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26 feb 2016

Una caja de bombones Lindt

Tenía una hora libre y decidí darle una sorpresa a Carmen. De paso que eché gasolina, entré en la tienda de la gasolinera y pagué la primada por la caja más grande de bombones Lindt que tenían. En concreto, las bolas de color rojo. De otro color no le valían. Una vez le llevé unos azules y por poco me los mete por el culo. Así que le cogí los rojos y que comiera en ellos hasta reventar.
Aparqué delante del portal y subí las escaleras con alegría. Mal se me tendrían que dar las cosas para no echar un polvete y regresar satisfecho a mi trabajo de mierda.
Así que con toda la ilusión metí la llave en la cerradura y giré lentamente procurando no hacer ruido. Entré.
Se escuchaba ruido al otro lado de la cocina. En el cuarto de la lavadora. Teníamos que cambiar aquel cacharro porque cada vez que centrifugaba parecía que iba a explotar y consumía electricidad a dios, pero de todas formas el ruido aquel día era aún mayor que el habitual. Fui allí.
Ya en la cocina observé la escena y lo comprendí todo.
Carmen estaba en el cuarto de la lavadora pero no podía verle la cara. Sólo le veía las piernas, las dos, más o menos desde mitad del muslo hasta los pies. Estaba sentada en la lavadora y el resto del cuerpo me lo tapaba un maromo en pelotas que la estaba empalando de lo lindo. El tío era un cuatro por cuatro y la tenía agarrada por la cintura, con fuerza, mientras embestía con violencia por encima de la puerta de la lavadora, que se movía y hacía ruido como si se fuera a descoyuntar.
Carmen gemía como una perra y de vez en cuando le veía los pelos a un lado y a otro de la espalda de aquella mala bestia. Nunca en mi puta vida la había oído gemir así. Gozaba. Gozaba una barbaridad. Si dios creó alguna vez un orgasmo femenino debió de imaginar algo parecido a aquello. Y el tío seguía ahí, con su verga previsiblemente gigante, adelante y atrás, adelante y atrás, llenando y vaciando el hueco que hasta ahora creía mío, consiguiendo lo que yo no había conseguido en trece años de relación. Y yo mirando con mi caja de bombones Lindt.
Ellos no me vieron. De hecho el tío —que por cierto no me sonaba de nada, aunque podía ser un compañero de gimnasio—, le imprimió más potencia al asunto, incrementando los decibelios de los gemidos de Carmen, que terminó por agarrarse a los dorsales de su hombre-polla para mantener el equilibrio sobre nuestra pobre lavadora. La lavadora que mi madre me había regalado cuando nos mudamos. En fin...
No me atreví a interrumpirles. ¿Qué opciones tenía? Si montaba un escándalo probablemente nuestro matrimonio estaría acabado. Si me liaba a hostias saldría escaldado. Y si acuchillaba al maromo por la espalda terminaría enchironado y eso no resolvería el problema. ¿Que qué problema? Mi evidente inferioridad ante aquel tío, que en unos segundos me había mostrado lo que Carmen necesitaba y yo había estado buscando sin encontrar durante tanto tiempo. Al final, la solución a nuestros continuos problemas de pareja era más sencilla, natural y salvaje de lo que creía. Pero no supe verlo a tiempo.
 Total, que di media vuelta y salí de mi propia casa en silencio, dejando a mi mujer jodiendo en el polvo de su vida. Arranqué el coche sin pensar demasiado en el asunto, y conduje al trabajo. Aún tenía un ratito y me tomé un café, regresé a mi puesto y coloqué en la mesa de la entrada los bombones Lindt, comentándoles a mis compañeros cuando me preguntaron, que los había comprado porque me habían tocado doscientos euros en la primitiva.
Poco después la caja de bombones estaba medio vacía y yo tenía ante mí un montón de trabajo de mierda.

5 ene 2016

La historia del OVNI

—No os lo vais a creer —les dije. Todos me miraban. Había esperado un momento de silencio y por fin era el protagonista—. Ayer... cuando volvía a casa... es que es muy fuerte y no os lo vais a creer.
Me animaron a contarlo ya. Parecían impacientes.
—Aparqué un poco lejos —seguí— y tenía que atravesar un parque andando. Era casi de noche pero aún había un poco de luz natural. Todavía no se habían encendido las farolas. Pues eso, que iba andando, en mitad del parque ya, y entonces noté algo brillante reflejándose en un banco. Subí la mirada y ahí estaba... no os lo vais a creer, es que es flipante, en serio.
—¿El qué? Sí, ¿EL QUÉ? ¿Qué viste? —preguntaron.
—¡Un OVNI!
—¡Venga ya! ¡Qué dices!
—Sabía que reaccionaríais así, pero tenéis que creerme. Desde donde estaba veía bastante cielo, no me molestaban los árboles. Tenía forma triangular y no parecía que volase demasiado alto; yo diría que a un kilómetro como mucho. Y tenía luces naranjas intermitentes todo alrededor.
—¿No sería algún tipo de avión? —preguntó uno.
—Ni de coña. ¿Qué avión podría tener esa forma y volar tan bajo? Además no hacía ruido y pude verlo durante casi medio minuto, así que aún me dio tiempo a preguntarme si no estaba alucinando o algo así. Pero no, cerraba los ojos, parpadeaba, y allí seguí al OVNI, moviéndose por el cielo a no mucha velocidad.
—¿Y no pudiste grabarlo en vídeo?
—Lo pensé, pero estaba como en shock. No podía apartar mi mirada de él ni siquiera para coger el móvil. Es que es muy fuerte...
—¿Y nadie más lo vio?
—Estoy seguro de que sí. Aunque no me crucé con nadie en el parque, ya os digo que el objeto iba despacio y es IMPOSIBLE que nadie en la ciudad además de mí lo haya visto. Estoy seguro de que saldrá hoy en las noticias; no me extrañaría que con vídeo incluido. ¡Esto es historia!
—¿Y qué pasó después?
—Lo perdí entre los árboles. No se fue de golpe ni, en apariencia, cambió de rumbo bruscamente, sino que simplemente lo contemplé hasta que las copas de los árboles me lo taparon, y cuando busqué otro sitio para mirar ya no estaba.
—Vaya hombre.
—Fue flipante —dije—, de verdad. Alucinante. ¡Los extraterrestres han llegado!
—Y sin embargo todo sigue igual —dijo uno—. La misma mierda de trabajo, la misma mierda de jefes, ¡para no cambiar nada que se hubieran ahorrado el viaje!
Todos rieron. Yo también. Hablaron un poco más de la historia del OVNI y me hicieron alguna que otra pregunta, pero yo ya no era el protagonista. No importaba. Tenía que contarlo y mi objetivo lo había conseguido.
Valeria me esperó a la hora de la salida. Valeria tenía dos o tres años más que yo y estaba soltera. No era gran cosa pero tenía su morbo de niña buena y guarra.
Quiso saber más sobre lo del OVNI. Yo le hablé encantado mientras caminábamos juntos hacia nuestros coches:
—Sí, las luces eran naranjas e intermitentes, aunque no brillaban de forma desordenada, primero iba una y a continuación la que estaba al lado, así recorriendo todo el lateral... yo calculo que mediría treinta o cuarenta metros de lado y los tres lados eran más o menos iguales aunque no sabría decirte... nada, ni un ruido, en silencio absoluto... no lo sé, puede que estuvieran sólo inspeccionando el terreno... ¿ir yo a la tele? Paso, seguro que me toman por loco. Para esas cosas ya está Iker Jiménez... ya, ojalá lo hubieras visto tú también. Soy un privilegiado, lo reconozco.
Nos despedimos al lado de mi coche. Ella me preguntó si no me importaba que siguiésemos hablando del asunto en otro momento y yo le dije que por supuesto que no.
Desde hacía cosa de un mes o dos había sobre la mesa del despacho de Valeria un par de revistas de esas de misterios sin resolver: expedientes X, OVNIs, cosas así. Desde entonces ya lo había intentado también una vez en la hora del café, inventándome un encuentro con fantasmas en mi propio piso que no tenía ni pies ni cabeza, y no me quedó otra que reconocer mi invento y justificarlo con que había visto en la tele como un tío se lo contaba o otros y estos aseguraban que les había pasado lo mismo, y sólo quería probar yo también.
Pero ahora la historia del OVNI –por supuesto, también inventada-, parecía haber cuajado de verdad, al menos en la cabeza de Valeria, que era lo que a mí me interesaba, y desde entonces hablo un poco más con ella y a ver si así me la follo de una puta vez.

12 dic 2015

Masaje en el pie

Al lado de mi casa hay un bosque. Algo así como un pedazo de naturaleza domesticada para que panolis como yo nos creamos en mitad del mundo salvaje los domingos por la tarde.
Allí estaba, paseando, no recuerdo bien el motivo. Supongo que no tenía alternativas. Entonces la vi, sentada en una piedra horizontal y echándose la mano a un tobillo. Era mi vecina: una rubia de cuarenta y pocos con la que me había cruzado unas cuantas veces. Toda una MQMF, y espero que sepáis lo que eso significa. Llevaba chándal cortito y camiseta. Venía de correr y sudaba la gota gorda.
No sé cuánto llevaba sin meterla. Puede que cuatro o cinco meses. En condiciones normales aguantaría sin problemas pero, después de una relación de un año donde a pesar de las broncas se me permitía follar a menudo, estaba haciéndoseme durísimo mantenerme a base de pajas y sentía que iba a reventar en cualquier momento.
Nos dijimos hola.
—Creo que me torcí el tobillo —dijo—. Lo metí en un agujero y me lo torcí. Puede que me lo esguinzara.
Le dije algo así como «qué mala suerte» y «vaya por dios» y me acerqué con el gesto serio, empático.
—Ya no sé por qué corro aquí con la de baches que hay —dijo.
Se quejaba del dolor. Se había quitado la zapatilla y los calcetines de ese lado y se acariciaba todo el pie.
—Ay dios, otra baja ahora. No puede ser.
Le pregunté si me dejaba echar un vistazo.
—Claro —dijo—. Peor no me lo vas a dejar —se rio.
Me senté a su lado. Apartó la mano y me dejó ver el pie. El tobillo parecía un poco hinchado pero no tenía pinta de ser nada serio.
—¿Puedo tocar? —le dije.
—Sí, claro.
Colocó el pie entre mis piernas y mi tronco. Le puse las dos manos alrededor del pie, sin hacer movimiento alguno, y la miré. Estaba perpendicular a mí, con los brazos apoyados en la piedra y esperando una especie de milagro por mi parte. Realmente sudaba mucho y se le pegaba el pelo rubio a la cara. Tenía dos charquitos bajo sus tetitas y se le marcaban un poco los pezones.
—¿Esto te duele? —le dije.
—No.
Le giré suavemente el pie en ambos sentidos. No había ruidos extraños.
—¿Y esto? —se lo eché adelante y atrás.
—Tampoco.
Insistí con los mismos movimientos y algo más de fuerza. Cerró los ojos y me dejó hacer. Tenía unas piernas magníficas y mi perspectiva era inmejorable: casi le veía las ingles y no había rastro de celulitis ni venas a la vista. Unas piernas de adolescente.
—Como me duele es así —dijo.
Se incorporó y se cogió ella misma el pie. Mientras hacía unos extraños y exagerados giros sobre la articulación me llegó un leve olor a sudor.
—No creo que te lo esguinzases —dije.
—¿Por qué? —volvió a su posición sobre los brazos.
—Tendría que dolerte así.
Le retorcí aún más fuerte. No se quejó. También yo una vez me esguincé el tobillo y sabía con qué movimientos veía las estrellas.
—Nada —dijo—. Pero sigue un poco que parece que me relaja.
Seguí. Me gustaba que se relajase con mis manos encima.
—¿Duele?
—No. Me gusta.
No soy un especialista dando masajes. En absoluto. Pero tengo cierta suavidad en las manos y, a base de ir variando los movimientos, me defiendo en eso de relajar a una tía. Pasaron minutos. Unos buenos minutos.
—¿Y ahora qué hacemos? —le dije.
—Ya llamé a mi marido. Está bajando de casa.
—¿No será mejor que te apoyes en mí y te acompañe?
—Es que ya lo había llamado antes de que llegases.
—Ah... bueno.
—Pero gracias eh... se ve que una puede contar contigo cuando está en un apuro.
«El apuro no es precisamente tuyo», pensé.
—De nada.
—Sigue caminando si quieres. Tampoco vas a interrumpir tu paseo por mí.
—¿Y dejarte aquí sola? Ni de coña.
—Tiene que estar al caer. No te preocupes.
—Espero contigo.
—Como quieras. Muchas gracias.
—Pero una cosa... quita la pierna de encima a ver si se va a pensar lo que no es.
Se rio bastante y la quitó. Le ayudé a apoyarla en el suelo.
—Ya ni me daba cuenta —dijo—. Estaba tan cómoda.
Llegó el marido y entre los dos la levantamos. Luego ella se fue cojeando ayudándose de él, y yo vi cómo se perdían camino de la civilización. Yo pensé en seguir caminando un rato más pero, en lugar de eso, me senté otra vez en la piedra, me fumé un cigarrillo, volví a casa y me hice una gran paja.

26 nov 2015

Positivo

Había bebido como un cosaco, ¿para qué mentir? Cena de empresa con vinos, chupitos y barra libre. Un completo en toda regla.
Al salir cogí el coche. Tenía que hacerlo. No estaba dispuesto a pagarme un hotel y, por supuesto, no me había ligado a ninguna compañera. Pasé el peaje de la autopista y allí estaba la guardia civil. Me dieron el alto y me eché a un lado.
—Buenas noches —me dijo un guardia después de ponerme a su altura y bajar la ventanilla—. Estamos realizando un control de alcoholemia, ¿ha bebido usted?
¿Qué clase de pregunta era aquella? Es decir, ¿de qué valdría la respuesta en uno u otro sentido?
—Sí, señor —dije.
—¿Mucho?
Calculé mentalmente: tres vasos de vino, chupito de licor café, chupito de hierbas y unos cuarenta centilitros de ron en cubatas.
—Bastante —dije.
—Pues se le ve bastante entero.
—Es la práctica.
Se rio y su sonrisa pareció decir «aquí tenemos un graciosillo».
—Bien, coja esto y ábralo.
Me dio una bolsita y rompí el plástico.
—Introdúzcala aquí —me acercó el aparatito y encajé la boquilla.
—Ya —dije.
—Sople cuando yo le diga —miró el chisme unos cinco segundos—. Ahora.
Soplé. Fueron seis o siete segundos. Notaba el alcohol subir por el esófago y salir despedido para aumentar centésima a centésima la cifra que aparecería en la pantallita.
—Listo —dijo el guardia.
Retiró el aparato y miró la pantalla.
—Hum —dijo poco después—. Pues sí, ha bebido.
—Ya se lo dije.
—Cero cuarenta y tres, ¿sabe lo que eso significa?
—Aproximadamente.
—Voy a tener que denunciarle, señor.
—Le entiendo.
—Aparque allí delante, detrás de aquellos dos.
Me indicó un sitio al lado de unas casetas de los trabajadores del peaje. Había allí retenidos otros dos desgraciados. Uno dormía al volante y otro llamaba por el móvil. Me puse detrás. Apagué el coche. Al rato vino el mismo guardia.
—¿Quiere soplar otra vez?
—¿Por qué no?
Repetimos el procedimiento. Miró otra vez la pantallita.
—Cero cuarenta y cuatro. Nos quedaremos con la medición de antes.
Apuntó algo en una especie de agenda electrónica.
—Me extraña que se le vea a usted tan entero—dijo.
—Pero el aparatito no miente.
—Claro que no. ¿Hacia dónde va?
—Coruña.
—Caray. Veinte minutos más de viaje todavía.
—Por ahí, sí.
—Si aún fuera aquí al lado... quizá...
—¿Me dejaría usted seguir?
—Bueno, el caso es que se le ve muy bien y...
—No se preocupe —interrumpí.
—No le entiendo.
—Quiero decir que no tiene usted que pasar el mal trago de hacer la vista gorda. Múlteme y cumpla su trabajo.
—En los años de mi vida. ¿Quiere usted quedarse conmigo?
—Dios, ¡no!
—¿Y no sabe que la multa, además de la cuantía económica y la pérdida de puntos, conlleva tres meses de retirada del carnet?
—No conocía el dato exacto, pero sí.
—Y eso a usted le da igual.
—No es eso.
—¿Entonces?
—Ya se lo dije. No tiene por qué hacer la vista gorda.
—¿No necesita su coche en su día a día?
—Oh, sí. Vivo a cincuenta kilómetros del trabajo y no hay alternativas de transporte. De hecho vengo de una cena de empresa.
—Y me quiere usted decir que a su empresa le dará igual que no vaya a trabajar.
—En absoluto. Me despedirán ipso facto.
—Y está usted tan tranquilo.
Pensé en los compañeros de trabajo. En las horas ante el ordenador. En el jefe soltando veneno desde la puerta de mi despacho. Vamos, en mi mierda de vida.
—Sí, señor —le dije—. Siento decir que estoy tranquilo.
—Como usted quiera —negó con la cabeza y volvió a apuntar en la agenda—. En los años de mi vida...
Me pidió los papeles del vehículo y mi carnet de conducir. Se los llevó un momento a una furgoneta y luego me los devolvió.
—Aquí tiene —dijo—. Le llegará la denuncia a casa en cuestión de una o dos semanas.
—¿Tanto?
—Sí. Lo siento.
—Está bien.
—Ahora acuéstese y descanse y le haremos soplar dentro de un rato. Mientras no podrá irse.
—Claro.
Le hice caso y cerré el seguro, bajé la ventanilla y recliné el asiento. Después me apoyé en el cabecero y traté de dormirme. Antes de hacerlo pensé un poco en el cambio de vida que me esperaba y, ¿para qué mentir?, me sentí bastante bien.

20 nov 2015

Un alma libre

Rocío fue una amante cojonuda. De hecho fue mi amante con mi primera novia, con mi primera mujer, tras el divorcio y ahora que estaba felizmente casado de nuevo con Carmen, la mejor mujer que un hombre podría tener.
Pero Rocío fue siempre... no sé cómo explicarlo: necesaria. Necesaria para un hombre perfectamente inconformista, tan ambicioso como ignorante: puede que mis deseos fueran objetivamente peores que mi realidad.
Rocío era una mujer de los pies a la cabeza. Se mantenía en forma; le gustaba cuidarse. Y atractiva: sabría cómo seducir a un tío curtido en mil polvos. Era además un alma libre. Libre de toda necesidad de comprometerse, de dar explicaciones o de sentirse mal por herir los sentimientos de éste o del de más allá. Había tenido un grave accidente de moto y decía que haber estado cerca de la muerte cambió bastante su forma de ver las cosas. Vivía la vida y contagiaba a los demás su facilidad para ser feliz.
Follábamos en su piso de las afueras, con su jardincito y sus arbustos y su fuente de piedra. Alguna vez encontré la excusa de una reunión de trabajo para escaparnos a un buen hotel, pero el piso de las afueras estaba bastante bien y llegado un punto, solamente tenía que pasarme por allí sin dar mayores explicaciones a mis parejas formales, que por algún extraño motivo jamás sospecharon de mí y ni siquiera sabían de la existencia de Rocío. Sobre todo Carmen; inocente como un cachorrito. Me daba pena y me reconcomía la conciencia y por eso tenía que llamar a escondidas a Rocío para que, con un par de frases, me convenciese de que lo que hacía no estaba mal.
Nos divertíamos.
Todo cambió una mala tarde. Rocío me llamó al trabajo. Estaba asustada:
—Ven luego —me dijo—. Es importante.
—Hoy no...
—¡ES MUY IMPORTANTE!
No era ella muy de calentones imperativos así que me temí lo peor. Cuando llegué me lo confirmó:
—Estoy embarazada —dijo.
Estaba llorando sentada en el sofá y con las piernas abiertas. Nunca la había visto triste.
—¿Es que no me oíste? Voy a tener un hijo tuyo.
Fue el mayor palo de mi vida.
—No puede ser —dije.
—Cuanto antes lo asumas, mejor.
—¿Pero estás segura?
—Segurísima. Controlo demasiado bien los retrasos.
Hablamos un poco del asunto. De cómo pudo haber sucedido. Quién había tenido la culpa. Quién lo sabía. Todo eso. Luego le dije que me tenía que ir. Era verdad.
—Seguiremos hablando de esto —le dije.
—Por supuesto que seguiremos hablando.
Rocío seguía llorando cuando me fui. También triste era atractiva.
Yo parecía un cadáver andante cuando llegué a casa. Por suerte Carmen estaba más atolondrada que de costumbre y ni siquiera me preguntó si me había sucedido algo extraño en el trabajo.
Hablaba con Rocío a diario.
—Tendrás que contárselo a tu mujer —decía—. Puedes ocultar una amante pero no un hijo.
—Lo sé. Dame tiempo.
—Está bien.
No tenía ninguna intención de contárselo a Carmen. En realidad no tenía ninguna intención de nada. Bueno, sí, quizá de cortarme la picha o de tirarme de la azotea, pero sabía que eso no sucedería, así que dejé que el tiempo pasase y recé para que Rocío entrase en razón y abortara.
—Olvídate de eso —decía—. Puedes elegir estar a mi lado o no, pero no elegirás que tenga a mi hijo o no. Esa no es una opción.
No comprendía esa actitud en una mujer como Rocío. Yo le insistía y ella empezó a odiarme.
—Mira —decía—, será mejor que no me llames en un tiempo. Hazlo si tienes claro que quieres ser el padre; si no olvídame.
¿Padre yo?, pensaba. Ni de coña. En la vida había demasiadas cosas que hacer como para asumir un marrón así. Claro que yo no era como Rocío, yo tenía conciencia y acabaría jodido sabiendo que algo mitad mío andaba por este mundo y yo me escondía.
Una noche me llamó Rocío. Llevábamos un mes sin hablar.
—Estoy exactamente de doce semanas y media. Me lo dijo el ginecólogo —dijo.
—Muy bien.
—Eso significa una cosa.
—Sí, que son tres meses —fue un intento de chiste inútil.
—Es otra cosa. Supongo que una noticia muy buena para ti.
—No te sigo.
—Muy fácil: el hijo no es tuyo.
—¿Cómo no?
—Esa semana tú y yo no lo hicimos.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque fueron los días que vino Esteban.
—¿Qué Esteban?
—Un amigo de Madrid. Te hablé una vez de él.
—No me acuerdo. ¿Y tú y él...?
—Obviamente —gritó—. ¿Cómo crees si no que...?
—Vale, vale. ¿Y él lo sabe?
—Sí, desde hace un rato que lo llamé.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—Pues eso es lo bueno: se viene para aquí para estar a mi lado.
No me esperaba eso. Percibí que me pretendía dar una lección por su tono.
—Entonces vais en serio —dije.
—Esperamos un hijo juntos. Es una cuestión de coherencia.
—Ya.
Me dijo que tenía que hacer unos recados, que sólo había llamado para darme la buena nueva. Le deseé suerte. Ella a mí no.
Meses después nació Leo, el hijo de Rocío y Esteban. Me crucé a los tres una vez en el parque y pude ver al bebé. Definitivamente no tenía ningún parecido conmigo. Luego hablé un rato con los padres. Esteban parecía un buen tipo. Seguramente haría bien las cosas. Rocío me dijo que planearían su boda cuando se recuperase del todo del embarazo y del parto. Le dije que me alegraba por ellos y que ojalá fueran muy felices.
Aunque me joda reconocerlo, Rocío ya parecía feliz junto a Esteban y Leo. Una felicidad distinta a la que había exhibido a mi lado. Ya no era un alma libre. Era una mujer madura y responsable. Una madre. Yo sentí tristeza sin saber muy bien por qué. Quizá me veía a mí mismo como un cobarde o un inmaduro, y más cuando regresaba a casa y miraba a Carmen a los ojos. Cuando la miro, de hecho. Quiero a esta mujer. Bien sabe dios que amo a Carmen, que tiene todo lo que un hombre puede desear, pero bien sabe también que no es ni será jamás un alma libre y feliz como fue Rocío, y que jamás me contagiará esa felicidad.

5 nov 2015

La paradoja del pajillero

Simón había sido un voraz pajillero. Todo un profesional de la zambomba. Salido como un bonobo y follador de pascuas en mayo.
Conoció a Rebeca. La amiga de la novia de un amigo. Se gustaron, quedaron unas cuantas veces, se enrollaron y, ¡tachán!, se hicieron novios. La primera pareja de Simón a sus treinta y cuatro primaveras.
Al principio todo fue de color de rosas. Cines, cenas, compras, recaditos, paseos por el parque, paseos por la playa, paseos por el monte, escapadas de fin de semana y sobre todo, follar y follar y follar como si no hubiera mañana. En hoteles, en el coche, en casita cuando estaban solos, en casita cuando papá o mamá dormían en la otra habitación, etcétera. Se pasaron la vida inundando de gemidos, lamparones, condones usados y hediondos clínex todo cuanto sitio medianamente íntimo se toparon.
El caso es que Simón no podía ser más feliz. ¡Por fin se olvidó de sus pajas! Si notaba ardores ahí abajo sólo tenía que llamar a Rebeca y descargar. En el peor de los casos ella estaba de regla y tenía que esperar uno o dos días, un tiempo irrisorio para Simón. Sólo en sus mejores sueños había igualado su realidad: una realidad de fantasías que hasta entonces sólo encontraban salida encerrado en el baño en un triste cinco para uno.
Mas el paso del tiempo trajo también los avatares propios de una relación madura: planes de futuro, moderación de la pasión y discusiones. Hablaban demasiado aún cuando no tenían nada nuevo que contarse. Las cosas se hacían por hacer. Cada uno tiraba por su lado.
Aunque jodían habitualmente y con toda naturalidad, el sexo terminó siendo lo único salvable de una relación que se apagaba.
Simón asumió el nuevo escenario. Siempre sería mejor aguantar el chaparrón y meterla de vez en cuando que condenarse a incontables años de pajas a diario. Mientras, Rebeca creyó siempre en el amor subyacente bajo aquella nefasta realidad, y vivió soñando que la felicidad resurgiría como por arte de magia.
Pero la felicidad nunca resurgió, y por imposible que pareciese, el sexo terminó por resentirse. Los polvos eran escasos en cuantía y parcos en placer. Correrse dentro del preservativo era para Simón como lavar los cacharros después de comer o limpiarse el culo tras cagar: un acto rutinario e ineludible, hasta que un buen día no pudo más y, después de decirle a Rebeca que tenían que hablar y dar un par de rodeos, soltó la frase que pondría fin a aquella tormentosa relación:
—Echo de menos las pajas.

12 jul 2015

Mi soledad

Necesitaba la soledad. Aquella soledad, me refiero. Es cierto que estaba solo en el sentido de "ausencia de pareja", es decir, de "mátate a pajas si quieres", pero cuando digo que aquella soledad fue necesaria hablo de una situación concreta, de verme solo físicamente y aguantarme a mí mismo durante, por ejemplo, un día entero.
Llevaba un tiempo solo en el otro sentido y desde entonces mi vida se había convertido en una especie de montaña rusa "suavizada" (sin grandes sobresaltos, la verdad): una búsqueda constante de emociones con el único objetivo de rellenar como fuera mi tiempo. Me había transformado en una marioneta en manos de todo aquel o aquella o aquellos y aquellas dispuestos a invertir o malgastar parte de su tiempo conmigo: tomando algo, viajando, paseando al perro, follando, ¿por qué no?, charlando de la puta vida, aburriéndonos... así día tras día. El caso era ocupar mi tiempo. No estar solo. No parar. No pensar. Prohibido pensar.
Y todo eso está muy bien, solo que en el fondo (y no tan en el fondo quizá), sabía que todo era una fachada para evitarme a mí mismo, y que tarde o temprano toda mi mierda rezumaría y la hostia sería gordísima, así que concluí que necesitaba estar solo. Calma. Tranquilidad. Aburrirme. Sufrir incluso. Dejar que la mierda rezume. Pensar, pensar, pensar...
Recuerdo lo duro que fue. Aquel sábado. Nadie a quien llamar. Nadie a quien escribir. Ningún sitio al que ir. Nada que hacer en casa. Horas y horas por delante. La ocasión perfecta para... para no sabía muy bien el qué, pero sí para estar solo.
Los minutos y las horas se me hicieron eternos. Desayuno, hago la cama, me pongo la ropa de correr y voy a caminar. Una hora y media. Un café en el bar de siempre. Miro internet, las cuatro o cinco páginas de siempre. Como algo ligero: ensalada de pasta preparada tres días antes. Una siesta, cuarenta minutos. Todavía son las cuatro y empiezo a sufrir. Es sábado: podría quedar con una guarrilla del badoo o largarme a recorrer tiendas o a mirar tías desde el paseo al borde de la playa. Pero no. Esa no es la idea. Me entran los escalofríos. Horas por delante, ¿qué hago? Un poco más de internet, limpio el polvo. Me asomo a la ventana. Nada me inspira absolutamente nada. Vuelvo al ordenador. Me aburro y la previsión de aburrimiento es peor que el aburrimiento en sí. Hiperventilación (esto es exagerado, claro). Las seis. De ninguna forma me reencuentro a mí mismo.
Recuerdo que después me tumbé en cama. Leo. Un libro de viajes. Luego el libro de por las noches: una novela histórica que no me acaba de convencer. Miro el techo. El techo no me dice nada. Las siete. Siento que el día empieza a llegar a su fin pero joder... qué largo se me hace. Internet. Un concierto de Metallica. Investigación en google sobre cómo viajar a los sitios que había mirado en el libro. Da igual. No pienso ir allí.
Las nueve. Me entra el hambre. Voy a la cocina. Un poco de fiambre y unas rebanadas de pan bimbo. Y una copa danone de postre. Vuelvo al salón. Tengo unos cuantos whatsaps. Amigos lejanos que me proponen un plan. Digo que no aunque me cuesta, pero con ese "no" siento que hago lo correcto.
Me acuesto en el sofá. En la tele sólo dan el debate de la sexta. Hago como si me interesase. Dan la publicidad. ¿He ganado ya? Me pregunto. En realidad no lo sé. No sé de qué habrá podido valer todo aquello.
Voy a la habitación. Internet otra vez. Nada nuevo. Es tarde. No para un sábado, sí para cualquier otro día. He ganado, concluyo. No siento nada, no me siento victorioso, pero he ganado. Mi día de soledad ha pasado. Lo he logrado. Antes de irme a dormir cojo el teléfono, llamo a un número de putas, les digo que me manden una, la tía viene y resulta una gorda inabarcable. Follamos, le pago, se va y después sí, me meto en cama.

22 feb 2015

Dos amigos mirones

Once eran los años de vida en los cuerpecitos de Rafael y Manuel. Rafa y Manu, entre ellos. Amigos desde la guardería, en aquel barrio y sin mayores responsabilidades que traer buenas notas al final de trimestre y procurar que papá y mamá no descubrieran sus fechorías, no existía objetivo alguno a largo plazo y sí unas inagotables ganas de jugar y no aburrirse jamás hasta que se hiciera de noche y alguien los bajase a buscar o les gritase desde la ventana.
Otros niños iban y venían en sus vidas. Se hacían sus amigos y el grupo era grande. Se montaban buenos partidos de fútbol y gloriosas tandas de escondite, pero la vida de los mayores era complicada y al final esos niños se cambiaban de casa o de compañías o, simplemente, un buen día ya no formaban parte del grupo. Pero allí seguían Rafa y Manu, inseparables, eternos.
Aquella tarde habían jugado al fútbol en las porterías sin redes de la pista de tierra que llamaban la «rompepiernas», aunque en realidad lo que rompía eran los pantalones de los chicos cuando caían, y si acaso propiciaba alguna que otra herida con pronóstico leve.
Después de la merienda ya quedaron menos chicos y, como casi siempre, al final de la tarde solos estaban Rafa y Manu. Los que habían resistido al bocadillo habían subido ya. Eran obedientes. Disciplinados. Ellos no.
Los dos amigos no sabían muy bien qué hacer. Su imaginación no daba para mucho pero entonces Manu se acordó de algo:
—Tengo una idea —dijo.
Se levantó e indicó a Rafa que lo siguiera.
Estaban frente a un pabellón polideportivo que habían inaugurado hacía un mes o dos.
—Aquí. Ayúdame —dijo Manu.
Señaló una papelera redonda pegada a la pared del pabellón. Era una papelera de madera que oscilaba en torno a un eje en la parte superior. No era fácil subirse a ella sin ayuda.
—Tú aguanta —dijo Manu—. Que no se mueva.
Rafa obedeció sin sospechar todavía los propósitos de su amigo.
Manu se agarró a algo en la pared y también en la pared apoyó una pata. La otra pata se fue a la cabeza de uno de los postes que aguantaban la estructura y, confiando en la firmeza de las manos de Rafa, tomó impulso y se subió al perímetro de la papelera, asegurando con sus pies el equilibrio y cambiando los puntos de apoyo de las manos a una cota superior de la pared.
El chico allí encaramado elevó los talones y alcanzó a mirar a hurtadillas a través de un cristal que daba al interior del edificio. Se agachó y al cabo de uno o dos segundos rió triunfalmente.
—Jajajajaja —dijo—. Ven, sube.
Manu se hizo fuerte con una sola de las manos apoyadas y utilizó la otra para tirar de Rafa, que tras escuchar la risa de su amigo, se había agarrado a la pared y trataba de subir él sólo sin preguntar el motivo de la carcajada.
Después de una leve oscilación de la papelera, los dos estaban arriba y lograron equilibrarse y sentirse seguros para mirar otra vez por el cristal.
—Tienes que ser discreto y mirar como hice yo —dijo Manu—. Si nos ven nos la cargamos, ¿vale?
—Sí, sí.
—Venga, vamos.
Los dos niños elevaron la cabeza a la altura de los ojos por encima de la repisita del cristal y observaron. Tres o cuatro segundos.
—Guau —dijo Rafa.
—¿Valía la pena o no?
—Muchísimo. ¿Quiénes son?
Manu se lo explicó. A él se lo contó una de las niñas de clase que también estaba dentro. Ella y otras del colegio y de fuera eran de un equipo de gimnasia y entrenaban ese día y otro en el pabellón. Manu recordó que le había dicho de qué hora a qué hora entrenaban y que luego se duchaban en los vestuarios del pabellón.
—¿Podemos mirar otra vez? —preguntó Rafa.
—Claro. ¡Pero que no nos pillen!
Se asomaron de nuevo. No percibieron mucho riesgo y hablaron con los ojos clavados en el espectáculo de una docena de niñas desnudas:
—Me gustan mucho las tetas —dijo Manu.
—Y a mí —dijo Rafa—. Cuanto más grandes mejor.
—Y lo de ahí abajo está también muy bien.
—Algunas ya tienen pelos. Mira esa, la de la derecha.
—Es de un curso más —aclaró Manu.
—Pues me gusta.
—A mí desnudas me gustan todas.
—Jajajajaja.
—Jajajajaja.
Se bajaron ambos al mismo tiempo. Luego saltaron también a la vez de la papelera y echaron a andar camino de la plaza.
—¿Tú cómo le llamas a lo que tienen ahí abajo? —preguntó Rafa.
—¿A qué? ¿A...? —Manu se señaló la entrepierna y el otro dijo sí—. No le tengo nombre.
—Yo tampoco.
—Pues ¿sabes qué? Me gusta eso que no tiene nombre.
—Y a mí. Como las tetas.
—Sí, como las tetas.
—Creo que a todos los hombres les gustan.
—Sí. Aunque creo que es más importante lo de abajo.
—Sí. A mi padre le escuché decir una vez que los hombres pueden matar por una buena de esas.
Estaban de nuevo en la plaza. Los columpios estaban vacíos.
—¿Vamos ahí? —preguntó Manu.
—Sí, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que cada vez que entrenen vayamos a ver tetas y cosas de esas.
—Hecho.
—Hecho.
Se dieron la mano y se subieron a los columpios. Todavía quedaba un rato para jugar, hasta que un gritó de la madre de uno de ellos atronó en la plaza y tuvieron que marcharse.

7 feb 2015

Magia para ratas

Ninguna rata destaca en la cloaca sobre las demás, y en aquel bar de mala muerte de poco importaba que yo vistiera un traje de mil euros entre mendigos, borrachos, prostitutas, drogadictos y otra gente a la que no le habían ido demasiado bien las cosas.
Apostado en mi taburete, con la cabeza gacha y los hombros encogidos, dejaba que los hielos se fundieran en el Jack Daniels hasta que fuera un buen momento para agarrar el vaso y llevármelo a la boca. Después volvía a dejar el vaso en la barra, apoyaba el brazo con el que me había servido el trago y miraba de nuevo los hielos. No me levantaba a mear. No hablaba con nadie, sólo con la camarera para que rellenara el vaso. No me movía. No escuchaba la música que invitaba al suicidio. Sólo miraba mi Jack Daniels y bebía, miraba y bebía, mientras en mi cabeza le daba vueltas a una serie de asuntos hasta que la borrachera crecía y se apoderaba de mi cerebro, momento en que podía levantarme, pagar la cuenta, regresar a casa e intentar dormirme todo lo rápido que me fuera posible para dar la bienvenida a otro día que difícilmente me podría deparar algo positivo.
Poco más puede esperarse de un hombre desesperado y solo.
Sobre todo, solo.
Alguien así, ante un escenario tan deprimente, para pocas líneas más daría, pero recuerdo una noche, mi cuarta o quinta semana allí, en que sí hubo algo más. Algo que valía la pena. Algo que desde luego no me pertenecía, pero que sí penetró en mi imaginación como una descarga eléctrica y que por un momento me hizo olvidar que todo cuanto me rodea es simple y llanamente una auténtica mierda.
Un grupo de hombres y mujeres estaban a mi lado. Ellos no eran como los demás ni como yo. No eran ratas. Sólo estaban allí para divertirse un rato, beber y largarse con sus exitosas vidas a otra parte.
Inevitablemente me giré hacia ellos y me quedé así un rato, sin miedo a que me preguntaran si no tenía mejor cosa con que entretenerme. ¿Qué podía perder un tipo como yo?
El caso es que no podía apartar mi mirada de ellos. Estaba hipnotizado, poseído. Mientras los demás hablaban y contaban chistes y movían tímidamente sus pies en un intento de acompasarlos al espantoso sonido de fondo, una de las chicas bailaba de verdad. Estaba en mitad de todos, pero no era una más. Ella bailaba y no le importaban nada los chistes y los comentarios. Y qué manera de bailar. En los años de mi vida. Levantaba sus brazos al descubierto e incrustaba sus manos en el pelo, perdiéndose sus dedos en la frondosidad y haciendo emerger de entre los demás un buen puñado de pelos, despeinándose intencionadamente en un acto de liberación de energía. La camiseta se le ceñía a la espalda y las caderas se movían a un lado y a otro, suavemente, mientras las rodillas se doblaban y toda ella bajaba unos centímetros y volvía a subir, y daba vueltas con los ojos cerrados, y de vez en cuando el movimiento de caderas era adelante y atrás, adelante y atrás, sin que las piernas dejasen de subir y bajar. Estaba follando allí mismo. Follaba con alguien que sólo ella sabía. ¿Sería su marido? ¿Su amante? ¿Serían todos los hombres de este planeta? No lo sé. Eso sólo lo sabía ella, pero contemplándola  comprendí que, después de todo, existía la esperanza incluso para mí.
La clave estaba en el culo. Aquel culo resguardado tras unos vaqueros bien ajustados. Era redondo lo miraras desde donde lo mirases: algún tipo de figura geométrica perfecta. La tersura saltaba a la vista, fruto sin duda de horas de gimnasio. Me pregunté cómo sonaría tras una palmadita firme. Tenía que ser el sonido del cielo y de las estrellas. Y verlo en movimiento, acompañando a aquellos brazos elevados y aquellas caderas serpenteantes, era, aunque suene a barbaridad, mejor que ver nacer a un hijo.
El espectáculo duró dos o tres canciones. Hubiera sido justo levantarse y aplaudir, pero la justicia no existe.
Cuando cesó el baile ella se integró al grupo y a sus estúpidos diálogos. La magia se esfumó. ¿Alguien además de mí había tan siquiera percibido esa magia?
Esperé un poco hasta que ya no tenía motivos para seguir mirándola. Regresé a la barra y al Jack Daniels. La vida volvía a ser una mierda.
No la ha vuelto a ver. Dudo que aparezca otra vez en aquel antro. Es lógico, nadie en su sano juicio lo haría. Yo en cambio hace tiempo que perdí el juicio, y como no creo en los milagros beberé y beberé hasta que un buen día reúna el valor suficiente para arrojarme a las vías del tren. Puede que el infierno esté lleno de culos así, ¿por qué no?