Aunque casi nadie lo perciba,
cuando se abre un agujero en el cielo anuncia que se han abierto las puertas
del más allá. Yo sí lo veo. Desde que sentí la mano fría del abuelo entre las
mías al morir, cada cierto tiempo la historia se repite. Cuando las puertas del
cielo se abren, veo las almas subir, tan lentamente que antes de llegar al
cielo los cuerpos que han abandonado han tenido tiempo de descomponerse.
La última vez le tocó al hijo de
Juan. Nunca se perdonó no haberle dicho que, a pesar de siempre estar
discutiendo por ser un vago, era lo que más quería en este mundo. O a la
hermana de Dolores, que dejó escrito ante notario que para evitar más
sufrimiento la enterraran sin hacer funeral. También le sucedió a Paquito,
conocido en toda la ciudad por las serenatas que cantaba sin previo aviso bajo
la ventana de la vecina que le enamorara ese día.
Comentan que el estado de ánimo
influye en la fuerza de adhesión a la vida. En aquella ocasión, el agujero se
cerró tras absorber el alma de Juan. No soportó despedirse de su hijo y, tras
unos días, estaba junto a él.
Esta mañana lo he vuelto a ver.
No sé si llegaré a tiempo de decirte lo que siento, por eso te escribo
estas líneas…