A
Felipe Pazos no le gustaba nada su trabajo.
—De
hecho, es un trabajo de mierda –decía con su traje impecable desde el
taburete, moviendo frustradamente el puro apagado que le estaba prohibido
fumar, mientras con la otra mano agitaba los hielos de su tercer Jack Daniels.
Hablaba
con Maite, la madre soltera venida a menos que escuchaba borrachos y meneaba
sus enormes tetas al otro lado de la barra para que a su hijito no le faltase
«nada que llevarse a la boca».
—¿Sabes
lo peor? –decía Felipe Pazos– Que llega un punto en que me importa una mierda
si vendo o no, ¿entiendes? Antes sí, me alegraba el día que me comprasen una
alarma, pero ahora, no sé, es casi como si prefiriera no vender y aguantar la
bronca del gilipollas de Mateo –el jefe de delegación–. Como si prefiriera el
camino de la destrucción a cualquier intento de salir del pozo, ¿entiendes?
Maite
no sabía si entendía o no. Tras una docena de años, eran muchos como él los que
le hablaban de su penosa existencia. Por lo menos Felipe conservaba el atractivo
de parecerse a lo que en su día fue un hombre importante, y era de los pocos
que todavía no le había pedido sexo a cambio de unos cuantos euros extra.
—Es
muy jodido, Maite. Yo antes era alguien, ¿entiendes? Yo salía de casa y te juro
que arrasaba –dijo «arrasaba» enfatizando la erre doble para dar credibilidad a
sus palabras–. Tenía las chicas a montones y mira ahora... se escapan de mí
como de la peste. ¡No saben con quién están hablando!
La
camarera dejó de atender a una pareja de habituales y, mientras eliminaba los
últimos restos de unos vasos con un paño húmedo, pudo escuchar mejor y fingir
interés por lo que decía su cliente, si bien dándole la espalda mientras se
encontraba en faena.
«Se
te transparentan las bragas», pensó Felipe Pazos.
—¿Sabes
que un día quise ser escritor, verdad? Oh, sí. Escribía relatos y poesía.
Incluso tengo un libro que nunca llegó a publicarse. Esos cabrones de la
editorial... se llama «La mierda y el millonario». Va de un tío con mucha pasta
que posee fantasías de lo más extrañas, que mejor ni te cuento. Te lo pasaré un
día. En serio, es muy bueno.
El
ex-marido y padre del hijo de Maite trabajaba en una editorial y, tras tirarse
a una becaria y abandonarlo, decidió no querer saber nada más de los libros y
todo lo que les rodea. Felipe Pazos estaba perdiendo sus pocas opciones.
—Oh,
sí. Podía haber sido un gran escritor. Uno de esos que sacan un libro al año y
se forran, ¿sabes? Y vivir como dios en mi chalé con jardín con niños y perros
correteando. Pero debes saber que es muy jodido en este país ganarte la vida
con tu talento. Si no les das exactamente lo que quieren no tienen problema en
darte una buena patada.
Maite
alcanzó el vaso que Felipe le ofreció para rellenárselo. Sólo un hielo más y
líquido hasta la mitad.
—Y
ahora mírame. Ya sé que te lo he contado muchas veces, pero... es una mierda
andar tocando puerta a puerta y poner tu mejor cara para ofrecer un producto
inútil como si fuera milagroso. Y que encima te manden a tomar por culo nueve
de cada diez.
Felipe
Pazos había sido un buen vendedor. Brillante incluso. En sus primeros años
alcanzó el récord de ventas en todo el noroeste pero pronto se quemó y sus
cifras empezaron a caer a medida que él se consumía como una vela. Aquel no era
trabajo para el hombre que deseaba ser. Ahora vivía sólo en un cutre
apartamento sin ascensor, después de dos relaciones fallidas a causa de su
creciente gusto por el Jack Daniels, y simplemente esperaba la muerte o algo,
no sabía el qué, que lo hundiera definitivamente en el pozo al que se había
arrojado.
«Nunca
me cansaré de mirar tu escote», pensó dando un largo sorbo al que le siguió un
silencio que sorprendió a la propia Maite.
—Me
largo. Esto es una mierda –dijo de golpe, abandonando su copa a medias y
dejando un puñado de billetes más que suficiente sobre la barra.
Maite
apenas pudo reaccionar y decir esta boca es mía cuando Felipe desapareció,
tambaleante, tras la puerta de salida. Entonces recogió los billetes,
guardándose la vuelta en el escote, vació el vaso y pensó que quizá tenía más
cosas en común con aquel borracho de las que ella misma creía hasta entonces.