ninguna vocación y con un único objetivo: obtener dinero para vivir una vida bohemia y caradura que se le debía, según creía él mismo, por derecho propio.
Dos ciudades, como los dos Trópicos, marcaron su vida: Nueva York y París, como un doble binomio, odio y amor, un hogar aborrecido y un paraíso adorado. Trópico de Cáncer (1934) está dedicado a París. No cualquier París, sino esa ciudad objeto de fascinación de la colonia de escritores e intelectuales que el destino reunió allí. El París de los 30, que descubrió con su esposa June y que era un país de las maravillas poblado por animales tan exóticos como Anaïs Nin, Lawrence Durrell, Ernest Hemingway o Tristan Tzara. Trópico de Capricornio (1939) se sitúa en Nueva York durante los años 20. El joven Miller, pasando de un trabajo a otro, de una fiesta a otra y de una mujer a otra, ve como su vida también se transforma, amamantada por su propio veneno. No son libros típicamente autobiográficos, sino un vómito de pensamientos arrojados sin el menor filtro, escritos desde el instinto, desde el puro subconsciente, caóticos e inmorales pero tremendamente clarificadores, honestos y reales. Algo de lo que todo tenemos dentro y no nos atrevemos ni siquiera a pensar, pero que existe. Eso que nos da miedo reconocer y que nos afanamos por ocultar de cualquier mirada exterior. Algo, que si somos sinceros, reconoceremos y que corta cualquier racionalidad e inocencia como la línea de los trópicos corta la Tierra.

Imagen: Portada de Trópico de Capricornio (Panther Books, 1964)

sábado, 11 de octubre de 2008

Los premios literarios

Todos los premios literarios son una suerte, dan tiempo y suponen una motivación.



Y se ha distinguido con el Nobel de Literatura de 2008, a Jean-Marie Le Clézio, escritor francés [...] La correcta pronunciación francesa de la presentadora del informativo me hizo gracia. Le Clézio, me suena, veamos. Me dirigí a la estantería y como no uso ningún orden en la colocación de mis libros, empecé a pasear frente a ella. Hummm, me suena, me suena, Le Clézio, pero fue inútil. A veces parece que los libros se me esconden y no quieren ser encontrados. Derrotado, desistí y me marché a cualquier otro lugar. Pero éstas son las típicas tonterías que, si me ocurren, me ocupan la cabeza todo el día y hasta que no lo soluciono, no me quedo tranquilo. A las dos horas volví, totalmente decidido a encontrar el libro, pero diez minutos después acabé harto de revolver y con el firme propósito de ordenar de alguna manera este caos. Finalmente, me olvidé del Nobel. Pero esa noche, una vez metido en la cama, se me encendió la bombilla. Me levanté de un brinco, encendí apresuradamente la luz y fue directo a una pila de libros que tengo sobre un mueble, de los que nunca sé donde poner. Allí estaba: Diego y Frida (J. M. G. Le Clézio, 1993), lo compré en Madrid hace como 3 años... Volví a la cama con una satisfacción tan grande como si el premio Nobel me lo hubieran concedido a mí.

Los premios literarios son de dos tipos: los que premian a una obra, que aún está en el mercado y por lo tanto sirven como reclamo publicitario para los posibles compradores y los que se conceden al conjunto de una obra, como el premio Nobel. Si todo el mundo reconoce los motivos de los primeros, es más difícil con los segundos, porque ¿cuál es la razón de premiar a estos escritores? Me imagino a los miembros del comité de selección del Nobel, o del Cervantes, o del premio Príncipe de Asturias de las Letras discutiendo: este año le toca a una mujer, que no, que a un francés, pero a ese no, que llevamos a muchos novelistas seguidos... En fin, hablarán de todo menos de libros. Este tipo de premios institucionalizan un nombre y lo hacen conocido internacionalmente, creo que esa es su función principal, más allá de agradecer su contribución a la cultura a una determinada persona o a un movimiento literario. Es curioso, como de repente, se añaden a sus apellidos, un apelativo extra: el de Nobel y como por arte de magia se convierten en objeto de deseo de medios de comunicaciones, universidades, círculos literarios y editoriales.

No me resistía a poner esta magnífica foto de Henri Cartier-Bresson de 1965, donde retrata en París a Le Clézio y a su esposa, como la pareja perfecta de jóvenes intelectuales, existencialistas y sesenteros.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

León el Africano

Por boca mía oirás el árabe, el turco, el castellano, el bereber, el hebreo, el latín y el italiano vulgar, pues todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna.


Roma, 14 de febrero de 1519: Dos pesadas puertas se abren frente a él. Acompañado de dos guardias suizos, entra en la enorme sala que contiene la biblioteca del Castillo de Sant' Angelo. De pie, frente a él, Francesco Guicciardini, gobernador de Módena, le sonríe. La expresión de su cara le tranquiliza. Exhorta a los guardias a que se retiren. De repente, la puerta de fondo se abre. Su Santidad, éste es su regalo. Se arrodilló ante aquel hombre vestido de rojo y blanco que le puso ambas manos en la espalda, indicándole que se levantara. Un hombre de arte y sabiduría es siempre bienvenido a Nuestro lado, no como servidor, sino como protegido. Conversaron de forma amena, pausada. Notó un brillo de especial interés en los ojos de Papa. Le ofreció una habitación en el mismo castillo, indicando que pidiera cualquier cosa que le hiciese falta. Aún no entendía qué hacía allí, ni cómo sería de utilidad. Y así, Hasan bin Muhammed al-Wazzan al-Fasi, hijo del exilio granadino, bautizado como Juan León de Médicis, se convirtió en León el Africano.

Algunos nacen y mueren en el mismo lugar y otros llevan una vida nómada desde la cuna, pero sólo unos pocos tienen la fortuna de vivir de primera mano acontecimientos históricos, comprobando desde dentro como se mueven los engranajes del poder.
Y este es el caso del personaje histórico que protagoniza la novela León el Africano (1986), del escritor libanés Amin Maalouf. Su asombrosa vida transcurre desde la Granada de los últimos nazaríes hasta la Roma de los Papa mecenas, pasando por la Constantinopla del Gran Turco o El Cairo del último sultán mameluco. Son grandes ciudades a lo largo de un época donde se olvida para siempre la Edad Media y los cambios del Renacimiento son inminentes. Pero a la vez, tiempos difíciles donde varios imperios intentan imponer su supremacía a un lado y otro del Mediterráneo. León sirvió de embajador para el sultán de Fez, visitando la mítica Tombuctú, admiró las pirámides y la Sublime Puerta de Imperio Otomano, conoció a Rafael, a Boabdil, a Julio de Médicis, a Solimán el Magnífico, a Francisco I de Francia, a Barbarroja...

Escribió Della descrittione dell'Africa, el primer compendio moderno de conocimientos sobre el entonces desconocido continente africano. Elaboró un léxico árabe-latín-hebreo y sirvió a tres Papas como diplomático y erudito. Conoció el fundamentalismo de los Reyes Católicos frente la babilónica Roma de los príncipes de la Iglesia. Vivió la mística peregrinación a La Meca frente a los decadentes harenes de los sultanes. Sufrió la intolerancia religiosa pero también disfrutó de la conciliación de las tres religiones del Libro. Tuvo una vida verdaderamente digna de una novela. Una persona que merece por derecho propio permanecer en el recuerdo de la Historia.


Imágenes: Mosaicos de la Casa del Liber Pater en la antigua ciudad romana de Sabrata (Libia).

lunes, 28 de julio de 2008

Barrio de Maravillas

La realidad es una hidra de cien cabezas o es, más simplemente, un cuerpo con innumerables puntos de vista.


Madrid 1914; Elena e Isabel leyeron en el periódico en grandes letras:

DECLARACIÓN DE GUERRA DE ALEMANIA A RUSIA. MOVILIZACIÓN GENERAL EN FRANCIA.

Tan grandes y asustados titulares que recorrían todo el barrio de boca en boca, exactamente igual como cuando hacía un par de años asesinaron a Canalejas en plena Puerta del Sol. Noticias que no entendían, pero con las que se transmutaban las caras de los que la recibían. Nada comparables a los requiebros de Luisito desde la farmacia en el chaflán de la calle San Andrés y San Vicente. Nada a las penas de la pobre Piedita, ni a los aires de gran señora de doña Laura. Eso eran noticias de verdad, de adultos, noticias de las que cambian el mundo. Aunque Elena sólo supo de su importancia cuando volvió a Madrid y ya no existía el barrio. Sí las calles, las casas, la farmacia pero no el Barrio de Maravillas donde vivió su adolescencia, plagada de pucheros, libros viejos y patios ruidosos. En ese momento, por lo bajinis, las vecinas en la pollería aún comentaban la última representación de gran María Guerrero.

Rosa Chacel sufrió el exilio, dejó Madrid en 1938 y no volvió definitivamente hasta 1974, donde residió hasta su muerte. El primer libro que publicó a su regreso fue Barrio de Maravillas (1976). Me imagino que el barrio de Malasaña en los 70 distaba mucho del de principios del siglo XX, pero no necesito pintarlo desde la realidad sino desde su recuerdo. Precioso homenaje a un mundo, un barrio y una España que se consumieron con los años y la Historia. No se dedicó Chacel a grandilocuencias, ni a hazañas, simplemente describió a precisas pinceladas la vida que disfrutó, llenas de serenos, hojalateros, míseras profesoras de piano, fisgonas vecinas, niñas pobres que vivían como ricas y fiestas de carnaval de papel de seda. Como las hacendosas costureras de su edificio, en pequeñas puntadas nos remata un barrio entero, barrio de un Madrid hoy dedicado a la postmodernidad, lejano y ajeno. Una novela que demuestra que no todo el exilio es olvido, que por una vez también quedaron maravillas.

Imágenes: Azulejos de la Farmacia Juanse, fundada en 1892, en pleno barrio de Malasaña.

jueves, 19 de junio de 2008

Piratas, venecianos e indios

La única recompensa que puede esperarse del cultivo de la literatura es el desdén si se fracasa y el odio si se triunfa.


Una cosa es la literatura, tan beneficiosa, tan inatacable y otra muy distinta es el mundillo literario, tan lleno de temidos críticos, aspirantes a estrella, editores ambiciosos y demás fauna. Supongo que no es un caso único y que en todas las profesiones (y más las que son de cara al público) hay sus más y sus menos. Ayer escuche en la radio a un periodista que cubría un ciclo de conferencias sobre literatura hispánica en que se dieron cita tres escritores de relumbrón: Mario Vargas Llosa, Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte. Después de narrarnos la crónica del momento, en que cada uno de ellos explicó su concepción del hecho creativo, la presentadora del programa le preguntó: ¿Y que se decía off the records allí sobre ellos? y el periodista soltó un uffff, como diciendo que allí habría habido palos para todos. Se puso misterioso y sin querer soltar prenda contó que entre los críticos, periodistas, catedráticos y demás público congregado había tres bandos: los piratas, los venecianos y los indios. No quiso contar más para no pecar de indiscreto, que cada cual saque sus conclusiones, pero habiendo tres escritores es indudable que los tres bandos se correspondían con ellos tres.

Es curioso que, sin existir en la actualidad ningún grupo generacional o estilo común entre los escritores hispanos contemporáneos, se pueda engrosar cada apartado con muchos narradores españoles o hispanoamericanos. Los tres autores que encabezan cada grupo pueden gustar más o menos pero son, sin lugar a dudas, referentes de la literatura en español, además de que venden muchos libros. Curiosamente los tres pertenecen a la Real Academia Española:

*El pirata: Arturo Pérez-Reverte. Sus libros traspasan fronteras, quizá es el escritor español más exportado. Acaban de darle en Italia un premio a la mejor obra narrativa extranjera por El pintor de batallas. Encarna a la más pura tradición española en sus letras. Es admirador del Siglo de Oro y se nota en sus libros, en los que siempre le hace referencia. Tiende a la cruda narrativa con tintes épicos. Disfruta de los héroes perdedores, fuera del canon, pícaros y adapta su lenguaje a estos mismos. No es ampuloso ni pedante y también lo refleja en sus escritos. Me gustó El maestro de esgrima.

*El veneciano: Javier Marías. Si el anterior circunscribe su influencia a la literatura hispana, Marías se decanta por la extranjera, especialmente anglosajona. Quizá sea el menos conocido de los tres. Disminuye la acción sustituyéndola por la introspección, tendiendo, aún escribiendo narrativa, a la lírica. Sus referentes literarios son más cultos y elaborados, aunque prefiere prescindir de adornos innecesarios en su estilo. Las estructuras de sus historias están perfectamente bien pensadas y desarrolladas. Es sesudo y racional, como en sus obras, que son serias e intelectuales. Te hace reflexionar. Me gustó Corazón tan blanco.

*El indio: Mario Vargas Llosa. Figura clave del boom latinoamericano, eterno candidato al Nobel. Es el mejor ejemplo de literatura hispanoamericana aunque mantiene influencias tanto españolas como europeas, todo pasado por el filtro del realismo mágico aunque ha utilizado diferentes modos de vanguardia. Su estilo es rico, barroco, enmarañado, utiliza indigenismos y jerga local junto a lenguaje culto. Ha introducido el humor en sus relatos en muchas ocasiones y tiende al esperpento. Huye de la narrativa convencional y prefiere las historias contadas desde diferentes puntos de vista y con multitud de personajes. Me gustó Pantaleón y las visitadoras.

Como todo lo que escribo, no pretendo sentar cátedra, simplemente me dio por pensar que escritores pueden incluirse en alguno de estos grupos. Os invito a que lo penséis también un momento. Tres maneras diferentes de ver la narrativa. En la variedad, está el gusto.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Catálogo de Arte Contemporáneo

Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.


El siglo XX se monta en un tranvía que resulta ser un tren supersónico. Arte y más arte, hasta aburrir, todo es arte: delicadas bailarinas haciendo sus ejercicios, campos de trigo sobrevolados por cuervos, máscaras, muchas máscaras, una sobre otra. Formas puras, racionales racionalistas se confunden con hierros retorcidos. De la figura se pasa a la forma, de la forma a la línea, de la línea al cubo y del cubo a la abstracción del firmamento. Manchas en paredes, botes de pintura agujereados por un concepto, el concepto buscado. Minoritario, ininteligible, se decoran paredes, salas enteras de venus cubistas. Mientras el gran crítico grita: Magnifique!, el gran público sale del edificio, moderno, modernista, actual o acristalado. Se graba en video y se expone en una sala decorada con neones, una y otra vez, interminable. Los serios popes surrealistas se sientan en los labios de Mae West a observar los labios de Marilyn. Instalaciones, happenings, vanguardismo, mucho ismo, todo el que sea posible. Todo está numerado, catalogado, serigrafiado, mínimo minimalista. Mecenas millonarios que buscan su lugar en el mundo en un trazo de Picasso abarrotan subastas estratosféricas, otro record, más girasoles, más arlequines. Nombres en letras gigantescas nos indican donde tenemos que mirar, que ver, que sentir y como salir... Nuevos medios, nuevas formas, fotografías de bellos niños exóticos, del drama, del momento. Sin título. La mujer que llora, playas tahitianas, cuadrados de colores, hiperreal, caótico, reflexivo, impresionante, deconstruido, expresivo. Murió Apolo y las Musas llevan cresta. Blanco sobre blanco y dentro, la palabra ARTE.

[Inspirado por el libro Arte del siglo XX (ed. Ingo F. Walther, 2005), estupendo regalo de cumpleaños.]

*Imagen: Marilyn Monroe (Andy Warhol, 1967)