Mostrando las entradas para la consulta Fermín Herrero ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta Fermín Herrero ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

21.2.17

Jiménez Faro y Herrero en EC


Luzmaría Jiménez Faro
Madrid, Torremozas, 2016. 282 páginas. 

En plena moda de la poesía femenina, cuando se publican antologías para reparar injusticias históricas, resulta pertinente recordar que Luzmaría Jiménez Faro (Madrid, 1937-2015) fundó en 1982 Torremozas, una editorial centrada en las mujeres. Con el número 300 de la colección de poesía aparecen sus poemas reunidos, publicados entre 1978 y 2011, cuatro años antes de su muerte. Llevan un emotivo prólogo de Javier Lostalé donde recalca la posición de la antóloga y ensayista a favor de la igualdad, así como la “tan necesaria como justa” edición de este libro cuyo lenguaje es “bello, transparente y sensorial”. También alude a dos planos: “el de la realidad y el trascendente” (como confesó ella misma), a la “divinización de lo humano” (Carmen Conde dixit) o a la presencia del amor y de la música (el bolero, sobre todo). 
Su primer libro, Por un cálido sendero, estaba escrito a medias con su marido, Antonio Porpetta y lo menciono porque su presencia es fundamental en esta poesía donde el amor, ya se dijo, es un asunto cardinal sobre el que gira, o eso me parece, todo lo demás. Ya vemos en esos primeros poemas su vocación clásica, la composición de sonetos y el uso de metros tradicionales, una práctica que no abandonó, si bien sus últimas obras son menos encorsetadas, poéticas y previsibles.
La intimidad, la casa, la familia son elementos clave de Cuarto de estar: ceniceros, visillos, floreros, relojes, sillones, plantas… Y libros: “Dejadme sola aquí, / sola en mi casa, / casa que he amurallado / con mis libros”.
En Sé que vivo el amor se hace carne, siempre desde el simbolismo o la sugerencia. Ahí canta una mujer enamorada, su voz más auténtica: “Yo soy la amada, amante, soy la amada: /la que en silencio mira. / La que espera. / La que teje sus sueños con tu vida”. Algo que se aprecia aún mejor en Letanía doméstica para mujeres enamoradas, un libro entre hímnico y místico, y en Bolero, prosas memorialísticas: “Fuimos la generación del bolero”, donde homenajea además a un puñado de poetas amigos.
Amados ángeles es, sí, lo angélico y Mujer con alcuza, lo social. Corimbo clausura esta poesía vitalista de una mujer apasionada que, contra Safo, se atrevió a mover la arena.

Fermín Herrero
Hiperión. Madrid, 2016. 60 páginas. 

El título y la ilustración de la cubierta del nuevo libro de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) son elocuentes. La sencillez y la humildad bien entendidas, a las que hacen referencia las citas de Jung e Ingres que abren el volumen, son los pilares de una poética reconocida, por los premios y por la crítica, y reconocible, por su absoluta coherencia, que se ha ido ahondando y esclareciéndose libro a libro. Tal vez por eso en el primer poema leemos: "La poesía / es la conciencia". "No tiene complacencia". "La bondad / se ve, no necesita / verborrea". Es justo lo que aquí falta. La sobriedad es ley. El lenguaje, como el paisaje de su tierra: áspero y despoblado, seco, esencial, resistente. El tono, sentencioso. La expresión, austera: "Cuanto más simple, más hondura". Un lenguaje que juega con la sintaxis a favor del sentido. Que maneja con solvencia el encabalgamiento. Que logra el ritmo que exige su música callada, la de sus amados místicos, a los que cita explícitamente.
La poesía "es una enfermedad / que afecta a los más débiles / de la especie", escribe el machadiano Herrero, aunque parezca todo lo contrario.
Sí, "que todo es regalado, acuérdate". Que "Vivimos de milagro y eso es suficiente". De ahí la celebración, el himno frente a la elegía: "Únicamente hay luz / en el canto".
Y al fondo, el paisaje soriano, la naturaleza ("refugio contra el mundo") y el campo, que no son lo mismo. Y el asombro de ver y contemplar cuanto sucede. Por eso los poemas tienen algo de anotaciones de un hipotético cuaderno de bitácora (terrestre) que llevara un observador del mundo. De un mundo, por cierto, que desaparece. Herrero es un testigo. No evoca desde la memoria lo que dice. Lo tiene delante de los ojos. Ahora. Sigue ahí, no ha huido: "Así que estoy aún". "Estoy. Aún estoy", leemos.
Lo suyo es el asombro. La perplejidad del que mira sin regodearse en metafísicas. En soledumbre, aunque eventualmente aparezca acompañado, Herrero se expone al cierzo, la nieve, el hielo... Al frío, que es cualidad de ese mundo centrado en la armonía y en el equilibrio. Un estado de serenidad que viene de antiguo (y que él nombra, a veces, con populares palabras de antaño), heredado por él y que al cabo transmite a quien lee mediante una voz que es todo menos impostada. 

Nota: Las reseñas de estos libros de Luzmaría Jiménez Faro y Fermín Herrero se publicaron en El Cultural el pasado viernes, 17 de febrero.

19.1.12

Tempero

Así se titula el libro de Fermín Herrero que publica Hiperión (a pesar de los comentarios que me llegan, resiste) y que, según el diccionario, significa "sazón y buena disposición en que se halla la tierra para las sementeras y labores". No sé la tierra, pero Herrero sí estaba en ésas cuando escribió los poemas que lo componen. Poemas, por cierto, que uno ya conocía, aunque no en su actual forma impresa, porque tuvo ocasión de leerlos en un certamen que no ganó (al final se llevaron el "Alfons el Magnànim" de Valencia). Eso quiere decir, por volver sobre el aforismo de Juan Ramón, que el libro era o es otro y que prefiero éste, tan sobrio por fuera como por dentro, con las bonitas encinas de Arrechea en la cubierta. 
No, en su momento no se abrió la plica ni el autor, que no sabía de mi presencia en el jurado, me envió aviso alguno. Abrí el mecanoscrito, leí y dije: esto es de Fermín Herrero. Tan personal es lo suyo, tan diferente a lo del resto. Tan fácil señalarlo como propio. En Tempero acaso se note aún más. Supongo que la madurez es eso, salvo para quienes gustan de cambiar de voz (o eso quisieran; tenerla, digo) en cada nueva entrega o para los que se empeñan, a deshora, en estar a la moda de leche, cacao, avellanas y azúcar. Éste no es el caso. Al revés. Aquí no se camina hacia fuera, sino hacia dentro. Por las tierras altas de Castilla, por el alma de ese paisaje eterno. En Ausejo de la Sierra nació el poeta y a Soria vuelve una y otra vez, como demuestra Tempero, un libro donde el campo (la naturaleza) se hace palabra; machadiana palabra, claro, en el tiempo. "El asombro de ayer, idéntico / asombro, el de mañana". Y allí, un mundo que se fue. O, mejor, que se habría ido si él no lo hubiera sujetado con versos tan despojados como las parameras que frecuenta, tan libres como sus montañas desoladas, tan fríos e intensos como la nieve que cae desde el pasado y tiñe de blanca melancolía su presente. Climas, podría haberse titulado la obra. Los que transita a través de las estaciones con esa sabiduría antigua ("entre orientales y castellanos" define a sus versos) y campesina que le singulariza. Y siempre a la intemperie. Con "mis metafísicas", pero limpio, él y sus poemas, "de polvo y paja". 
Herrero pertenece a la estirpe de los paseantes: "Un paseo, una vida", escribe. A la de Claudio Rodríguez, castellano esencial como él y, como Herrero, maestro del encabalgamiento. O como su amigo Jiménez Lozano, con cuya sencillez poética (tan difícil) comulga. 
Al leer estos poemas uno piensa en miniaturas, en pequeñas acuarelas, de tan sutiles. Y, a pesar de su gravedad, en el mejor y más hondo sentido, de la tristeza que flota sobre ellos como la niebla persistente del invierno ("en el dolor no hay nadie"), de la "añoranza" o la "nostalgia" o la "desolación" ("estamos hechos de miedo") que se cuela por puertas y ventanas, la serenidad lo impregna todo, quizás porque, como escribe, "la belleza / es tranquila". Sí, la suya es una poética de la humildad, de la pobreza entendida como decir esencial, de lo austero. 
"Pero lo que fui, soy", confiesa en un verso. Hay una fidelidad a los orígenes insoslayable, de ahí que no pueda por menos que hacer alusión al "pueblo del que nunca salí". 
Son muchas las sorpresas que depara este libro a contracorriente. Poemas como "Amarte como nunca", por ejemplo, delicadamente amoroso. Lejos, como todo aquí, del tópico.
Libro de otro tiempo y, por eso, de todos. De cuando las palabras, por usar un verso suyo, "no estaban lastimadas". Libro que colma al lector, a pesar de que anuncie: "Todo está por decir".

22.4.17

Premios de la Crítica 2017

Acaban de conceder el Premio de la Crítica 2017 a la novela Patria, de Fernando Aramburu, y al libro Sin ir más lejos, de Fermín Herrero. Esta es la reseña que publiqué el pasado 17 de febrero en El Cultural sobre este libro:

El título y la ilustración de la cubierta del nuevo libro de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) son elocuentes. La sencillez y la humildad bien entendidas, a las que hacen referencia las citas de Jung e Ingres que abren el volumen, son los pilares de una poética reconocida, por los premios y por la crítica, y reconocible, por su absoluta coherencia, que se ha ido ahondando y esclareciéndose libro a libro. Tal vez por eso en el primer poema leemos: "La poesía / es la conciencia". "No tiene complacencia". "La bondad / se ve, no necesita / verborrea". Es justo lo que aquí falta. La sobriedad es ley. El lenguaje, como el paisaje de su tierra: áspero y despoblado, seco, esencial, resistente. El tono, sentencioso. La expresión, austera: "Cuanto más simple, más hondura". Un lenguaje que juega con la sintaxis a favor del sentido. Que maneja con solvencia el encabalgamiento. Que logra el ritmo que exige su música callada, la de sus amados místicos, a los que cita explícitamente.
La poesía "es una enfermedad / que afecta a los más débiles / de la especie", escribe el machadiano Herrero, aunque parezca todo lo contrario.
Sí, "que todo es regalado, acuérdate". Que "Vivimos de milagro y eso es suficiente". De ahí la celebración, el himno frente a la elegía: "Únicamente hay luz / en el canto".
Y al fondo, el paisaje soriano, la naturaleza ("refugio contra el mundo") y el campo, que no son lo mismo. Y el asombro de ver y contemplar cuanto sucede. Por eso los poemas tienen algo de anotaciones de un hipotético cuaderno de bitácora (terrestre) que llevara un observador del mundo. De un mundo, por cierto, que desaparece. Herrero es un testigo. No evoca desde la memoria lo que dice. Lo tiene delante de los ojos. Ahora. Sigue ahí, no ha huido: "Así que estoy aún". "Estoy. Aún estoy", leemos.
Lo suyo es el asombro. La perplejidad del que mira sin regodearse en metafísicas. En soledumbre, aunque eventualmente aparezca acompañado, Herrero se expone al cierzo, la nieve, el hielo... Al frío, que es cualidad de ese mundo centrado en la armonía y en el equilibrio. Un estado de serenidad que viene de antiguo (y que él nombra, a veces, con populares palabras de antaño), heredado por él y que al cabo transmite a quien lee mediante una voz que es todo menos impostada.

27.1.10

Noticia de Fermín Herrero

De la mano de la exquisita editorial Cálamo, cuya colección de poesía dirige César Augusto Ayuso (el palentino de la revista Milenrama), me llega De la letra menuda, lo último de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963). Cuanto he leído hasta ahora -édito o no- del soriano me parece admirable y esta nueva entrega sigue, según creo, en la misma estela de lo anterior, publicado casi todo en Hiperión, lo que dice bastante de la calidad de su poesía. Digo en la misma estela y al hacerlo caigo en la cuenta de la unidad de sentido de cuanto este hombre ha escrito y qué personal es su mundo sin que por ello sea difícil habitar en él. Uno es de los que piensan que el paisaje que nos rodea determina nuestra forma de ser y, llegado el caso, la de decir. De la contemplación del páramo castellano, de su desnuda serenidad y sus inconmensurables silencios, le salen a Herrero unos versos claros como los cielos invernizos y cortantes como las heladas de sus altas tierras. Lacónicos, como palabra de castellano viejo, los títulos de las partes del libro brillan por su elocuencia: Lugar, Nieve, Lumbre, Ceniza, Mar y Hora. Nada sobra aquí. Tampoco nada falta. Parafraseando al poeta, "lo que parece simple" tiene "mucha letra menuda". La melancolía por un mundo que desaparece no hace sino resucitarlo delante de nuestros ojos. Una mirada perpleja atraviesa el tiempo y nos lleva de nuevo, y sin remedio, al origen. 
Para que uno disfrute aún más, coincide la lectura de este libro con la preciosa edición de su poema "Encina en junio", editado por José Luis Puerto en sus Entregas de Invierno, al que acompaña un sugerente dibujo de Iris Lázaro.  Contra lo que uno siente, su verso final dice: "Qué pena, hasta lo más hermoso cansa".

16.12.14

La gratitud

Así se titula el nuevo libro del soriano Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, 1963) que publica Visor. No podía haber elegido mejor. Dos palabras -más bien una- cargada(s) de sentido. La poética de un libro empieza por ahí.
Alberto Manguel decía hace unos días en El País: "Dante condena al infierno a aquellos que fueron tristes 'en el dulce aire que del sol se alegra', es decir, aquellos que no saben reconocer en el propio mundo la felicidad de lo creado bajo el sol del día presente." Herrero lo reconoce, a pesar del dolor, la frustración, la adversidad, el pesaroso paso del tiempo (tan machadiano), la enfermedad, la muerte ("varias muertes más tarde") y, en fin, todo aquello que la vida se encarga de poner en medio del camino para que acabemos confesando, como Borges: "He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz."
Setenta y tantos poemas breves (casi todos de diez versos) y sin título componen las cinco partes de esta obra sobria, ante todo, y sencilla, en el mejor y más pleno sentido de la palabra; muy medida, sí, y llena de piedad, ternura, soledad y compasión. La atraviesa un tono sereno y reflexivo de quien habla consigo mientras anda por el campo ("lo libre"). Un campo -una naturaleza- despojada, como sus versos, que está llena de pájaros, árboles y plantas que el poeta conoce por sus nombres exactos; símbolos de una realidad llena de verdad, de limpieza y de luz, aunque sea la mortecina de los otoños e inviernos castellanos. Uno dice páramo soriano y, al decirlo, ve (o lee) un verso de Herrero recortándose en el paisaje de un viejo mundo rural que, a punto de morir, él resucita. Cuando dice "Consiente / a quien te avía", "he cavuchado", "una miaja" o "adormijado", "abrigaño" y "resfrior". Este vocabulario, que algunos denominarán arcaico, puede dar a entender lo que no es. El lenguaje o, mejor, la sintaxis de esta poesía prueba que estamos ante un poeta contemporáneo. Con todo, recordemos, a este propósito, las palabras de Agamben: "Aquellos que coinciden demasiado plenamente con la época, que encajan en cada punto perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente, por ello, no logran verla, no pueden tener fija la mirada sobre ella". Alguien de este tiempo, sí, que conoce bien la literatura (que enseña en un instituto) y que ha leído "todos los libros" (por más que las referencias librescas o artísticas estén contadas). Uno de esos pocos que, en español, siguen demostrando que el urbano no es el único territorio de la poesía, tal vez porque la poesía no es cosa de territorios. Ella es el territorio. 
Especial maestría, por ejemplo, comprueba uno en la utilización del encabalgamiento. Prosa parecen, en cierto sentido, estos poemas, escritos en función del sonido y del sentido (con gran dominio de la métrica) y no de su disposición formal o tipográfica en la página. 
La atención al detalle es también llamativa. Una mirada concienzuda recrea lo que Herrero mira y eso que describe nunca deja de ser esencial y humilde. 
Concisión, elipsis, sequedad (acorde a una forma de ser y a una tierra natal) son modos de estos versos que se adaptan a ese "saber / quedarse sólo con lo justo". "Del otoño", escribe, "no la elegía", sino "su austeridad". "Que lo que puedes / rechazar, eres."
En camino, sin olvidar lo vivido, entre paredes de piedras (qué perfecta poética, en la página 67), bajo la lluvia, junto a una fuente, Herrero nos recuerda que "Los atajos están / para perderse, sin estruendo, hacia la soledad / de las ermitas, con un sol recio, teresiano." También que "Mi salvación, / un enrocarse jubiloso en lo frágil." Más adelante concluye: "La raíz es el peso."
Está claro que el poeta castellano da con este libro otro paso más hacia el afianzamiento de una obra sólida como pocas, personal y rigurosa, no siempre atendida por la crítica como merece. Una de las que uno, ya se nota, más admira. 
Dejo para el final, porque no es lo que importa, que La gratitud ganó la vigésimo cuarta edición del Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma que patrocina la Diputación de Segovia. Un jurado numeroso y dispar se puso de acuerdo a la hora de reconocer la calidad de este libro y eso, lo confieso, le anima a uno, mero espectador, después de ver cómo han ido las cosas en no pocos certámenes recientes; un asunto, el de los dichosos premios poéticos, que un día de estos, ante el silencio general (¿o debo decir omertà?) me gustaría comentar aquí. 

3.12.17

Dos de Soria

Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961) y Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) tienen en común, además de su ascendencia soriana y su condición de sorianos que viven fuera de su provincia, el que ambos van por libre, sin adscripción a ningún grupo o capilla. Eso y que sus respectivas voces poéticas, muy distintas entre sí, ostentan la categoría de propias, identificables a través de sus poemas para cualquier lector medianamente avisado. Sus nombres, en fin, le resultan a uno imprescindibles dentro del panorama. Estas son sus novedades. 

Enrique Andrés Ruiz abre su libro Los verdaderos domingos de la vida con una cita de Lévinas, acerca del imposible retorno. A partir de "El canto de los descendientes del rey de Tiro", excelente poema liminar que hace las veces de prólogo, EAR, con la elegancia de dicción que le caracteriza, mezcla de saber hacer y clasicismo, despliega sus armas líricas para evocar, desde la memoria y los recuerdos, una vida pasada que traslada al presente. "Esa ilusión de imaginar que vuelven / -aunque en distinta forma- reunidas / salvación, otra vez, y poesía". Vuelven las fiestas (en Medinaceli y por los Santos, en el cementerio). Vuelve la infancia. Y, de nuevo, ya en la cincuentena, "Mi Edad Media, / mi verdad absoluta, / mi Antiguo Testamento: poesía".
Pero regresan sobre todo los veranos. Y los veraneos. Y los sueños que allí se forjaron y que la vida ha malogrado o disuelto. Aunque sigan ahí. En estos versos. En poemas como "Canción de bienvenida", "Línea de costa". Son "De cuando nuestros padres eran jóvenes". Se celebra el amor y la amistad. La juventud perdida. "Ni vida ni muerte todavía". "El país de la vida", dice en "Padres e hijos", uno de los mejores del conjunto. Se celebra, en fin, el fuego: "Contigo estoy conmigo". La melancolía, que la hay, cede ante el fervor, ante ese "resplandor glorioso" del texto de Julien Gracq de donde el libro toma su título.
Es, acaso, el más transparente de EAR, el de tono más conversacional y cercano, encontramos una métrica precisa (ya dijo Lowell que el verso libre no existe) y poemas, a veces, con rima asonante que no dejan de darle un aire popular o de época. En la nota final se explica que estamos más ante una colección de poemas que ante un unitario libro de poesía. Tanto da. El resultado, que es lo que importa, vuelve a demostrar la solvencia de esta voz tan solitaria como el paisaje de su tierra natal.

Después del éxito obtenido con su libro anterior, Sin ir más lejos, Premio de la Crítica, y tras la aparición de Por la tierra oscura, Fermín Herrero publica Fuera de encuadre en Reino de Cordelia, donde está otro de los suyos: De atardecida, cielos. En una nota de autor, FH confiesa: "Hace muchos años que concebí el puñado de poemas de este libro". Para "arrebañar a la memoria, antes de que fuese tarde, lectura de momentos y sensaciones iniciáticos". Estamos, pues, ante un libro de larga y lenta gestación que a sus lectores puede parecernos, como le ocurre al poeta, distinto de los últimos que ha dado a la imprenta. Y es verdad. Con todo, en estos versos fragmentarios ("solo fragmentos rastro me pronuncian / completo"), en estos poemas sin título, sin mayúscula inicial ni punto final, que conforman acaso un largo poema único, se reconoce su voz. Y su ámbito, aunque la presencia del campo sea menor de la acostumbrada. Está, eso sí, la melancolía y la tristeza. Y la contemplación ("hay que mirarlo todo"). Y las devastaciones: "porque somos despojos es inútil / parar el tiempo y recrearse". Y también el amor y el erotismo: "La primera mujer. / Y sus enigmas". Detrás, ya se dijo, la memoria, los recuerdos. De la infancia, la adolescencia y la primera juventud mayormente. De los tiempos del pop.
Se aprecia, en lo que a los cambios se refiere, un uso deliberado del encabalgamiento y cierto retorcimiento sintáctico. El lenguaje fluye aquí de otra manera también. Más libre acaso. Todo en función de lo que se quiere decir, sin duda. Y se dice.

3.12.23

Por lo menudo

Fermín Herrero
Pre-Textos, Valencia, 2023. 78 páginas. 16,00 €
 
Es fácil identificar al farsante lírico por las citas iniciales que emplea. Por lo gratuitas que suelen resultar con relación a lo que plantea. De uno de nuestros poetas más genuinos no podíamos esperar tal desliz. La de Agamben hace referencia a cómo los poetas del XIII llamaba estancia “al núcleo esencial de su poesía”. La de Hölderlin, al hombre, que “no soporta más que por instantes la plenitud divina”. “Después, la vida no es sino soñar con ellos”. De ahí, sí, el título de la nueva entrega del soriano Herrero (Ausejo de la Sierra, 1963) que no hace sino reafirmar su radical necesidad en el panorama poético.
“Este es un canto de alabanza / ya que no puede serlo de humildad / por culpa del que, en vez de limitarse / a la mirada, escribe cuanto ve, / lo que piensa que ve, lo que pretende / ver, aunque nada vea”. Así empieza este conjunto de treinta y un cantos sin título unidos por el mismo tono celebratorio. De gratitud hacia la vida. Se podría hablar de monólogo interior en línea con una poesía meditativa (“el que contempla”), del pensamiento, incluso metafísica que, sin embargo, nunca pierde pie. Tal vez porque la naturaleza y el campo, el paisaje de sus altas tierras castellanas, están en el centro de sus reflexiones, realidad y símbolo a la vez.
Desde lo sencillo y lo cotidiano, su voz, limpia y cristalina, alcanza un vuelo, un alto grado de significación, que nos recuerda, pongo por caso, al primer Claudio Rodríguez o a su admirado Jiménez Lozano, tan cercanos a su propio ver y sentir. Esta es una poesía que se adensa en su claridad, que ilumina con naturalidad lo más hondo.
Lo hímnico atraviesa cada verso a pesar de que, como dijo José Antonio Gabriel y Galán, “la vida es dura y bella”. “Porque es dura es bella”, matiza Herrero.
Contenida, “sin énfasis”, “mi palabra de invierno y por lo austero, / agarrada a la tierra” se detiene en momentos sucesivos (“No hay más que el aquí y el ahora”) que dan cuenta, sobre todo, de la felicidad: “los días más felices de mi vida”. Se fija, “por lo menudo”, en el bambú o en un guijarro (“están en lo que están”); en tordos, jilgueros, vencejos, golondrinas y garzas; en el frío del cierzo y la nevada (“No conozco un silencio / tan puro, no ha de haberlo”); “por junto, en equilibrio”, “por entero”. “En cada cosa hay / hermosura”. En una higuera, por ejemplo. Porque “cada mirada es una respuesta”. Porque “la tierra, que es hondura, nos resume”.
Herrero no desdeña la extrañeza que suele sobrevenirle en medio de la soledad helada (“Aquí la soledad / es un estado, porque es lo sustantivo”). En su lugar serrano. Siempre el mismo y siempre diferente: “Mira que he desgastado estos parajes”, dice. Un mundo tan de la memoria como intempestivo que no se hunde “en la añoranza / de mi tierra como aquel cuarteto de Li Bai”.
“De sobra sé que cuanto / pude esperar lo tuve, si no más”, escribe. Y: “Qué más puedo / pedir: no he estado nunca solo / como la sierra, como el tiempo”. Dos hermosísimos poemas de amor dan fe de ello.
Esta aceptación de la vida, acompasada al ritmo de las estaciones, que apuesta por “lo cierto”, sin olvidar que en la “fugacidad se cifra / mi destino”, aporta al lector una serenidad benéfica.
“Con qué consuelo, un hombre / está mirando al pájaro / solitario”. El mismo que uno siente al terminar, feliz, Estancia de la plenitud.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.



16.4.15

Fermín Herrero

E. Margareto (ICAL)
Después de dar a conocer aquí la reseña de Fermín Herrero sobre Más allá, Tánger publicada en la revista Turia, se entera uno de que al poeta soriano de Ausejo de la Sierra le acaban de conceder dos premios mayores en su tierra castellana: el de la Crítica de Castilla y León (en su edición número XIII, para que luego digan) por su libro La gratitud y el Premio Castilla y León de las Letras al conjunto de toda su obra. Son premios justos y merecidos. Me alegro. Por él, claro, y por uno, que lleva años defendiendo su poesía. Puede que la racha continúe y FH consiga otros galardones prestigiosos, de esos a los que no te presentas, sino que te conceden. Enhorabuena. 

17.3.13

De atardecida, cielos

Por sorpresa, otra alegría. El nuevo libro de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, 1963), un poeta al que admiro. Se titula De atardecida, cielos (Los versos de Cordelia). Con él ganó, gracias a un jurado de lujo -de buenos lectores, quiero decir-, el Premio Ciudad de Salamanca. Sí, poco importa. Uno lo abre, se pone a leer y, para entonces, ¿quién se acuerda de eso? 
El título no engaña. Un puñado de poemas sin título va dando cuenta de impresiones, tonos y gamas de atardeceres. Y, lo que más interesa, de las reflexiones y pensamientos que esas visiones representan, el trasfondo de esa mirada limpia y honda sobre el paisaje. "Muchos días, haga frío o calor, mientras está atardeciendo, un hombre va por el caminillo que, pasado Pesqueruela, transcurre por la orilla del río. De cuando en cuando, anota simplemente lo que ve, se pregunta. Cuando el camino muere, donde se juntan el Duero y el Pisuerga, ya no hay hombre, sólo el atardecer frente al sentido del mundo. Entonces es el momento en que podría venir el poema", dice con la debida elocuencia la nota editorial que, no hace falta imaginar, habrá redactado el autor. Por decirlo con sus versos: "Por esta misma / senda me vengo cada / tarde hacia el ocaso".
No es mucho el prestigio de los atardeceres, que se asocian a lo tópicamente poético. Con todo, él lo rescata y, en una entrevista, defiende ese «motivo un poco olvidado por la modernidad, en el que aún persiste la emoción poética, es decir, un momento del día en el que parece que las cosas se acercan más a nosotros, como si nos hablasen, un momento en el que pervive esa emoción que arrastra todos los sentimientos del día».
Detrás, el misterio de la poesía. Atardeceres campestres, ricos en matices, de serena apariencia semejante que dan a luz poemas iguales pero al cabo distintos. Y todo, esa es la clave, con un lenguaje limpio, como recién horneado, que remite a sí mismo, a su voz y a su estilo, pero también a algunos poetas que reconocemos siquiera en lontananza, castellanos como él, paisajistas de la claridad y del entendimiento: Claudio Rodríguez y José Jiménez Lozano, por ejemplo. 
Poesía, pues, esencial, dicha en voz baja, de un hombre solo ("Soy casi sin mí"), "mientras / la vida, mientras", directa al corazón de las cosas (los vientos, las estaciones, los árboles, los pájaros...), que trastoca de manera sutil nuestra forma de apreciar el mundo. "He de respirar / muy hondo, en lo sencillo", escribe.
Al final del libro, Fermín Herrero añade unas cuantas citas de otros autores, poetas mayormente, que aluden a crepúsculos. A la melancolía.

27.3.23

Fermín Herrero lee "Sobre el azar..."

Pese a su cita anual durante tantos inviernos y al hecho de que yazga en la isla de los muertos, Brodsky nunca se consideró veneciano, como, creo, el esteta Paul Morand. Tal vez un título de este último, 'Venecias', le sugiriera a Álvaro Valverde, poeta fundamental de nuestro tiempo, uno suyo: 'Plasencias', en torno a su ciudad natal. Entre esto y su novela 'Las murallas del mundo' se labró fama de escritor sedentario, si bien luego ha publicado, por caso, las prosas 'Lejos de aquí', con una incursión por tierras de Flandes o un libro de poemas situado en Tánger. En su última entrega, de una sencillez honda y emotiva, 'Sobre el azar del mapa', un paso más en la consolidación de una obra cardinal de la lírica contemporánea, recrea también el tópico clásico del 'homo viator', que conduce, como señala la cita inicial de Marta Rebón, al 'homo scribens'. «Tan lejos de casa», dice un verso en un poema que remite, como el título del volumen, a su primera incursión lírica: 'Territorio'. Su poética ha tendido siempre, en el hilo temporal, a la espacialización.

El libro está dividido en dos partes. La más larga, medio centenar de poemas, muchos breves, bastante minimalistas, uno en prosa, es su visión, casi de continuo bajo la nieve o la lluvia, de la capital de Bulgaria, «que lleva el nombre/de la sabiduría», tanto de su geografía física (bulevares, fachadas, mercadillos, tranvías, parques, estatuas, iglesias ortodoxas, murales, grafitis y pintadas…) recorrida por las huellas de la Historia a la que ha sobrevivido (prehistóricas, tracias, romanas, bizantinas, rusas, fascistas, hasta el horror de la arquitectura comunista de las periferias, una mezquita otomana o una sinagoga sefardita) como de su geografía humana: sofiotas desconfiados, de miradas huidizas, pobres con sus «bolsas de plástico»… Una Sofía, aunque la imagine pletórica de primavera en un poema, invernal, de una belleza melancólica («es la melancolía/el verdadero genio del lugar»), ajada, decadente, neblinosa, desconchada, mustia, deslucida, grisácea, en suma. Lo que no quita, muy al contrario, para que le atraiga y nos la haga atractiva, por ser tan auténtica, lo contrario de un parque temático, y porque «el frío es la expresión/de la pureza./Lo que es limpio/trasluce por el hielo», como reza uno de los poemas sucintos. El poeta sabe encontrar la hermosura en la desolación.

El apartado final, 'Cuaderno suizo' (en 'Lejos de aquí' se narraba un viaje rápido a un barrio de Lucerna), se divide en dos paradas, Grandson, cuyo origen es «un pequeño pueblo/fundado en el medievo/a la orilla de un lago», donde Valverde nos regala estampas contemplativas fruto de una estancia tranquila, y 'Ginebra', centrada sobre todo en poemas de escritores relacionados por vida u obra con la ciudad. Tras una meditación inicial mientras observa el caudaloso Ródano, en contraste con su Jerte guardián, dedica versos a Costafreda, Valente, Aquilino Duque, Gimferrer, Ramos Sucre, María Zambrano y especialmente a Borges, a quien ya se había encomendado en la sección anterior.

NOTA: Este texto del poeta y crítico Fermín Herrero forma parte del artículo "Por lugares ajenos: tres títulos literarios para viajar por Venecia, Ginebra y Sofia", donde reseña, además del mío, dos libros más: Marca de agua, de Joseph Brodsky, y Goethe y Beethoven, de Romain Rolland. Se ha publicado en la sección Un ángulo me basta de La sombra del ciprés, suplemento de cultura de El Norte de Castilla

La fotografía, "Góndolas por los canales de Venecia", es de Alberto Pizzoli e ilustra el citado artículo en el periódico. 

1.12.12

Turia y Machado

La revista aragonesa alcanza su número 104 y, por suerte, sigue viva; esperemos que ya lejos de los oscuros nubarrones presupuestarios que no hace mucho amenzaban su feliz existencia. Sí, es otro ejemplo de que la batalla del papel no está perdida. Más aún, Turia ni siquiera cuenta con la socorrida página web, como otras muchas, lo que hace imposible otra forma menos clásica de leerla. Bien está. 
La nutrida entrega se abre con un oportuno recuerdo de Tomás Segovia, cada vez más vivo, a cargo de Manuel Rico. En Taller, encontramos, flanqueado por Soledad Puértolas y J. A. González Sáinz, un memorable relato épico de Gonzalo Hidalgo Bayal (que a uno le trae lejanos ecos de Ferlosio y Buzzati). 
En Poesía, un puñado, cómo no, de excelentes poemas. De Julia Uceda, Álvaro García (un soneto), Enrique Andrés Ruiz (una alegría volver a encontrarlo), Cobos Wilkins, Ferrer Lerín (con la fuerza de siempre), Rivero Taravillo (me ha gustado mucho su "Testamento"), Eduardo Moga (amoroso y extenso), Pérez Azaústre (que homenajea a Farrah Fawcett), Luis Muñoz (conciso, muy certero) y Fermín Herrero (con una forma de mirar que tanto admiro), entre otros. Precisamente a Fermín Herrero se refiere Fernando del Val como "quizás el discípulo más aventajado del sevillano", siendo este "sevillano" don Antonio Machado, al que se dedica el Cartapacio. No voy a enumerar los nombres de todos los estudiosos que publican artículos y ensayos sobre su vida y su obra, a cada cual más interesante, donde no faltan conversaciones con Ian Gibson y Joan Manuel Serrat, al que tanto debe la divulgación de nuestro poeta nacional, como precisa con tino Luis García Montero. Cierra el dosier una práctica Biocronología elaborada por Enrique Baltanás, otro machadiano de pro que firma además unas páginas sobre la relación de Machado con el folklore.
Y ya que hablamos de conversaciones, destaquemos un par de entrevistas. Con el poeta Caballero Bonald, a eso se le llama saber anticiparse a los acontecimientos, y con el editor Jacobo Siruela. 
En el apartado de Pensamiento, se anticipa un texto ("Nostalgia") del próximo libro de Javier Gomá, Necesario pero imposible.
No falta la puntual entrega de los diarios del director, Raúl C. Maícas, esta vez con dos protagonistas: Henry Miller y Maïlo.
Tampoco, en La Torre de Babel, una abundante colección de reseñas, entre ellas la de algunos libros comentados en este blog (de Jon Juaristi, Olga Bernad, Alberto Santamaría, Álvaro García y Rafael Fombellida). También la que adelanté antes de ayer aquí sobre Un centro fugitivo firmada por Manuel Neila.
Son de destacar las ilustraciones de Dis Berlin, un lujo que añadir a los muchos que lucen en la veterana Turia; más joven, por cierto, que nunca. ¡A leer!

15.12.23

2023: UN EXUBERANTE AÑO POÉTICO

Este es el artículo publicado en EL CULTURAL donde repaso, en efecto, el año poético. Con las limitaciones de espacio que hay que asumir y las propias de quien llega hasta donde puede. Mantengo el título que le di y las últimas correcciones que incorporé. Para evitar distingos, no me atreví a mencionar una muerte que me ha afectado especialmente: la de la poeta Marta Agudo. Que al menos conste aquí. 
No soy responsable de la elección de la fotografía que ilustra el texto y creo que el asunto de las memorias de la viuda de Alberti es lo menos sustancial del artículo, pero respeto el sesgo periodístico que siempre predomina en estas decisiones.
Lo peor, ay, es elaborar la lista de libros que debo enviar cada año. De "los mejores", se dice. Calificaciones aparte, todos me parecen dignos de elogio. Debo aclarar que hasta la presente edición, los críticos no debíamos tener en cuenta las novedades de nuestros colegas, y me parecía bien. En esta ocasión esa norma se ha suprimido y por eso -muy agradecido a mis votantes-, en la selección final aparece mencionado un libro mío. En el noveno puesto. No, no tuve el cuajo de votarme a mí mismo. 
Añado la lista que envié de mejores libros traducidos, que no se ha tenido en cuenta. Ya que la hice...

La del 23 ha sido una añada excelente. Confirma lo que venimos manteniendo: que la poesía en España, tanto la escrita en nuestro idioma como la traducida (este año, de cosecha magnífica), goza de una óptima salud; opinión que se sostiene de la única forma posible: con buenos libros. Solventes y necesarios, no “los demasiados” de Zaíd. Para intentar ordenar el caos, se inventaron las listas. Soy reacio a ellas. Porque uno escoge entre lo leído, que dista de ser todo, y sobre la base del propio criterio. Prueba de lo afirmado más arriba, esta de El Cultural. La encabeza El dorado, un libro escrito en estado de gracia por el cordobés Rey (el último que publica, dice). Le siguen Euforia, de Marzal, que regresa por todo lo alto a la poesía trece años después, y El baile de los pájaros, de Basilio Sánchez, un nombre imprescindible de la Generación de la Democracia. Obras espléndidas son también el arriesgado, por motivos temáticos y formales, Libro mediterráneo de los muertos, de María Ángeles Pérez López, y el melancólico Flores de fuego, que confirma la voz de Victoria León. De los que quedan, voté (el máximo) por Estancia de la plenitud, del conspicuo Fermín Herrero, y por Demonios, de Ben Clark, pura frescura. No llegué a tiempo de leer los de Prado y Carnero, un verdadero maestro. Más allá de estos títulos, conviene recordar, porque quedan fuera del recuento, las poesías reunidas. Por edad, de Carlos Edmundo de Ory, Julia Uceda, Francisco Ferrer Lerín, Víctor Botas, Pablo Guerrero, Jon Juaristi, Miguel Casado, Francisco Javier Irazoki, Fernando Aramburu, Carlos Alcorta, Aurora Luque…
Este año –el del fallecimiento de grandes poetas como los norteamericanos Louise Glück y Charles Simic (ambos publicaron libros este año aquí), y del neerlandés Henrik Nordbrandt– se ha reconocido con premios de importancia a tres mujeres: la uruguaya Circe Maia (Federico García Lorca), la nicaragüense Gioconda Belli (Reina Sofía) y la gallega Yolanda Castaño, la séptima poeta que recibe el Nacional en las ocho últimas ediciones. La situación predominante de la poesía dizque femenina se evidencia, por ejemplo, en las últimas entregas de Julia Otxoa, Esther Ramón, Berta García Faet o Vanesa Pérez-Sauquillo. Más allá –la poesía no tiene género: lo es o no–, incidiría en la presencia de buenos libros en todas las generaciones del panorama. De novísimos como Carnero y De Cuenca; ochenteros como Benítez Reyes y Antonio Moreno; y, mayormente, jóvenes, que no dejan de deparar sorpresas. Basta con fijarse, por no hablar de sellos clásicos, en los catálogos de La Bella Varsovia, Ultramarinos o La Isla de Siltolá y en colecciones como Adonais, al alza.
Volviendo a los galardones, mencionaría a algunos ganadores con libros plausibles: William González Guevara (Hiperión), Rodrigo Olay (Emilio Prados), Juan Vicente Piqueras (Ciudad de Lucena), Pedro Flores (Generación del 27)…
Luis Antonio de Villena dio a la imprenta un controvertido libro sobre su amistad con Francisco Brines que contrasta con la emocionante elegía que le ha dedicado Vicente Gallego. Polémica han resultado también las memorias albertianas de María Asunción Mateo. ¡Menuda polvareda!
No quisiera olvidar en este sucinto recuento cinco perspicaces ensayos de poesía: Diez ventanas, de Jane Hirshfield; Ensayos completos, de Louise Glück; El sueño cumplido, de Eloy Sánchez Rosillo; Contra los influencers, de Martín Rodríguez-Gaona; y Jacob y el ángel, de José Luis Rey.
Cerrado el plazo para enviar las listas, siguen llegando a mi mesa nuevas entregas. Tan interesantes como Cuando hable el gato, de Álvaro García, otro que regresa, y La imperfección de la belleza, del sigiloso Carlos Medrano. E la nave va.

MEJORES LIBROS DE POESÍA DE 2023

ESPAÑOLES

El dorado, José Luis Rey (Visor)  
Euforia, Carlos Marzal (Tusquets)
El baile de los pájaros, Basilio Sánchez (Pre-Textos)
Libro mediterráneo de los muertos, María Ángeles Pérez López (Pre-Textos)
Flores de fuego, Victoria León (Vandalia)
Estancia de la plenitud, Fermín Herrero (Pre-Textos)
Demonios, Ben Clark (Sloper)
Paradero desconocido, Benjamín Prado (Visor)
Sobre el azar del mapa, Álvaro Valverde (Tusquets
Perfil perdido, Guillermo Carnero (Visor)

EXTRANJEROS

Verdadera vida, Adam Zagajewski (Acantilado)
Poesía reunida, Kathleen Raine (Linteo)
Junto al pozo del vivir y el ver, Charles Reznikoff (Kriller71)
Lo que está en los diarios, Christa Wolf (papelesmínimos)
Tierra adentro, Louis Brauquier (La Veleta)
Marigold y Rose. Una ficción, Louise Glück (Visor)
Diario de otoño, Louis MacNeice (Pre-Textos)
Ágora, Ana Luísa Amaral (Sexto Piso)
No pudimos ser amables, Bertolt Brecht (Galaxia Gutenberg)
Homérica, Phoebe Giannisi (Vaso Roto)


 

14.2.22

Esto se acaba

En la tierra desolada 
Fermín Herrero
Hiperión, Madrid, 2021. 88 páginas. 13 €
 
Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) es Premio de las Letras de Castilla y León y de la Crítica por su libro Sin ir más lejos. Si a eso sumamos que ha conseguido galardones tan prestigiosos como el Hiperión, Gil de Biedma, Fray Luis de León y Jaén, no es fácil explicar que siga siendo ese poeta secreto que no suele salir en la foto de su generación. Tal vez porque no atiende a otra cosa que no sea su silenciosa, solitaria tarea. Fruto de esa concienzuda labor poética, sus libros fundamentales: además del citado, Echarse al monte, Un lugar habitable, El tiempo de los usureros, Tierras altas, Tempero (publicados por Hiperión) y La gratitud.  
En la tierra desolada está dividido en cuatro partes de quince poemas cada una y, salvo un par de excepciones, todos tienen diez versos y carecen de título.
Abre el libro uno situado el páramo de sus altas tierras sorianas, en la Castilla vacía, presente en su obra mucho antes de que la inventara Sergio del Molino. Léase “Por los oscuros pueblos…”. “Por aquí / no queda nadie, esto se acaba”. Naturaleza, campo. Desolación, despoblamiento. Y una tristeza no vencida que se refleja en los pecios del naufragio que es cualquier vida.
Como el paisaje natal al que se refiere, el lenguaje es parco, sobrio, austero. De regusto antiguo: arguilla, escernida, socarra, bajerada, caloracha, cehomo…Encabalgado, de peculiar sintaxis. Alegórico y elíptico. Se ve a las claras que al que escribe le cuesta gastar palabras en vano; no como a otros, palabreros profesionales. “Por respeto al misterio”. “Lo decible es tan poco”. Palabras, por cierto, que brotan de la mirada de un ser contemplativo: “Al fondo / ha de haber siempre algo, escondido, mirándonos”. “Levantar los ojos, sólo eso”. “Mirar, para seguir mirando, en desamparo”.
El tono de Herrero es melancólico. El de alguien que se pregunta dónde hallará refugio. El que escribe: “que sea lo que sea / nadie soy, esto, un hombre en un sendero, qué más”.
Alguien que se mueve entre la compasión, el consuelo y la culpa. Humilde: “Qué ingenuo, creías estar / nombrando el mundo”. Que siempre vuelve porque no debió marcharse. De la luz, el agua, la nieve, el frío (“qué negras las pasamos”). De la sierra, los árboles y los pájaros, que permanecen en la infancia. “Al sereno”. Que intenta entender al mar.
Se suceden las tardes y los meses en un libro con aires de dietario. “Sólo en lo indecible, hurgo, habito”. Que se conforma con “la paz del que no sufre”, consciente de que “un tiempo peor ha de venir, estoy seguro” (el mismo que “finiquita a su antojo”) y de sus límites. Que transita entre la liviandad de lo frágil y la permanencia de lo efímero. Que está “a gusto con lo mínimo” y cree “que habría que erguirse a cada instante, siempre. Por los demás”. “Si digo simplemente lo que hay / es porque no doy más de sí, me temo”. Con eso basta.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

16.9.17

Por la tierra oscura

No soy amigo de los libros grandes, lujosos, editados espléndidamente en caro papel cuché o en cualquier otro de calidad semejante. Los que mezclan fotografías y textos, por ejemplo. Me resultan incómodos de manejar por sus dimensiones y el excesivo peso. No se pueden sacar de casa. Su fin suele ser el regalo. A las instituciones les encantan. Recuerdo un caso reciente donde, como suele ocurrir, el gasto no compensaba el resultado. Libros de encargo con textos previsibles e insustanciales, de relleno. Cuando son catálogos de exposiciones, la cosa a veces cambia. De una surge el que tengo delante, publicado por la Diputación de Soria, donde se reúnen, en perfecto equilibrio, la sugerente obra del fotógrafo Alejandro Plaza y la acerada poesía del también soriano Fermín Herrero, ganador del último Premio de la Crítica y ya veremos, suele haber dobletes, si del Nacional. Nada de lo dicho anteriormente sirve para este volumen. Por la tierra oscura. Belleza y tiempo es su título, palabras al amor de Virgilio y de Dante. Más allá de la maquetación y del diseño (un acierto de Lola Gómez Redondo), de sus amplias dimensiones, la sobriedad castellana es aquí ley y brilla por encima de cualquier otra consideración. Porque las fotografías son en blanco y negro (para mi gusto, las mejores) y porque los poemas son sustanciales y necesarios, como los que contiene cualquier otro libro de Herrero, un virtuoso de la poesía, digamos, natural. Al fondo, el norte de Soria. La Sierra. Las personas y el paisaje. Una forma de ser que se traduce en dos maneras genuinas de mirar y de escribir. La memoria y, todavía, la visión. De un mundo que o ha desaparecido (y que rescatan los versos herrerianos) o está a punto de hacerlo (pero que permanece en el objetivo de Plaza). Allí, sí, la belleza y el tiempo. 
En mente, y a debida distancia, dos libros mayores: Elogiemos ahora a hombres famosos, el de James Agee sobre fotos de aparceros de Alabama de Walker Evans durante la Depresión y Otra manera de contar, el de John Berger sobre fotos de Jean Mohr de campesinos de la Saboya.
Las imágenes, insisto, son hermosísimas (aquí texto y fotos se justifican por sí mismos), con un singular aire de época. Así, los retratos de muchachas. Una atmósfera que captan los breves poemas de Herrero (joven entonces), la mayor parte de cuatro versos, al modo de los jué jù chinos, según nos cuenta su autor. Entre el gozo, la nostalgia y la melancolía. Para muestra...

La rojiza aspereza del adobe
guarda la claridad hasta la entraña,
tiene muy buena encarnadura
para cicatrizar la sombra, las heridas.

No hay mirada sin barda
ni lontananza que no escape
a la pupila. No puede decirse
lo mismo del futuro, nos conoce. 


1.2.18

Carta de Valladolid

Gracias al programa "Por qué Leer a los Clásicos", del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España, y por iniciativa del profesor y poeta Fermín Herrero, acudí ayer a su instituto, el 'Juan de Juni', para charlar con sus alumnos de 1º de Bachillerato. Fue un rato muy agradable. Estuvieron atentos y, por eso, callados. Si tenemos en cuenta que fue a última hora de la mañana, esa buena disposición es aún más digna de elogio. 
Hacía un par de años que no iba uno a Valladolid y, desde Plasencia, el viaje es cómodo. Sobre todo si no te encuentras con la niebla, tan habitual durante el invierno en ese recorrido, desde Baños de Montemayor. Mientras esperaba a mi amigo, paseé un rato por los alrededores de la Consejería de Cultura, donde a esas horas se fallaban los premios literarios 'Fray Luis de León', patrocinados por la Junta, y que en el negociado de Poesía ganó, como estaba previsto, mi paisano Ramírez Lozano, que como le pasa con casi todos los galardones líricos de este país, ya había conseguido, al parecer, en una ocasión anterior. Luego observé el Pisuerga desde el Puente Colgante, que siempre queda bien cuando de volver a los clásicos se trata. Y que me perdonen estos, ya que los menciono, pero tal vez lo mejor del día fue el cocido que nos metimos entre pecho y espalda Fermín y yo. Extraordinario. En una casa de comidas al lado de otro puente, el Mayor, y de menú. Eso y la conversación, que con un poeta inteligente y ejemplar como Herrero siempre es un placer. No faltaron, como es lógico, los reproches a esa pseudopoesía que nos invade y a la situación catalana, por no decir algo peor, aunque lo sustancial no fue por ahí. Hubiera sido perder el tiempo. 
Todavía con sol, llegué a casa. Tan contento como cansado. Por un día me crecieron un poco los alumnos y pude salir de mi rutina. Es lo que tiene la retirada vida en la provincia. 

31.10.11

Carta de Soria

Por unas u otras razones, seguía pendiente un viaje a Soria; en concreto, para participar en el jurado de los premios que allí convoca la Diputación: el "Leonor", desde hace 30 años, y el "Gerardo Diego", un poco más joven. Hicimos el camino por Valladolid, aunque recordaba lo bonito que resultó hace unos años por Segovia, por la N-110, que comunica Plasencia con la ciudad castellana. Esta vez no fue tan placentero: las prisas. Uno de los "puentes" más conflictivos del año, en el que muchos salen a la carretera para visitar los cementerios donde descansan sus muertos, no es, además, el mejor para disfrutar del paisaje. Con todo, desde Valladolid hasta Soria, por la Ribera del Duero, al menos hasta que se nos echó la noche encima, disfrutamos no poco de la visión otoñal de los viñedos y de los bosquecillos de chopos amarillos que menudeaban entre inmensas extensiones secas y terrosas, al borde de los ríos. Nos sorprendió la grande e industriosa Aranda, entrevista desde la circunvalación, y nos acordamos, claro, de Eva.
La primera vez que fuimos a Soria, íbamos con el poeta Luciano Feria y su mujer y leímos los dos en el aula del Instituto "Antonio Machado". No nos resultó difícil reconocer el centro de la ciudad cuando, con prisa, intentábamos localizar cuanto antes nuestro hotel, el Alfonso VIII, como el de aquí, pues que compartimos, además de Nacional, rey fundador. Cuando me incorporé por fin a las deliberaciones del jurado, el resto de miembros ya llevaban tiempo enfrascados en las habituales discusiones. Es lo que tiene poder juzgar un puñado de libros dignos de premio. Allí estaban Blanca Andreu, José Ramón Ripoll, Alfredo Taján y Román Piña. Salvo a José Ramón, no conocía a ninguno personalmente. Desde que llegué hasta que nos fuimos a cenar, todo fluyó con naturalidad y las votaciones se fueron decantando sin forzar otra cosa que no fuera una matizada sucesión de opiniones. Un premio limpio, sin duda, como la mayoría de los que se convocan en provincias. Santos Sanz Villanueva, crítico de El Cultural y profesor recién jubilado de la Complutense de Madrid, organizador del jurado, se cuida muy mucho, lo mismo que el excelente equipo de la Diputación capitaneado por Yolanda Martínez, de decir quiénes forman parte del jurado. Para evitar complicaciones, que a uno se le antojan raras, cada año cambian sus miembros. Además de limpieza, ya digo, esto aporta a los premios una diversidad manifiesta. Tras una cena divertida -Alfredo Taján es un conversador nato- y el consiguiente descanso, se nos fue la mañana del sábado en pasear, en comprar la famosa mantequilla soriana y en leer la prensa. Por suerte, tuve ocasión de encontrarme con un viejo amigo, al que conocí en la anterior visita a la ciudad, el poeta Fermín Herrero. Luego fuimos al fallo público de los premios que tuvo lugar en el Aula Magna Tirso de Molina. Allí nos enteramos de quiénes lo habían ganado, la veterana Antonia Álvarez, leonesa residente en Gijón, y la novel Beatriz Viol, catalana ahora en Manchester. Lo mejor del acto lo puso la Joven Orquesta Sinfónica de Soria, dirigida por Salvador Blasco, que ofreció un breve concierto con obras de Mozart. Aquellos chicos y chicas, tocados por la gracia de la música y, por eso, seres bellos, forman parte de una orquesta que sorprendió a todos por su altísimo nivel.
Una comida en medio del campo, en el restaurante del hotel Valonsadero, nos permitió seguir con las conversaciones, esta vez con el mallorquín Román Piña (editor de La Bolsa de Pipas) y su mujer y, cómo no, con el malagueño de Rosario, Alfredo Taján, director del Instituto Municipal del Libro, un narrador de anécdotas, casi siempre hilarantes, hombre culto, enamorado de Egipto y de la historia, que lo mismo te habla de Alejandría que del último chascarrillo poético nacional. Algo, por cierto, que pudimos comprobar en la cena -sí, de Soria hemos traído algunos kilos de más-, más íntima, ya sin autoridades y organizadores, donde Blanca Andreu y él mantuvieron al resto entretenidos y expectantes. Antes habíamos paseado de nuevo por el centro de Soria con Ripoll y Teresa; un callejeo al que volvió a incorporarse Fermín, recién llegado de su pueblo. Hace mil años que conozco a José Ramón, desde que asistió como periodista de RNE, junto a su amigo Jesús Fernández Palacios, al segundo congreso de Escritores Extremeños que se celebró en 1982 en Badajoz. Los ratos de charla que hemos echado en Soria me han confirmado en el afecto que le profeso. De paso, me he traído Hoy es niebla, la reunión de sus tres libros fundamentales.
La vuelta a casa fue menos veloz que la ida. Paramos en Calatañazor (una visita recomendada por Carlos Medrano y por Sanz Villanueva) y en San Esteban de Gormaz (por indicación de Medrano también). Aquí había unas jornadas de dulzaina y varios grupos de músicos (con pinta de progres y maduros profesores de instituto) recorrían la Calle Mayor con sus ancestrales y pegadizas melodías. Un vino de Arzuaga para Y. (yo conducía) y una comida a deshora a pie de carretera fueron las dos últimas paradas hasta llegar a Plasencia. Algo más aireados, menos tensos y sumidos en la dura realidad de cada día, tan empachosa y atosigante a veces.

2.9.18

Lecturas veraniegas (I)

Varado en Plasencia, a los paseos, las lecturas y los baños en la piscina he dedicado no pocas horas de julio y agosto. En consecuencia, algo ha disminuido la altura de los montoncitos de libros que esperaban el santo advenimiento encima de la mesa grande de la biblioteca. De algunas de esas lecturas quiero dar cuenta aquí. Por breve y sin pretensiones, que el calor no da para circunloquios.
Neorrurales. Antología de poetas de campo (Berenice) es una breve antología de Pedro M. Domene con poemas de poetas de tres generaciones sucesivas vinculados al campo, casi siempre por nacimiento. Ya sabemos la mala prensa que soporta en España, desde los novísimos para acá, la poesía de la naturaleza. Con todo, poco malo se puede decir de los versos de Alejandro López Andrada, Fermín Herrero, Reinaldo Jiménez, Sergio Fernández Salvador, Josep M. Rodríguez, David Hernández Sevillano, Hasier Larretxea y Gonzalo Hermo. Y menos que no sean modernos; de su época, vamos, por muy vacía o alejada que esté el país en el que se inspiran.  Sobre esto reflexionaba, por cierto, Simic en un texto demoledor titulado "Salchichas fritas" (de 1992, incluido en La vida de las imágenes), donde ponía a caldo a los poetas de la naturaleza: "¿Puede haber poesía contemporánea sin una ciudad?". Antes había dicho: "la naturaleza idealizada siempre me ha parecido una suerte de paraíso para tontos".
Además del conciso prólogo (en el que uno echa de menos, por ejemplo, algunos nombres de poetas patrios relacionados con el campo, como Muñoz Rojas), se incluye una poética por autor. Me ha deslumbrado por su lucidez la de Herrero. Se titula "Poética agraria" y empieza: "La poesía y el campo son para mí sinónimos". 
Me han divertido mucho las Sátiras (Hiperión) del mexicano Arturo Dávila, un libro que agrupa tres: Catulinarias (1998), Poemas para ser leídos en el metro (2003) y La cuerda floja (2015). En las "Notas" que aparecen al final del volumen se aprecia que Dávila se ha apoyado para escribirlas en la literatura, tanto al menos como en la vida. Que nacen, quiero decir, de la experiencia cotidiana de vivir pero también de la no menos natural de leer. Y eso sirve para los clásicos latinos y para los del Siglo de Oro, sin olvidar a los modernos (Nicanor Parra y Ernesto Cardenal al fondo). El amor, la economía, lo social, todo cabe en estos epigramas secos y acerados, escritos con desusado rigor, que leemos con una sonrisa en los labios. Aquí puede encontrar el lector alguna muestra.
Ya que lo citaba, el aforismo hispano goza de una auténtica edad de oro. Libros particulares y antologías dan fe de ese brillante momento donde, como cabe al caso y aprovechando la corriente favorable, junto a lo mejor se deslizan muestras de todo lo contrario. No es el caso de Tempo di silencios (Trea), de Fernando Menéndez, poeta de largo recorrido y autor de un puñado de libros de aforismos, cuatro de ellos publicados en la colección que esta ejemplar editorial asturiana ha dedicado al género. Son sentencias, sigamos, muy apegadas a la poesía y como brevísimos poemas a veces se presentan. En este caso, sutilmente compuestos en torno a una forma musical. Más allá de esa compleja elaboración, este lector se queda con las iluminaciones concretas, con las hondas epifanías que cada aforismo en particular suscita. Y con los certeros epígrafes que abren las partes en que el libro se divide, mucho más que meras palabras de este o aquel escritor o filósofo. 
Creo que no había leído nada de Marcos Díez (Santander, 1976), ningún libro al menos, hasta dar con Desguace (Visor), con el que consiguió el premio 'Ciudad de Burgos'. Desde el título y la fotografía de la cubierta, me recordó la poesía de otro santanderino de pro, Alberto Santamaría, por eso me me extrañó encontrarme dentro con un poema dedicado al autor de Yo, chatarra, etcétera; que ganó, por cierto, el mismo premio hace diez años. Pero que nadie se equivoque: Díez tiene una voz propia y eso se nota al leer los genuinos poemas que se agrupan en este libro. Poemas, cabe añadir, de alguien que observa con la debida intensidad aquello que le rodea. De esa mirada perpleja, a la que suma la meditación, obtiene la materia necesaria para ofrecer al lector logradas composiciones que, pues que nos atañen, nos inquietan. Un acierto. 

Nota: La ilustración es del espléndido dibujante y pintor coruñés Pablo Gallo. Se titula "Lector en el parque". Y en de la Coronación, redescubierto por Yolanda y por mí este verano, he leído fragmentos de algunas de las obras comentadas y aun de otras que no, como Las secuencias libres (Pre-Textos), del muy amoroso y apasionado poeta irlandés Peter Sirr. 

17.9.24

Pero escribe

Jiménez Lozano (Langa, 1930-Alcazarén, 2020) cultivó todos los géneros, salvo el dramático, y ejerció el periodismo. Su obra fue premiada, aunque pocos lo recuerden, con el Cervantes y el Nacional de las Letras.
Como poeta, debutó muy tarde: a los 62 años. Nunca terminó de creerse merecedor de tal título, del que renegaba, aunque sus poemas ocupen un volumen que sobrepasa las mil páginas. Consideró la poesía como un don. Una forma de gratitud y un cumplimiento del deber de la alegría y la dicha de vivir.
Su intempestiva salida a escena evitó su adscripción generacional a la del 50 y en esto, como en todo, siempre vagó por libre. Más desde que se retiró al pueblo castellano donde murió, ni “aislado” ni “rendido”, sino “acantonado como un flemático y resabiado tory anarquista”, sostiene Fermín Herrero, quien califica su lírica de “por completo original”, lo que ratificaría esa irreductible condición. El poeta soriano ha puesto delante de su poesía reunida la certera introducción –un ensayo en toda regla– que necesitaba. Allí, por resumir, destaca su “poética férrea”, desprovista de “toda afectación o efusividad inspirada” y de artificio, austera y transparente en busca del desasimiento, pobre en tanto que frágil, de “honda levedad” oriental, sobria y de la naturalidad (“repudia la metáfora” y evita la métrica estricta). Inclinada al “misterio raigal del hombre”, su mirada es piadosa y compasiva, clemente y tierna (el uso de los diminutivos es sintomático). Poesía de “los adentros”. Provista de un “humus religioso”, tan místico como jansenista. Conformada a partir de la lectura de numerosos escritores de la literatura universal: Safo, Dante, Dickinson... Y filósofos, como Spinoza, Kierkegaard o Lévinas. Y artistas, ya sean pintores (como Brueghel) o directores de cine.
Cada poema, una “especie de apuntes del natural” –por eso menudean en sus diarios–. Del “relámpago”, no del “trueno”. “Un fulgor”.
Porque sólo “una lengua simple puede en realidad nombrar”, reduce el lenguaje a lo esencial: un puñado de palabras verdaderas capaces de designar lo real con verdad y belleza (para él, “una celebración de lo sagrado”), al modo clásico.
Herrero respeta, sin compartirla del todo (desde el tácito convencimiento de que JJL escribió un libro de poesía único, lo que suscribo), la división en dos etapas de su obra poética, establecida por Raúl E. Asencio. La primera agruparía sus tres primeras entregas, del siglo pasado: Tantas devastaciones, Un fulgor tan breve y El tiempo de Eurídice. La segunda, las que aparecieron en este: Pájaros, Elegías menores, Elogios y celebraciones, Anunciaciones, La estación que gusta al cuco, Los retales del tiempo y Esperas y esperanzas, que su autor no llegó a ver impreso. Cada uno, para él, “una antología”, pues derivaban de la selección de poemas escritos en un determinado periodo.
Con la señalada sencillez, caracterizada por la iluminación del impromptu, JJL, valiéndose de la ironía, el humor o el escepticismo, desde su posición de observador contemplativo, bajo el lema “sé modesto y realista; / eres un hombre, sólo esto”, despliega su arsenal de lector impenitente y escribe sus poemas en su “mechinal”, ante el jardín. No dice “palabras / que no sean de celebración y gloria”, ni pretende alargarse él más con ellas que con su canto el gallo y el cuco. Variaciones o series (se repiten los títulos) en torno a la Biblia y lo religioso; la mitología y los clásicos; los animales (concibe fábulas) y las plantas; el paso de los días y las estaciones como suma de instantes; los libros y sus lecciones y sus personajes; la memoria, la historia y su infancia; la muerte y el amor. Una literatura.

José Jiménez Lozano
Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2023. 1.277 páginas. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.