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Quai de la Gare
Llega despacio, no es un cálculo político, casi al cerrarse la puerta:
hoy se ha comprado un piso de treinta
metros cuadrados.
Los protegidos llevan sucios los zapatos, traje de chaqueta,
usan el metro.
La realidad quiere jugar al escondite. Todos perdemos.
Un salario mínimo y la emancipación. El vagón es un cúmulo de ojeras:
y para qué entonces pensar en cuando ya no queden
respuestas
ni preguntas que hacernos, ni vestimentas sagradas, ni censura social,
ni codicia inmobiliaria.
Un cargo más de multinacional sin rumbo fijo. Con vértigo en los codos.
(Cierra el periódico).
Se abrocha el cinturón de sacarina:
él, que cree que la mitología no existe,
que es la respiración la que se corta cuando llega el fin de mes,
no escapa a la espiral y se siente un perro acorralado
que mira al infinito. No está solo. No estamos solos.
En el metro hay residuos de vivencias inamovibles.
Como la limitación perdona a quien la lleva cargada a la espalda,
el ritmo nos empuja
casi inapreciable.
De ida y vuelta (Difácil, 2009).