Uno nunca se
acostumbra a dormir fuera de casa pero a veces es lo que hay. Ninguna compañera
se ofreció a acogerme en su cama así que no me quedó otra que buscar en google
hoteles u hostales en la ciudad y reservar en el más barato que no tuviera
pinta de asqueroso.
Después de la cena
vinieron el baile y unas cuantas copas y después, cada uno a su casa junto a su
mujer o su marido o su perro o su gato o su osito de peluche. Todos menos yo,
que caminé una buena tirada hasta encontrar en una esquina el luminoso del
Escarlata. ¡Bingo!
Cuando entré no
era como lo recordaba de por la tarde. Había una especie de humo y olor a droga
y colonia barata en la atmósfera. Diez o doce tipos bebían en la barra y dos o
tres negros merodeaban por allí cuidando que todo estuviese en orden. Era la
cafetería en la que esperaba tomarme el colacao con una napolitana el día
siguiente y sin embargo parecía otra cosa. Me postré en una de las mesas libres.
—¿Qué quieres? —me
preguntó la camarera, una señorita de no más de treinta pero con arrugas de
cincuenta que decían: asco de vida.
—Ron con cocacola.
Gracias.
Me lo puso en un
tris.
—Se paga al
momento —me dijo la joven vieja.
—Perfecto.
—Son ocho euros.
—Joder.
Saqué la cartera y
el dinero. Ocho euros. Con dos copas y media pagaba otra habitación. En fin,
pensé, así son las cosas por aquí.
Lo raro vino
después. Una puerta se abrió y entraron cuatro mujeres. Intentaban ser
provocativas y elegantes, con peinados de la peluquería y los labios y los ojos
pintados y vestidos ajustados y tacones altos. Estaba claro lo que eran.
Se distribuyeron
por el bar. Tres de ellas se mezclaron con los asquerosos que tragaban alcohol
en la barra. Tenían pinta de conocerlos. Una cuarta habló con un negro y
después se acercó a mi mesa. Sí, se estaba acercando a mi mesa una cosa más
negra que morena con una coleta que le nacía en lo alto de la cabeza, una
sonrisa que evidenciaba que necesitaba una visita al dentista, un escote
generoso, más generoso que los pechos que difícilmente podían crecerle con
cualquier vestido que se pusiera, la piel carcomida también por el asco de vida
que llevaba, el culo de tres o cuatro kilos de más y las piernas celulíticas.
Se acercaba y se acercaba. Se meneaba bien, eso sí. De pronto estaba sentada en
el sillón de enfrente, mirándome coqueta, y yo no podía sentir vergüenza porque
llevaba en la sangre suficiente alcohol como para desinhibirme de casi
cualquier situación embarazosa.
—Me llamo Linda
—dijo—. ¿Tú?
Le dije mi nombre.
—¿Y estás solito?
¿Qué era aquello,
pensé? ¿Qué trataba de conseguir? ¿Así se conquista a un cliente?
—Lo estoy —dije.
—Ahora ya no —dijo
Linda—. ¿Me invitas a tomar algo?
Puse mala cara. No
quería invitarle. Cuestión de precio simplemente.
—No importa
—dijo—. María, lo de siempre.
Vino María, la
joven vieja, con una copa indescifrable que le puso una sonrisa en la cara a
Linda.
—Háblame de ti —me
dijo.
—No tengo una vida
interesante.
—No lo creo.
—Es cierto. Posiblemente
tú tengas mejores historias que contar que yo.
Calló y bebió. Se
notaba que guardaba esas buenas historias.
—Puedes hablar si
quieres —le dije.
—Aquí el que habla
es el cliente.
Se calló otra vez
y volvió a beber. Creo que había dejado de gustarle. Se puso seria y me miró:
—Iremos al grano
entonces. Sesenta por una hora.
—¿Una hora de qué?
—¿Eres imbécil o
qué te pasa? —se enfadó.
—Ah, vale. No,
gracias.
—¿No quieres? ¿Es
que no te pongo lo suficiente? ¿Es que prefieres a otra?
—No, no es eso.
—¿Eres marica?
—No, por dios.
—¿Entonces? ¿A qué
coño has venido?
—Sólo a beber y a
pasar la noche.
—A beber y a pasar
la noche, ¿eh?
—Sí, a beber y a
pasar la noche. En una habitación. Yo solito. Tranquilamente.
—La primera vez en
cinco años que llevo aquí que alguien viene a dormir solamente.
—Yo soy el primer
sorprendido.
—Porque sabes qué
clase de local es este, ¿verdad?
—Lo acabo de
descubrir.
—Pues elige bien
la próxima vez.
—Lo haré.
Linda se terminó
su copa indescifrable y se levantó. Habló con un negro y ambos se rieron,
supongo que de mí.
Yo me terminé mi
copa y me levanté también. El olor a humo y droga y colonia se habían ido. O yo
era todo humo y vino y colonia, ¿quién sabe? Me despedí con un gesto de Linda y
de María. Ninguna me contestó. Saqué del bolsillo la llave de la habitación. La
número trece. Subí las escaleras y metí la llave. Funcionaba. Todo estaba como
lo había dejado por la tarde: ¿qué clase de broma era aquella?
Me tumbé sobre la
cama y decidí dormir sobre una toalla limpia del cuarto de baño: a saber la de
efluvios hediondos y demás purulencias que podía haber entre las mantas y las
sábanas.
Escuché cómo otros
clientes subían con chicas e, incluso, me pareció escuchar la voz de Linda que
se metía con alguien en la habitación de al lado. Luego hubo unos cuantos
golpes del cabecero de la cama contra la pared, unos diez minutos, hasta que
por fin conseguí dormirme.
Lo más divertido fue
decirle el día siguiente a mi mujer que había pasado la noche en un puticlub
pero que no sucedió nada. Soy un buen chico y me creyó, y simplemente me dijo
que dejase un comentario negativo en internet en la página del hostal.