Tenía una hora
libre y decidí darle una sorpresa a Carmen. De paso que eché gasolina, entré en
la tienda de la gasolinera y pagué la primada por la caja más grande de
bombones Lindt que tenían. En
concreto, las bolas de color rojo. De otro color no le valían. Una vez le llevé
unos azules y por poco me los mete por el culo. Así que le cogí los rojos y que
comiera en ellos hasta reventar.
Aparqué delante
del portal y subí las escaleras con alegría. Mal se me tendrían que dar las
cosas para no echar un polvete y regresar satisfecho a mi trabajo de mierda.
Así que con toda
la ilusión metí la llave en la cerradura y giré lentamente procurando no hacer
ruido. Entré.
Se escuchaba ruido
al otro lado de la cocina. En el cuarto de la lavadora. Teníamos que cambiar
aquel cacharro porque cada vez que centrifugaba parecía que iba a explotar y
consumía electricidad a dios, pero de todas formas el ruido aquel día era aún
mayor que el habitual. Fui allí.
Ya en la cocina
observé la escena y lo comprendí todo.
Carmen estaba en
el cuarto de la lavadora pero no podía verle la cara. Sólo le veía las piernas,
las dos, más o menos desde mitad del muslo hasta los pies. Estaba sentada en la
lavadora y el resto del cuerpo me lo tapaba un maromo en pelotas que la estaba
empalando de lo lindo. El tío era un cuatro por cuatro y la tenía agarrada por
la cintura, con fuerza, mientras embestía con violencia por encima de la puerta
de la lavadora, que se movía y hacía ruido como si se fuera a descoyuntar.
Carmen gemía como
una perra y de vez en cuando le veía los pelos a un lado y a otro de la espalda
de aquella mala bestia. Nunca en mi puta vida la había oído gemir así. Gozaba.
Gozaba una barbaridad. Si dios creó alguna vez un orgasmo femenino debió de
imaginar algo parecido a aquello. Y el tío seguía ahí, con su verga
previsiblemente gigante, adelante y atrás, adelante y atrás, llenando y
vaciando el hueco que hasta ahora creía mío, consiguiendo lo que yo no había
conseguido en trece años de relación. Y yo mirando con mi caja de bombones
Lindt.
Ellos no me
vieron. De hecho el tío —que por cierto no me sonaba de nada, aunque podía ser
un compañero de gimnasio—, le imprimió más potencia al asunto, incrementando
los decibelios de los gemidos de Carmen, que terminó por agarrarse a los dorsales
de su hombre-polla para mantener el equilibrio sobre nuestra pobre lavadora. La
lavadora que mi madre me había regalado cuando nos mudamos. En fin...
No me atreví a
interrumpirles. ¿Qué opciones tenía? Si montaba un escándalo probablemente
nuestro matrimonio estaría acabado. Si me liaba a hostias saldría escaldado. Y
si acuchillaba al maromo por la espalda terminaría enchironado y eso no
resolvería el problema. ¿Que qué problema? Mi evidente inferioridad ante aquel
tío, que en unos segundos me había mostrado lo que Carmen necesitaba y yo había
estado buscando sin encontrar durante tanto tiempo. Al final, la solución a
nuestros continuos problemas de pareja era más sencilla, natural y salvaje de
lo que creía. Pero no supe verlo a tiempo.
Total, que di media vuelta y salí de mi propia
casa en silencio, dejando a mi mujer jodiendo en el polvo de su vida. Arranqué
el coche sin pensar demasiado en el asunto, y conduje al trabajo. Aún tenía un
ratito y me tomé un café, regresé a mi puesto y coloqué en la mesa de la
entrada los bombones Lindt, comentándoles a mis compañeros cuando me
preguntaron, que los había comprado porque me habían tocado doscientos euros en
la primitiva.
Poco después la
caja de bombones estaba medio vacía y yo tenía ante mí un montón de trabajo de
mierda.