Desde poco
después de comprármelo en aquella tienducha, sabía que mi canario tenía
extraños poderes, que era una especie de mago encarnado en animal volador.
Un día transformó
el agua en vino. Entro al patio de luces y me lo encuentro revoloteando en la bañera,
con las plumas hechas un cenagal y cantando: «¡con el pi-piripi-pipi!, ¡con el
pa-parapa-papa!», zambulléndose y dejando escapar un rastro de vino por la
comisura del pico.
Otro día no estaba
en la jaula. Creí que se había escapado, pero no entendía por dónde. De noche
regreso a casa y lo veo dentro otra vez, como si nada, saltando de un barrote a
otro y piando por mi llegada. Le pregunto qué había pasado y con toda la
pachorra me dice: «me fui de putes».
«Dirás de putas», le digo. «No. De putes», insiste. Luego me contó el bicho que
tenía antepasados astures.
En otra ocasión
hizo una montaña de excrementos. Me explico. Se pone en una esquina, siempre la
misma, y deja caer sus caquitas negras y blancas sobre el mismo punto, formando
una montañita que alcanza los dos o tres centímetros. Me pica la curiosidad y le
pregunto a qué viene esa historia, y entonces trepa al lateral de la jaula más
cercano a mí y me suelta: «A ver listo, ¿eso es estalactita o estalagmita?».
Pero lo más
sorprendente fue una vez que iba a rellenarle el cacharro del alpiste y veo que
el cabrón está comiendo en él como si no hubiera mañana, moviendo la cabeza
detrás de la cubeta transparente a toda velocidad. Parecía que ni quería perder
el tiempo en respirar. Me acerco y, ¿qué es lo que veo? Dentro del cacharro hay,
no os lo perdáis, ¡percebes! Sí, percebes. Unos preciosos y enormes percebes
gordos como pulgares ya pelados y sin cabeza, con una pinta tan bárbara que se me
hace la boca agua. «No me jodas», le digo. El canario saca la cabeza y me dice:
«Estaba hasta los huevos del alpiste y tengo mis contactos». «Ya veo», le digo,
todavía acojonado. Y él sentencia: «Para ti no hay».
Acostumbrado a
estas cosas, una noche llegué a casa dispuesto a plantearle un asunto al
canario. Lo cierto es que llevaba una mala racha. O mejor dicho, una racha de
mierda. Ya sabéis: las mujeres, el jefe, el poco dinero, las casas de apuestas,
el estreñimiento, la disfunción eréctil, las noticias de por la noche, la radio
que no funciona, los desagües atascados, las grietas de la pared, la persiana
que no baja y la puta que los trajo a todos. Así que me planto ante la jaula y lo
miro. Está sobre el barrote, a punto de hacerse una bola sin cabeza para
dormir, como una gárgola de Notre Dame pero con una sola pata, y le digo que quiero
proponerle un trato:
—Adelante —dice.
—Cambiémonos el
uno por el otro.
—¿Cómo dices?
Las plumas vuelven
a su posición; se le pegan a la piel, si es que los canarios tienen piel. Quizá
estén directamente los músculos detrás de las plumas.
—Sí —digo—. Tú
ganas. Me has ganado. Eres mejor que yo. Te mereces salir de esa jaula para
siempre y que sea yo el que entre ahí.
—Jajajajaja —se
parte el culo de risa el tío.
—¡Vamos! Hablo en
serio. Sé que puedes hacerlo. He visto como haces magia, cosas imposibles para
un canario. De hecho mira: estamos teniendo una conversación.
—Jajajajaja.
—Seguro que
puedes. Cambiémonos. Tú serás libre y harás lo que te dé la gana, sin una jaula
a tu alrededor, y yo me meteré ahí y no saldré. Es lo que merezco.
—Jajajajaja —tuvo
que agitar las alas para no caerse de la risa.
—Tú llevarás mi
vida y yo la tuya, ¿qué te parece?
Sus carcajadas
duran unos segundos más. El tiempo necesario para poder callárselas y aclarar
la voz. Entonces me lanza una mirada despiadada y me dice con toda naturalidad:
—Ni de puta coña.