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7.2.14

Desde Zaragoza

Prensas Universitarias de Zaragoza (PUZ) es la editorial de la Universidad de la capital aragonesa. La Gruta de las Palabras, su colección de poesía, dirigida por el escritor Fernando Sanmartín, está a punto de cumplir 30 años. El primer libro que publicó data de 1985 (el mismo en que uno publicó su ópera prima) y, oh casualidad, acaba de aparecer el número 85, Días animales, de Almudena Vidorreta Torres (Zaragoza, 1986), precedido de Memoria, de Fernando Ferreró (Zaragoza, 1927).
Lo primero que llama la atención es lo bonito que son y lo bien maquetados e impresos que están. Da gusto tenerlos en las manos. Más allá, son dos libros muy distintos. Por varias razones. La más llamativa, acaso, es la diferencia de edad entre ambos autores. La primera tiene la edad de mi hija (le saca un año) y el segundo, la de mi padre (que era dos años menor). El libro de Vidorreta es casi el doble de grueso que el de Ferreró. También los poemas del segundo son mucho más breves que los de la primera. De hecho, la poesía de Ferreró, al menos en este libro (el primero que leo de los suyos, mal que me pese), es precisa, exacta, concisa, sugerente más que explícita, con su puntito de sabiduría, lúcida y contemplativa. La vejez es su sustancia ("Ya todo me parece increíble", escribe). Bueno, tal vez sería mejor decir el paso del tiempo y la odiosa o feliz comparación entre lo que sucedió y lo que sucede, en buena parte ya previsto o presentido. Esto que digo me vuelve a dar la razón: cada vez lee uno versos de gente más mayor que, sin embargo, no lo parece. La última entrega de Julia Uceda, por ejemplo, un libro extraordinario del que ya hablaré.
Por su parte, Vidorreta (este es, a pesar de su juventud, su cuarto libro), practica una poesía más discursiva, con poemas más extensos, del "yo", diría, donde prima la temática amorosa y donde la voz, no se puede negar, es femenina, de mujer. Son poemas escritos, o eso creo, desde la inmediatez y su lenguaje es claro, directo y sencillo, por más que se aprecie un gusto especial por la expresión lingüística, por decirlo con sus palabras. Hay mucha reflexión sobre la propia escritura, algo normal en alguien que se dedica profesionalmente a la filología y escribe poesía.
De "una suerte de bestiario" ha calificado su obra Vidorreta. De amor ("la fuerza más poderosa del ser humano, que engloba en su ser todas las otras") y más.
Los dos autores, amén de paisanos (ella reside en Nueva York y él, profesor jubilado, suponemos que en su ciudad natal), son autores de la casa. Para Vidorreta este es su segundo libro en PUZ y para Ferreró el quinto, si no he contado mal. Dos obras y una colección a tener en cuenta.

22.9.15

Ferreró y Zecchini

De Fernando Ferreró (Zaragoza, 1927) ya hablamos aquí, a propósito de su libro anterior, Memoria, publicado, como éste, Cadencia, en la colección La gruta de las palabras de Prensas de la Universidad de Zaragoza, que dirige el escritor Fernando Sanmartín. 
Como en aquél, es imposible sustraerse al hecho de que quien lo ha escrito está a punto de cumplir noventa años. Que es alguien, como el personaje de uno de los poemas, "de avanzada edad". Eso supone, por un lado, que el poeta, con la cabeza lúcida, está en posesión de todas las armas de su oficio, y se nota. Por el otro, que el balance de la vida y la vejez han de ser asuntos sustanciales de la obra. 
Destaca la sobriedad y concisión de los treinta y dos breves poemas meditativos ("El hombre tal vez nota / su estado pensativo, / el gozo de estar quieto / recibiendo el efluvio / de este lugar y piensa / un poco, casi nada") que forman Cadencia (son varias las acepciones de la palabra que podemos relacionar con el título), mesura que tiene mucho de clásica. En un doble sentido también: por la forma, discreta y sin estridencia o alardes, y por el pensamiento que recoge, estoico de la mejor estirpe, sin que por ello le falten sus gotas de epicureísmo. Léase el poema 31, que termina: "Vive plácidamente  / si es que te lo permite el destino / y goza del interno espejismo / que alientas". 
Se agradece la serenidad de estos versos que tienen mucho de memoria y recuento. Los últimos dicen: "Hablar en general es sentirse impreciso / y no saber qué ha sido de tu vida: / si un gozoso relato / o un simple acontecer errático". 
De Iside Zecchini (Venecia, 1921-2011) nada sabía uno hasta ahora. Y no creo ser el único. Algo que hemos solucionado gracias a Luciana Collu y Gabriel Sopeña, profesores de la Universidad zaragozana, que han traducido y presentado a los lectores españoles (o en español) sus poemas en la antología El huésped. Entre otras cosas (por más que uno eche en falta alguna referencia a su bibliografía), nos explican en su ajustado prólogo que tuvo una firme salud débil, que fue profesora (de primaria y secundaria, así como en la formación de maestros), que vivió la mayor parte de su vida cerca de la estación ferroviaria de Venecia y que estuvo felizmente casada con Carlo Mastrocinque. al que dedica uno de los poemas más emocionantes del conjunto: "Esposo mío". Sí, como indica la crítica, la suya es una poesía "de las pequeñas cosas". Hay en ella un "encanto por lo diminuto", lo que sólo en apariencia carece de importancia. "Para vivir experiencias / ya no es necesario viajar", escribe en el poema "Vejez". No es extraño, así, que aliente en sus versos, otro lugar común, un "profundo sentimiento religioso". Léase "Fe". En sus versos, en Amor (que escribe con mayúsculas); lo que ve desde la ventanilla ("finestrino"): un árbol, un pájaro, la hierba, el viento; los que ya no están, que observa desde el "laberinto"; el paso de las estaciones (el del tiempo), las calles.
Hay poemas memorables. Como el que da título al libro (claramente veneciano), "Víspera", "Lola", "Nassirya", "Octubre"...
Con la poesía de Zecchini sucede lo mejor: que uno se queda con ganas de más. O, a falta de ello, de releer una vez más esos sugerentes, silenciosos versos.

18.1.25

Un feliz extravío

Hace poco, hablaba José Luis Melero (Zaragoza, 1956) de esos gustosos "libros secretos y delicados, esos que nunca circularán por las autopistas de la literatura sino por carreteras comarcales o secundarias". Y matizaba: "Pero es en éstas donde más se disfruta de los viajes, donde más y mejor se ven los paisajes". Al leerlo, pensé de inmediato en el que tenía entre manos, éste, Bibliotecas y extravíos, el sexto de la serie "La vida de los libros", formada por los títulos La vida de los libros, Escritores y escrituras, El tenedor de libros, El lector incorregible y Lecturas y pasiones, todos publicados por la ejemplar Xordica. 
En el prólogo (de los que uno disfruta, como, pongo por caso, los de Borges), Melero vuelve a declarar su predilección "por los autores preteridos y los libros olvidados" y "humildes". Por "la defensa de la lectura de lo arrabalero". Recurre entonces a la presunta sentencia de Tácito –citado, a su vez, por el lingüista Rosenblat–, lo de que "El atender con esmero a las cosas muy pequeñas o, al parecer, insignificantes, es señal de una gran fuerza de atención y de mucha capacidad para las empresas importantes". 
Esta nueva entrega melariana, escrita, según él, con el mismo "impulso irresistible de la escrupulosidad" (ahora cita a María Moliner) que ha caracterizado a las anteriores, da una vuelta de tuerca más a ese mundo propio que ha creado en torno a los libros, donde se entremezclan las obsesiones, digamos, con las novedades. Para empezar, por ejemplo, las "autodedicatorias" de Miguel Labordeta, junto a su hermano José Antonio, uno de los personajes habituales de esta suerte de novela en marcha, como podría definirse este proyecto de escritura que nunca pierde de vista la obra de Andrés Trapiello. Su "universo trapiellista", como lo denomina. 
Resulta imposible dar cuenta de todo el rimero de nombres que aparecen en estas páginas. Conocidos, no pocos, y desconocidos, los más. Sí podemos acotar los asuntos sobre los que suelen versar estos textos que antes de llegar al libro fueron publicados como artículos de periódico. En Heraldo de Aragón, para más señas, del que es columnista. Y ya que lo menciono, empezaría con esa región, la aragonesa, que fue reino y que a efectos bibliográficos apabulla por su riqueza a cualquier persona que se interese por los libros; no digamos si es, ay, extremeña. Las comparaciones... Y ya en Aragón, cabe precisar, Zaragoza, su ciudad natal (y "de lecturas"), el centro de su microcosmos. No tanto por lo patrimonial o paisajístico (que también) cuanto por los aragoneses, verdaderos protagonistas de estos ensayos literarios. Aragoneses, aclaro, o vinculados a Aragón, ya sean viajeros o estables. Sí, a este hombre le cabe Aragón en la cabeza; como a Fraga el Estado, según Felipe González. Su historia, sus tradiciones (ante todas, la jota), sus hablas particulares, su bibliografía y, por no seguir, su gente y la forma de ser que la singulariza. O la singularizaba, que ya... No defiendo, al revés, los nacionalismos ni sus pequeñas réplicas territoriales, pero el aragonesismo de Melero sabe conjugar lo universal con lo local, clave para comprender la verdadera dimensión de lo que en literatura, por concretar, importa. 
Los libros, dije, y la bibliofilia, otro asunto capital, el que más, en los intereses de Melero. Menos los nuevos que los usados. Ediciones raras cuya adquisición (o ni eso: a veces basta con ser localizadas o vistas) depara alegrías inenarrables que, con todo, él sabe contar. Y ahí, los bibliófilos, las bibliotecas particulares (que, como la historia de España, siempre terminan mal), las editoriales (Aguilar, Grijalbo, Xordica), las librerías y, en fin, los libreros; los de viejo, sobre todo. Cada uno, como todos los protagonistas de estas obras, con su novela a cuestas. Como las del valiente Moneva, el pianista Felisberto Hernández, el psiquiatra Merenciano, la familia Rabal, los poetas Camín, Boluda y Blanca Luz, el periodista Mariano de Cavia (y Casa Lac), el político y bibliófilo Negrín, o los cinematográficos (Melero es cinéfilo) Neville y María Asquerino.
La poesía merece un lugar sobresaliente. Algo que se agradece (si uno fuera conspiranoico, diría que está en marcha una conjura de los medios contra ella). La de Hinojosa, Lorca y Rosales (con la Guerra Civil al fondo), la de Gil de Biedma (y sus Moralidades), Fernando Ferreró (y su poesía secreta), Francisco Pino (y su inquietante Asalto a la Cárcel Modelo, subtitulado 22 de agosto de 1936), Ángel Guinda (y sus calcetines), Gerardo Diego (y sus antologías), Machado (y sus Nuevas canciones), los cordobeses de Cántico (y sus homosexualidades), Antonio Moreno (en su vertiente memorialista), etc. Hasta El miajón de los castúos, de mi paisano Luis Chamizo (el único extremeño, junto al gran Roso de Luna, que aparece en escena), merece un cariñoso comentario. 
Atiende también al género narrativo, empezando por Baroja, otra de sus ineludibles referencias. El capítulo más largo del conjunto lo dedica a una memorable visita a Itzea, en Vera de Bidasoa, la casa de los Baroja, un texto que ya se editó en una preciosas plaquette, con el título de Un viaje a Itzea (Ediciones La Ventolera), con ilustraciones de su amigo Pepe Cerdá.  
Como Sender, otro habitual, Cunqueiro (y la lamprea), Irene Vallejo (y su Lo infinito en un chunco), Benet (en Calanda), Umbral, Jesús Pardo (lo diarístico es esencial en Melero), Marías (y la búsqueda de un sucesor para el Reino de Redonda), Sábato (y su ego)...
La amistad es una virtud que Melero cultiva con pasión semejante a la de los libros. Quien siga sus andanzas a través de Facebook podrá dar fe. De ello da muestra al mencionar a tantos y tantos. A Félix Romeo (que nunca muere), Ignacio Martínez de Pisón, Antón Castro, Fernando Sanmartín, Daniel Gascón, Julio José Ordovás, etc. 
Porque estamos hablando de un libro, es necesario ponderar su lenguaje. Melero escribe con claridad y concisión y jamás se rinde a la opulencia y la solemnidad. Sobriedad, mesura... y humor. Sí, su sentido del humor hace aún más llevadera la lectura de estas obras por las que transitan con frecuencia seres extraños y desconocidos que han escrito libros que difícilmente interesarían a alguien que no fuera un oscuro erudito si él no supiera darle a su historia el toque mágico que convierten a obra y autor en materia de interés general. Ese saber reírse de tal o cual anécdota o de cualquier atrabiliario personaje sin herir la sensibilidad de nadie añade mordiente a sus relatos, poco importa al final de qué se trate. 
A la postre, cuánto aprendemos sus lectores con Melero. Sin querer, que no es esa su misión, ajena a lo didáctico. Qué feliz extravío. 
A los libros les ha entregado buena parte de su vida: esfuerzos y sacrificios. Lo que más le ha complacido, confiesa en uno de los artículos más melancólicos (y el que más me ha gustado), ha sido "leerlos, estudiarlos y escribir sobre ellos". Luego, ante ese final inevitable donde casi todas las bibliotecas se malbaratan, pregunta retóricamente: "¿A qué entonces tanto esfuerzo, tanta entrega, tanto entusiasmo?". Y remata: "Si fuera un iluso pensaría que al menos dejo un puñado de libros escritos y que tal vez puedan un día interesar a alguien". Mañana, no sé, nadie lo sabe, aunque el rigor juegue de su parte, pero el presente, para no pocos letraheridos como yo, lo tienen asegurado. 

Bibliotecas y extravíos
José Luis Melero
Xordica, Zaragoza, 2024. 294 páginas. 21 euros

NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.

30.11.18

El lector Melero

El lector incorregible ha titulado el bibliófilo, articulista, académico, estudioso y numerosas cosas más José Luis Melero (Zaragoza, 1956) su nuevo libro. Lo publica, según costumbre, Xordica, tan aragonesa como el autor de, entre otros, Leer para contarlo, Los libros de la guerra, La vida de los libros, Escritores y escrituras y El tenedor de libros. En este rincón se ha hablado de casi todos ellos y esta reciente entrega no iba a ser menos. Recoge artículos publicados entre los años 2015 y 2018 en Heraldo de Aragón, su periódico. Con voluntad literaria, cabe añadir. Para que perduren más allá de la caducidad que lleva aparejada la prensa escrita. El "Liminar" es ya una delicia. Ese lector empedernido, cambiemos el adjetivo, sabe que los prólogos (delantales, diría él) pueden ser la mejor manera de invitar al que lee a perseverar en el empeño. Los de Melero son de la mejor estirpe. De la de un Borges, pongo por caso. O, por acercarnos al presente, de la de su admirado Andrés Trapiello. Allí dice que "uno es escritor de pocos lectores". Los califica de "ejemplares", "incorregibles", "letraheridos", "cofradía de raros y chiflados", gente, en fin, ajena al ejercicio físico, esa manía de "los tiempos que corren (nunca mejor dicho)", y más propensa a la quietud del sofá. Habla de viejos libros y de viejos autores, de "escritores olvidados", lo que melancoliza cuanto escribe. Libros "en los que no vamos a encontrar recetas para triunfar sino herramientas para sobrevivir". No faltan, claro, los temas y asuntos aragoneses, ya "que a uno le gustaría que mis lectores vieran como propios, pues no hay nada más universal que esas pequeñas pasiones que cada uno de nosotros siente por sus cosas más próximas". Y eso nos ocurre. "Porque frente a tantos esfuerzos globalizadores y uniformadores -escribe-, hay pueblos que no renuncian a su singularidad". Palabras que uno lee con asentimiento, sí, pero mirando de reojo al independentismo catalán y sus falacias identitarias.
Resalta su fervor por los libros y la literatura, por "algunos pocos saberes inútiles", su "interés por no tomarme nunca demasiado en serio". Después, empieza la fiesta. Con Joyce, que no le gustaba a Benet, y eso que "siempre pensé que los amigos de lo abstruso se sentirían cómodos en la misma cofradía". Este el tono. De ahí que califique la lectura de festiva.
Hay mucho poeta por ahí suelto. En el libro, digo. Cernuda, Machado, Borges, Bergamín, Blas de Otero, Hidalgo, Lorca, Alberti, pero también paisanos como Ildefonso-Manuel Gil, Rosendo Tello y Fernando Ferreró. Y novelistas, como Wolf, Proust, Sender o Martínezde Pison. O diaristas como Torga, una debilidad compartida. Escritores, en todo caso, grandes y chicos, si vale el distingo.
No faltan, como en toda su literatura (que se mezcla con la historia), cantantes de jota, políticos decimonónicos, académicos, eruditos y catedráticos (de la vetusta Universidad de su "vicerrectora favorita", a quien dedica el libro -junto a sus dos hijos-, siempre a punto de echarle de casa por culpa de la adquisición de este o aquel costoso y raro ejemplar), ni viajes: a Oporto, Dublín, París, Barcelona..., además de visitas a pueblos y ciudades cercanas a la suya, que es a la que más viaja. Tampoco imprentas y editoriales.
Leo estos libros sobre libros con lápiz y papel, como hace Melero, y a veces pone uno un "ja, ja, ja" en el margen. Hay anécdotas hilarantes. Capítulos muy graciosos, como "Una historia escatológica" o "El libro no devuelto". O cuando relata uno de sus cameos cinematográficos. Y eso a pesar de que, como nos recuerda, hacer reír haya tenido "desde antiguo mala fama entre ciertos intelectuales". Porque la risa, o esos dicen algunos, es "plebeya". Indigna del gran arte. No es extraño que en "Contra la amargura", una de las piezas más bonitas del conjunto, defienda, como antídoto, los "pequeños gestos de cariño". En otra parte, "El primer Moncada", vuelve a retratarse: "Uno debe ser condescendiente y tolerante con las cosas que no le gustan a los demás, y no esperar que la gente a la que quieres se comporte como a ti te gustaría, sino tratar de quererla como es". Elogiable es también su ecuánime defensa de Juan Manuel Bonet, cuando fue injustamente destituido por razones políticas como director del Instituto Cervantes. Cómo no vamos a leer (¿o era querer?) a un tipo así, aunque no coincidamos con él en la afición fulbolera y zaragocista ni en su afán bibliópata. Este país necesita a Melero. ¡Qué ciudadano!