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lunes, 14 de octubre de 2024

MOSTURITO de Daniel Ruiz

Editorial: Tusquets
Fecha publicación: febrero, 2024
Precio: 19,90 €
Género: narrativa
Nº Páginas: 296
Encuadernación: Rústica con solapas
ISBN:  97884111074285
[Disponible en eBook]

Autor

Daniel Ruiz (Sevilla, 1976), escritor y periodista, trabaja en comunicación. Inició su carrera con Chatarra (Premio de Novela Corta de la Universidad Politécnica de Madrid), que inspiró un corto cinematográfico preseleccionado para los Oscar en 2006, y con otras narraciones que le valieron el V Premio de Novela Corta Villa de Oria o el Premio Onuba de Novela. El resto de sus novelas han sido publicadas por Tusquets Editores: Todo está bien (2015), sobre los asesores de los políticos, y La gran ola (2016), XII Premio Tusquets Editores de Novela, «una sátira tan hilarante como amarga sobre el “coaching”» (Francisco Estévez, El Imparcial). Les siguieron el tríptico de historias de barrio formado por Maleza, por las que Daniel Ruiz ya ha sido saludado como «el especial poeta del extrarradio de las ciudades españolas» (Juan Ángel Juristo, Abc Cultural), El calentamiento global (2019) y Amigos para siempre, «Una orgía dolorosamente humana» (Sara Mesa). Con Mosturito vuelve al suburbio y nos presenta a un niño vivaracho que conquistará sin remedio al lector.

Sinopsis

Mosturito crece en un barrio periférico de una ciudad andaluza. Hijo de un padre maltratador que cumple condena, vive con la Tata, su tía, una mujer entrada en carnes y adicta al alcohol, que arrastra su propio historial de desengaños. Hasta ahora, Mosturito ha vivido anclado en ese barrio problemático, esquivando junto a su peculiar pandilla a los matones de la zona, que no dejan pasar ocasión de meterse con el muchacho. Sin embargo, una excursión fuera de los dominios habituales le llevará a conocer a un grupo de chicos que le van a descubrir un mundo nuevo, en el que las familias no pasan apuros para llegar a fin de mes. Eso sí, juntos deberán sortear algunos de los peligros que asolan las ciudades de los años ochenta, como la devastadora epidemia de heroína. También aprenderá a sobrellevar los primeros desengaños amorosos, y a vencer su complejo físico para hacerse con un lugar en su nueva cuadrilla. Un salvaje y peculiar relato de iniciación con punkis, mansiones encantadas y vírgenes que se aparecen en la pared.

[Información tomada directamente del ejemplar]

La pasada primavera tuve el placer de conversar con Daniel Ruiz sobre su última novela, Mosturito, publicada por Tusquets (puedes leer la entrevista aquí). No es la primera novela que leo del autor sevillano. Convencida estoy de que no será la última. Pero, a raíz de aquella conversación, me quedé con las ganas de compartir con vosotros mis impresiones sobre esta historia, que todavía hoy perdura en mi memoria. Con ayuda de los recuerdos de esa lectura y las notas que siempre voy tomando, no quiero desaprovechar la oportunidad de hablaros de una novela construida a base jirones de piel, la que el protagonista se deja en este camino de iniciación.

Mosturito (desviación de la palabra monstruito), o Mostu como lo llaman algunos, es, en realidad, Pedro Godor Fernández (la zeta es posible que se vuelva muda en algún momento), hijo de Antonio Godor y de Candela Fernández. Nadie lo llama Pedro. Los que lo quieren de verdad no utilizan ese mote cruel, sino que lo llaman Perico, como lo hacía su mama, o Periquillo, como lo hace su tía. Él será el narrador de esta historia, su historia, un niño de doce o trece años, fruto de una familia desestructurada, donde la violencia machista acabó con la vida de su madre.


«El papa era un cabrón, era un borracho, pero no en plan tranqui como la Tata, a la mama no la quería, la pegaba y le decía cosas que mejor no pensar, que borro de mi cabeza hasta que sin pensarlo los recuerdos vuelven, o el agobio grande, cuando la Tata] por ejemplo pone el disco de Pimpinela y el barbas y la chavala se pelean». [pág. 85]


La violencia, esa que ejercía el padre sobre la madre, y la que encuentra en el colegio o en la calle, está muy presente en la vida de Mostu. Se añade, además, que las botas ortopédicas que calza suponen un enorme impedimento a la hora de huir de aquellos que lo acosan. Mostu es un niño «contrahecho y carastrujá»como él mismo se define. Su nariz torcida y su labio leporino le han valido el apodo que le han colocado, un mote del que no puede despegarse.

Mostu, tras perder a su madre, vive con su tía paterna, la Tata, que «es gorda y tiene los dientes grises, de tanto fumete o de tanto calimocho, yo no sé». Ella es toda su familia, la que lo defiende a jierro, nunca mejor dicho, porque si hace falta emplear un bate de beisbol de aluminio para atacar a los abusones, lo hará, sin pensar en las consecuencias. El mundo de Mostu es pequeño. La Tata, sus amigos -Carmi y Michi-, y el barrio.

Nunca lo tuvo fácil. Sus orígenes lo han marcado y el entorno lo sentencia. Mostu es una víctima del tiempo y del lugar, esos años 80 en un barrio periférico de la ciudad, donde se junta el borracho que le pega a su mujer y luego parece un ciudadano ejemplar, con la loca que sale desnuda al balcón. Aferrado a lo poco que tiene, Mostu es un superviviente nato, un luchador contra el sistema, contra todo ese entramado de Asuntos Sociales que terminará por colarse en su vida. ¿Por qué tienen qué inmiscuirse? ¿Qué saben ellos lo que le conviene a Mostu? Los perseguidos terminan por huir y traspasar límites, para adentrarse en otros territorios de los que no sabían nada. Lo nuevo atrae y seduce. Otras caras, otros barrios, otras realidades. ¿Acaso encontró el paraíso? Ese lugar en el que él se siente un igual, donde nadie lo cuestiona ni tampoco abusan de él. Amor con amor se paga. Si tú me das la mano, yo te tiendo la mía. Y Mostu -es que es un niño- deja aflorar la inocencia que tenía arrinconada en lo más profundo, se deja guiar por los que cree sus maestros, se aleja de un pasado horrible, buscando un futuro, para hacer cosas de adultos entre adultos. Por fin encuentra ejemplos a seguir. Pero qué terrible es comprobar que los hechizos se evaporan.


«Porquerioso mundo de mentiras. Te dan la mano pero siempre es falso. No te quieren, les importas una mierda, nadie te quiere en realidad». [pág. 129]


Mostu, venga, vuelve a la casilla de salida. Y llegarán otros lugares horribles, y más mierda, y más gente ruin, mezquina y traicionera. Y entre tanta oscuridad, quizá algún rayo de esperanza. Porque eso es lo que nos queda a todos, lo que le queda a Mostu, la esperanza de una vida mejor.  Ya no te diré si lo consigue o no porque ese es tu trabajo, lector, descubrir qué le ocurrirá a Mostu, y a todos los Mostu del mundo.

Personajes

Destaco a este trío:

* Periquillo 

Dejadme que lo llame así, como lo llama la Tata. No quiero llamarlo Pedro, ni Perico, ni mucho menos Mosturito o Mostu. Periquillo es de esos personajes que se quedan contigo para siempre. ¿Se le puede reprochar algo? ¿Afearle alguna conducta? Por supuesto, pero es que tiene que defenderse. Salir a la calle es salir a la jungla, sortear peligros, esquivar las balas. Y en ese sálvese quien pueda es donde nos gana, donde resulta entrañable. Mostu se siente feo, y está tan acomplejado que ni siquiera quiere mirarse en un espejo. Y esa supuesta fealdad se transforma en hermosura, especialmente cuando, llegando al final de la historia, el lector descubra una verdad fea y dolorosa. Esa sí que es fea de verdad. 

 

«En días así es cuando me gustaría morirme. Solo es un rato, pero una cosa dura me se mete en la garganta y solo tengo ganas de llorar, como la Tata cuando se aguanta las lágrimas en el taxi. Me miro al espejo, y me veo la nariz torcida, y el labio metío padentro, y también la frente abombada, mosturito, contrahecho y carastrujá. Y pienso lo de siempre, que igual no tendría que haber nacido, que pa qué vine al mundo, que igual esto tan feo que se ve en el espejo es lo que hizo que al final el papa pegara tanto a la mama hasta matarla». [pág. 27]


* La Tata

«La voz de la Tata en el portero es como un abrigo calentito». [pág. 265]

No hay mejor definición  que esa para describir lo que la Tata significa para Mostu. La Tata, a pesar de no ser la mejor de las opciones, es refugio, es hogar, es calor. La Tata es otra víctima, una mujer vapuleada por la vida que ha rodado de desengaño en desengaño. A ella le gustaría salir del agujero del alcohol en el que está metida, y de verdad que lo intenta, pero es otra perdedora más. Ya está. Esas son las cartas que le han tocado en esta partida. Ama profundamente a su sobrino y trata de hacer lo posible por él. Dicen que al que hace lo que puede no se le puede exigir más. 

* El Zurdo

Será el amigo punk de Mostu, otro anti-sistema que no conoce otro modo de rebelarse, más que formar parte de la tribu de las crestas y dejarse encandilar por las drogas. Lo que diferencia al Zurdo de Mostu son sus orígenes pero no sus ganas de romper con todo. Zurdo es de buena familia, y dentro de ese núcleo agraciado, él se convierte en la oveja negra, es el que saca los pies del plato. Zurdo será alguien admirado por Mostu, un hermano mayo, el mejor amigo, pero el joven tiene también su propia mochila que porta a cuestas.

Temas

De Daniel Ruiz se dice que es el autor de extrarradio, el que se fija en los perdedores, en los que viven al margen, aquellos que no importan a los de estratos superiores. Y en ese extrarradio se cuecen los temas que precisamente deberían de importar más. 

En Mosturito asoma la violencia, esos hombres que golpean a mujeres como si se tratara de un hábito cualquiera. En los años en los que vive Mostu, la violencia de género era algo prácticamente normalizado. No existía el 016, ni tampoco había tanta conciencia social ni tanta asociación de ayuda. La mujer que tenía un marido o una pareja maltratadora aguantaba palos y se los guardaba para sí, aunque todo el vecindario supiera lo que ocurría en el 5ºB. Pero en esta novela, no sólo hay violencia doméstica, también la hay en la calle y en los colegios, con esos niños malahora, los abusones que ejercían su autoridad sobre los más frágiles, machacados y estigmatizados para el resto de sus días. Era una violencia, -y es-, que generaba bienestar, una manera de canalizar lo más oscuro, esa bilis que sube por la garganta, la sangre envenenada, el rencor, el odio y hasta el miedo.

Y el acoso. Y también los abusos sexuales, incluso en el interior de centros religiosos, asunto sobre el que el autor prefiere no ahondar. Mostu no es tonto. Sabe que, si es blanco y en botella, probablemente sea leche. Así que también tendrá que apañarse para esquivar a los agarraniños que suelen venir disfrazados de bonhomía. 

Pero en Mosturito no todo es oscuridad. Ruiz sabe que estos perdedores también tienen sus momentos de felicidad y explora el lado más amable de sus vidas exponiendo ante nuestros ojos el amor familiar, la relación entre la Tata y el niño, lo que siente uno por el otro, el dolor que también experimenta un amor supuestamente traicionado. O el amor romántico que no deja de ser, como todo, una moneda con sus dos caras pues, a veces, no es más que un espejismo. Pero ese amor preadolescente es saeta luminosa que te atraviesa como un rayo cuando, por primera vez, tu corazón comienza a latir de otro modo. Sientes que ese amor te salvará de todo lo malo que hay en tu vida, y te hará vivir emociones que jamás regresarán con la misma intensidad.

Y junto al amor, la amistad y la lealtad. Al amigo de verdad hay que respetarlo y jamás se le levanta a la novia. Al amigo de verdad hay que cuidarlo en momentos de apuro. Al amigo de verdad hay que visitarlo cuando lo llevan a un lugar terrible. En la calle, donde no hay ley, la lealtad es lo único que  queda. 

Amor, abusos, familia, cultura del descampado componen un drama sobre el que Daniel Ruiz también arroja momentos de humor. El autor destensa la cuerda con alguna situación que provocará la sonrisa en el lector.

El universo Mosturito

Mosturito es una fotografía en blanco y negro, una instantánea de la infancia, tomada en un lugar y en un tiempo concreto. En ese contexto espacio-temporal caben todo tipo de referencias que muchos de nosotros, los que jugamos en las calles y en los descampados cuando éramos pequeños, vamos a reconocer. Mosturito es encontrar aquel álbum de cromos que todos coleccionamos alguna vez; es saborear de nuevo aquellas golosinas de la época (escalofríos, orozú negro, el chupachups Kojak); es escuchar nuestro apellido en boca de los profesores que no nos llamaban por nuestro nombre de pila; es volver a ver algún episodio de la serie V, con aquella Diana-come-ratones, o regresar a la telenovela Doña Bella; es beberse un vaso de Tang de naranja; es quedarte embobado viendo los trucos de Uri Geller; o acompañar a tu madre a hacer la compra al Pryca.

Y junto a todo eso tan inocente, Mosturito es regresar a las peleas en la puerta del colegio; es escuchar cómo un vecino pega a su mujer, a través de los tabiques o del ojo patio, sin que nadie diga nada; es volver al boom de la heroína, que tantos despojos y muerte dejó en el camino.

Este es el mundo de Mostu, un mundo en el que yo misma me he encontrado aunque...

Mosturito y yo

...mentiría si dijera que yo fui también Mostu. No es que sea muy agraciada, pero tampoco soy contrahecha (creo). No tuve una infancia tan dura como él. Nunca vi cómo mi padre golpeaba a mi madre, no me tuve que ir a vivir con mi tía, ni tampoco recibí la visita de Asuntos Sociales. Mi infancia en comparación con la de Mostu fue un vergel, un paraíso, aunque mi familia siempre fue humilde, con cuatro hijos que comían, vestían y estudiaban gracias al trabajo de un camionero, que se ausentaba de casa a las 5 de la mañana y no regresaba hasta las 9 de la noche. Sin embargo, sí me crucé con muchos Mosturitos en aquellos años y como él recorrí muchos espacios que se describen en la novela. Y no hablo de lugares afines sino idénticos, los mismos que recorre Mostu.  Ya lo comenté en la entrevista a Daniel Ruiz, que leer Mosturito fue como volver a mi barrio de toda la vida. Y es que Mostu y yo sabemos lo que se cuece en Las Vegas, ese barrio de las Tres Mil Viviendas que sale tanto en la tele (ayer mismo, para no irnos muy lejos). También conocemos la mala fama que tenían las líneas de autobuses 30 y 31, donde podías ver a los yonkis pincharse en las últimas filas del bus, mientras tú ibas con tu mochila del colegio a tus espaldas. Ambos nos hemos movido por los bloques de los Zeus o Las Gardenias. A los dos nos ha llamado la atención las casas del Patronato, sobre las que corrían tantos rumores. Y sabemos perfectamente donde está el colegio Aníbal González. 

Y aunque no todos los espacios son exactos y precisos, en cuanto a ubicación o distancia, a mí me ha encantado leer esta novela porque Daniel ha despertado unos recuerdos que me han hecho sentir feliz, rescatando de mi memoria lugares tan olvidados como las hamburgueserías Dulio.

Estructura y estilo

Escrito en primera persona, con una voz muy personal y peculiar, Mosturito se estructura en cinco partes, con capítulos muy breves. A veces, un párrafo o dos son suficientes, lo que permite rapidez en la lectura, dinamismo, acción.

Pero, además de la historia en sí, resulta llamativo el estilo de esta novela. Daniel Ruiz no se limita a contar por boca del personaje. No es el autor el que nos habla a través de Mostu, sino que es el mismo personaje el que lo hace. Y es que Ruiz permite que su protagonista se exprese libremente. Mosturito es una novela eminentemente oral, donde encontramos contracciones imposibles, jerga, coloquialismos que nos colocan a pie de calle. En esta novela, no hay lecciones de gramática. No hay corrección ortográfica ni sintáctica, en favor de un lenguaje libre y sin ataduras. 


«Nos hemos gastado todo el moni, y estos san fundido todos los porros que tenían y el Fidel dice que mañana curra, que tiene que ayudar al padre en la tienda». [pág. 117]


¿Te he convencido, lector? Mi entusiasmo por esta novela no se debe a que la acción transcurra en mi ciudad. Ni siquiera la he nombrado en esta reseña porque, en realidad, todo lo que ocurre en esta novela podría ocurrir en cualquier ciudad española. Mi entusiasmo por esta historia se debe a sus personajes, -niños, jóvenes, mujeres-, que han tenido peor suerte y les ha tocado bailar con la más fea. Mosturito me ha gustado tanto porque está pegada al asfalto, a la realidad de un momento, a un contexto que resulta tan reconocible. Mosturito me ha enternecido y me ha divertido. Es una novela que te cala hondo, te deja huella, te agarra y no te suelta, apelando a las emociones más diversas, -tristeza, esperanza, dolor, amor-, las que genera un protagonista que tiene que madurar deprisa y que lanza reflexiones como esta:


«Ques estar muerto y ques estar vivo. Muchas veces se vive pero en verdad es como si estuviéramos fiambres, no se nota, salvo que te pellizques o te caigas o tagas daño, que el corazón te late. Otras veces hay muertos que viven más que los vivos. Por ejemplo, la mama se murió pero pa la Tata y pa mí sigue muy viva, sin embargo el papa vive y por lo que a mí respecta está bien muerto». [pág. 278]



martes, 19 de marzo de 2024

DANIEL RUIZ: ❝Fuimos una generación que sabía lo que era un descampado❞

El pasado 6 de marzo pude conversar con Daniel Ruiz. Los días previos a aquel encuentro los pasé leyendo su última novela, Mosturito (Tusquets), y casi diría que es la novela que más me ha gustado de todas las que el escritor sevillano ha escrito. Con Mosturito tuve una conexión especial desde el primer momento. ¿Sabéis de esa magia que se produce entre libro y lector, a veces? Fue eso es lo que me ocurrió con esta novela, magia. Y es que, más que leer, a mí me parecía que estaba dentro de la historia, como si la estuviera viviendo en tres dimensiones. Pero de todas esas sensaciones os hablaré con detalle en la pertinente reseña. De momento, os dejo con la entrevista al autor.

Marisa G.- Daniel, un placer volver a hablar contigo después de unos cuantos años. Hace muchos años que no hablamos.

Daniel R.- Es verdad.

M.G.- Te tengo que decir que me he leído tu libro en dos tardes y que lo he disfrutado mucho, porque este libro ha supuesto para mí como volver a mi infancia. Yo he vivido por donde vive el personaje de esta novela. 

D.R.- ¿Sí?

M.G.- Sí. Desde los 8 a los 31 años, viví en la Avenida de la Paz. Así que me conozco perfectamente todos los escenarios de la novela y ha sido como volver otra vez a mi barrio de toda la vida. Ha sido una lectura muy emotiva.

D.R.- Ah, bueno. Qué bien.

M.G.- Por empezar a preguntarte algo. Daniel, a ti se te conoce como el poeta de extrarradio, según aquella definición que acuñó un periodista de ABC. Y es verdad porque, si miramos los libros que has escrito hasta ahora, tocas con cierta recurrencia el extrarradio, los barrios humildes, los barrios obreros, su vecindario,... Es como si esa zona fuera un caldo de cultivo para ti.

Daniel R.- Sí, claro. Al final, es como una rendición de cuentas con mi memoria, y con mi condición ciudadana. Yo soy una persona que se ha criado en un barrio periférico. Viví mi infancia en un barrio muy popular. Y todo eso está de manifiesto en algunas de mis novelas. Quizá en esta es donde está más explícitamente de manifiesto porque cuenta la historia de un niño que crece en los años 80, como me pasó a mí, y se vale un poco del paisaje que he compartido con él. Yo viví en la zona de la calle Urbión, muy cerca de la Avenida de la Paz, con el pasaje Nobel. Esa parte está hoy muchísimo más integrada urbanamente, pero hace cuarenta años no era así.

Es importarte señalar que esta no es una historia autobiográfica pero sí tiene bastantes mimbres autobiográficos, como en determinadas cuestiones que tienen que ver con la vivencia de ese niño y con las condiciones de ese niño. Es un niño acomplejado por ser feo, con varias taras, como el labio leporino o los pies planos, cosas que yo también tuve de pequeño. Yo rehúyo de la literatura testimonial. No me interesa demasiado porque me parece un poco tramposa, pero sí hay que decir que esta es de mis novelas, la que tiene más visos testimoniales porque retrata a un niño que, en buena medida, toma prestado de mi propia biología, de mi propia vivencia personal, muchas de las cuestiones que aparecen.

M.G.- Esta novela está protagonizada por Pedro, al que llaman mosturito, una derivación de la palabra monstruito, y lo llaman así por lo que comentas, por sus taras, porque utiliza botas ortopédicas. Ver a este Pedro es como ver a ese amigo que todos hemos tenido en la infancia. Todos hemos tenido a un Pedro en nuestra vida.

D.R.- Sí, efectivamente. Es un personaje que siempre nos ha acompañado en la vida. Digamos que es una persona distinta, diferente. En este caso, Pedro es distinto porque se sabe feo y recibe el rechazo de su entorno. Al principio, actúa con miedo pero después lo hará con rabia. Digamos que sufre una transformación. Al final, esta novela no deja de ser de esas que siguen un poco el arquetipo de las novelas de iniciación, donde hay un recorrido, donde hay una enseñanza y una vivencia que transforma al personaje, de manera que el monstruito, el Pedro que se ve al principio, es muy distinto de mosturito que termina siendo al finalizar ese proceso de transformación. 

La novela lo que cuenta es la historia de un niño feo que se desenvuelve en un entorno muy antipático y doloroso, y que consigue superar el miedo a través de su rabia, de su auto-conocimiento personal, y de intentar echarle valor a la vida.

M.G.- Este niño tiene unos diez u once años y cursa sexto de EGB. Viene de una familia rota. Vive con su tía, a la que llama Tata. Tía y sobrino son dos supervivientes. Hacen lo que pueden en el entorno en el que les ha tocado vivir.

D.R.- Es una historia de amor y de qué manera el amor puede con todo. En la novela, el amor se enfrenta a unas condiciones absolutamente adversas, sometidas a mil pruebas de resistencia. En este caso, el amor es muy parecido al materno-filial, el amor de una tía a su sobrino que se encuentra en una situación de orfandad. Ese amor puede romper cualquier tipo de barrera y cualquier tipo de impedimento, como pueden ser los que se ven en la novela: la violencia sistémica de las propias instituciones; la violencia de un entorno aciago; las circunstancias de abuso y maltrato; o los infortunios que los personajes tendrán que ir superando, ayudándose mutuamente, algo que también es importante. Es un amor correspondido que, al final, puede con todo, y que derriba barreras, tanto por parte del niño como por parte de la tía.

M.G.- Leyendo la novela resulta muy difícil no sentir cariño por Pedro. Es una novela en la que el lector se siente subido a una rueda emocional. A veces, siente rabia. A veces, ternura. Pensando en Pedro, en lo que le puede deparar el futuro y con las circunstancias que le toca vivir, uno piensa que tiene pocas salidas honrosas. Es una persona que está como abocada al fracaso.

D.R.- Sí. Indudablemente, hay un determinismo social. Uno no tiene que ser muy imaginativo para pensar que, en las circunstancias en las que él vive, su final no va a ser muy bueno. Sin embargo, él tiene un espíritu de lucha, de inconformismo, que le hace, al menos, intentar ser feliz en esas circunstancias aciagas. Al final, todo es una lucha contra los elementos, en las que no hay ni siquiera renuncia al uso de la violencia. Es decir, él es un personaje, como tú bien dices, entrañable, pero, en algunos momentos, es un personaje violento, duro, áspero. Pero a él no le importa porque siente la necesidad de sobrevivir por encima de todas las circunstancias. Esta novela es un canto a la vida.

La cita del principio, que pertenece a la novela La vida ante sí de Romain Gary, viene a decir que ama la felicidad pero, sobre todo, lo que busca es amar la vida, la supervivencia. Esta novela es un retrato de un superviviente que se enfrenta a todo lo adverso y que lo único que hace es luchar, apretando los dientes por salir adelante.


[Si prefieres oír nuestra conversación, dale al play]


M.G.- La acción se sitúa en una zona muy concreta de Sevilla, por el barrio del Plantinar. Como te digo, conozco muy bien la zona porque viví por allí. Según me dices, tú también. Con lo cual, esta novela es como una vuelta a tu barrio, un regreso al lugar del que procedes.

D.R.- Sí, sin duda. La novela, efectivamente, es un reencuentro con el barrio y un intento de reencuentro con mi voz de cuando yo era ciudadano de ese barrio. Yo viví en ese entorno hasta los once años, que me mudé. Lo que intento es recuperar ese espíritu y esas vivencias que tuve. Y también recuperar las sensaciones como niño que sufrió muchos complejos, por mis circunstancias personales de fealdad. El sentimiento de oscuridad que tiene el personaje, de querer morirse continuamente, de tener una relación muy difícil con los espejos, apela un poco a mi yo de aquellos años. Aunque es verdad que luego la novela fluye a otros planteamientos, me interesaba mucho intentar recuperar esa voz del niño que fui, para construir esta novela desde el recuerdo. 

M.G.- Pero tienes una memoria prodigiosa porque los escenarios que vemos en la novela han cambiado mucho. Es decir, hablas de lugares que ya no están. Se hace referencia a los descampados que ya no existen. Recuerdo que mis bloques estaban incluso rodeados de una escombrera, donde yo jugaba. Has tenido que tirar mucho de memoria porque esa zona ha cambiado mucho.

D.R.- Realmente, la novela no está construida sobre un mapa sino que está construida sobre impresiones, es decir, sobre recuerdos que uno tiene como ráfagas. Hay elementos que sí eran claramente de mi barrio, como el puesto de la Encarnita, los pisos de los Zeus, Las Gardenias, el Aníbal González. Todo eso está. El descampado es universal porque nosotros fuimos una generación que sabía lo que era un descampado. Yo tengo hijos adolescentes y post-adolescentes que no saben lo que es un descampado. No han tenido esa relación con el fenómeno del descampado, que tristemente se ha perdido. Ya no existen. Sin embargo, nuestra generación habitó esos espacios, que forman parte de nuestro paisaje sentimental. El descampado es un paisaje muy de la época del desarrollismo y de la época del boom, de la explosión inmobiliaria, de las viviendas protegidas, de todas esas zonas por urbanizar, por conquistar, que nosotros vivimos cuando éramos pequeños.

M.G.- Y fuimos felices, por cierto. Como te digo, me he sentido muy cercana a los escenarios de esta novela, a esa Hamburguesería Dulio, a las casas del Patronato, a los Zeus, a Las Gardenias,... Lo estás comentando, que has jugado con los escenarios porque hablas de lugares, como el Pryca o el Colegio Portaceli, que realmente están algo alejados del barrio. Digamos que amoldas los escenarios a la novela.

D.R.- Claro. A ver, tú, porque has vivido ese paisaje, pero he pretendido que el contexto espacial del barrio y el contexto temporal de esos años 80, con esas referencias culturales y televisivas, no acaben asfixiando la trama, sino que la novela se pueda leer como una trama universal. Mi hija, por ejemplo, acaba de leer la novela y ella no ha tenido la sensación de que el espacio y el tiempo le hayan impedido acceder a determinados aspectos de la trama que se consideran decisivos. Hay un contexto espacio-temporal, pero es un contexto, digamos, para servir de ilustración. No son importantes para la trama porque esta podría funcionar perfectamente como si la hubiéramos construido hoy. 

M.G.- Y qué bonitas las relaciones que se tejen entre Pedro y los niños del barrio. Entre esos amigos hay diferencias sociales. Unos van al colegio Aníbal González, y otros al colegio Portaceli, pero los niños son, al fin y al cabo, niños. Las amigas de Pedro que van al Portaceli también tiene ese toque macarra y canalla, ¿no? 

D.R.- La infancia es la patria común que aúna a todo el mundo. Lo que ocurre es que, mirado con los ojos de hoy, era una infancia más brutal. No diría más difícil, pero sí una infancia en la que, por ejemplo, el recurso de la violencia estaba muchísimo más a mano. Recuerdo a profesores que no tenían ningún reparo en utilizar la violencia como una más de sus habilidades formativas. Gracias a Dios, eso se ha perdido. Pero era una infancia donde la convivencia con la calle era muchísimo más directa y más áspera. Yo recuerdo salir a la calle a las cuatro de la tarde y no volver hasta que se ponía el sol. Te construías una personalidad muchísimo más de niño de la calle que la que tienen hoy. Con eso no quiero decir que sea ni mejor ni peor, ni que fuera más difícil o más fácil. Sencillamente era distinto. Pero, desde luego, sí que había mucha más interacción social y el recurso de la violencia era mucho más claro. Y luego, el paisaje del descampado era también el paisaje de las postillas en las rodillas, de los moratones, del dolor, del sufrimiento, algo que ahora los niños tienen mucho más preservado.

M.G.- Es verdad. Bueno, tocas muchos temas. Pedro naufraga siempre aferrado a las cosas que le importan, a la familia, a su tata, a los amigos, al amor. Esos son los pilares de cualquier niño, pero también te metes en otros terrenos más pantanosos, como la violencia doméstica, lo que ahora llamamos bullying, las drogas... Son cuestiones mucho más duras a las que Pedro también se tiene que enfrentar.

D.R.- Sí, son cuestiones que yo, como niño que fui, viví en mi entorno, donde había maltratos, abusos,... Recuerdo que, en aquella época, había una relación muy traumática con las drogas. No entendíamos demasiado qué eran esos individuos que se ponían al final del autobús 30 o 31, y fumaban algo sobre papel de plata, que tenía un olor extraño. Eran personas ojerosas, que siempre iban corriendo a todos lados, que perfectamente podían sacarte una navaja y robarte. Por ejemplo, a mi madre le sacaron una navaja dos veces para robarle el bolso. Uno no entendía muy bien cómo eran capaces de pincharse porque nosotros teníamos pavor a las agujas. Era algo terrorífico, ¿no? Y era esa incomprensión, de no entender muy bien ese contexto pero, a la vez, convivir con él. Y todos esos elementos que estaban en mi paisaje como niño de los 80 es lo que he intentado reproducir en la novela y la manera en la que los niños de aquella época tuvieron que desenvolverse con todas esas precauciones que nos ponían los mayores, -no hables con desconocidos, ten cuidado con lo que te ofrecen,...-, porque vivíamos de manera mucho más cercana a situaciones que hoy están condenadas, como un posible abuso, la posibilidad de un maltrato, u otras cuestiones que antes se veían muy de puertas para adentro y con las que hoy se conviven de manera mucho más sancionada. 

M.G.- En los pasajes en los que se mencionan los autobuses 30 y 31 me tuve que reír. El que no haya cogido nunca esos autobuses, no entiende lo terrorífico que eran. 

D.R.- Eran autobuses chungos. Pero bueno, era así en todos los entornos. Por ejemplo, el hecho de fumar y comer en los Dulios, como hace la tata, hoy sería impensable. Pero nosotros vivimos en esa época, en la que los profesores fumaban en las clases. Son contextos que han formado parte de nuestra vida, como por ejemplo, la relación con la sexualidad que descubríamos con algo tan antiguo como las revistas pornográficas.

M.G.- Y que se encontraban en los descampados.

D.R.- Efectivamente. Hay un libro muy interesante que se llama Descampados, publicado precisamente por Tusquets. Creo que el autor se llama Manuel Calderón y es una especie de ensayo de remembranza de los descampados. Desde la vivencia personal del autor, que es un poquito mayor que nosotros, viene un poco a reivindicar la importancia de los descampados como paisaje sentimental, y a poner en relieve de qué manera los descampados han caído en desuso. Ya no existen para las nuevas generaciones. Él cuenta en ese libro la riqueza que tiene el descampado, donde uno encontraba de todo, desde cosas para vivir, chasis de coches, juguetes,... Eran casi jugueterías involuntarias. Y todo eso se ha perdido. Por toda esa pretensión de profilaxis que hoy tenemos, incluso como padres, la idea de que los niños jueguen en un descampado es algo que está absolutamente descartado. Nos parece una aberración que hoy sólo conduce al tétanos y a infecciones varias.

M.G.- Sí que encontrábamos de todo. Y de cualquier cosa hacíamos un juguete. Detrás de mi bloque había un terraplén, y si en el descampado encontraba una tapa de váter, la usaba para deslizarme por la pendiente. Pero Daniel, uno de los temas que tocas es el de los abusos sexuales en el mundo eclesiástico. Pero no profundizas, lo dejas caer como de pasada. No quieres entrar.

D.R.- No, porque realmente lo que intento es concentrar la mirada en el niño, en lo que él percibe y puede ver. El niño puede estar equivocado en las interpretaciones que hace. Supuestamente, el amigo gordito tiene una relación de abuso con el padre que regenta el centro de menores en el que está, pero me interesaba no ser muy explícito para que el lector luego saque sus propias conclusiones. El niño tiene la convicción de que sí, de que el gordito sufre abusos, pero no lo podemos saber realmente. Me interesaba mucho más lo que el lector pueda construir que lo que el niño pueda decir, porque no es un narrador fiable. Te podrás creer lo que dice o no. Él está construyendo en primera persona y muchas de las cosas que dice pueden ser barbaridades o no.

M.G.- Hablemos del lenguaje que se emplea en la novela. Optas por calcar la forma de hablar, por volcar el lenguaje hablado al escrito, omitiendo palabras, con contracciones, haciendo un uso incorrecto de los pronombres,... Todo esto habrá añadido un plus de dificultad a la hora de escribir la novela, ¿no?


«Enga mosturito levanta

sino que el Ponce magarre delante del Villegas y me tire del jersey parriba y me diga ira, ira el mosturito». [pág. 17]


D.R.- Sí, efectivamente. Eso encierra también una reflexión sobre el hecho de escribir bien. ¿Qué significa escribir bien? Muchas veces se confunde escribir bien con escribir bonito. Y escribir bonito no es escribir bien, para mí. Al menos en la literatura que yo entiendo. Creo que se han escrito libros muy bonitos que al final están fatalmente escritos porque son libros que no aportan nada, que no dicen nada. En cambio hay muchos libros que están muy mal escritos pero que cuentan historias prodigiosas.

Me interesan mucho las novelas que aparentemente se les puede reprochar que están mal escritas, pero que son novelas muchísimo más redondas que muchas que están escritas prodigiosamente. Para mí escribir bien no es escribir con un alto nivel de filigranas ni impecables desde el punto de vista sintáctico y ortográfico. Para mí escribir bien es escribir de manera eficaz, de manera que fondo y forma contribuyan a una consolidación de una historia que esté bien contada o que se traslade bien. En este sentido, mi apuesta en esta novela era por, premeditadamente, escribir mal. Escribir desde la mirada de un niño que podría escribir con doce años, sin ningún tipo de atención a criterios de corrección estilística y ortográfica, y que se moviera únicamente por la expresividad. Eso, al final, es un reto muchísimo mayor que el de escribir bien una novela, porque te obliga a un trabajo de corrección tremendo. Creo que esta ha sido la novela que más esfuerzo de corrección me ha obligado para que ese carácter incorrecto que tiene resultara natural y no forzado. Al escribir con un estilo así corres el riesgo de que se perciba como una impostura, que quede como demasiado prefabricado. Que fuera como esas falsas abacerías que se venden como negocios con solera pero que acaban resultando como de cartón piedra. Yo no quería eso. Quería fuera algo natural y para eso hay que hacer un trabajo de pulido muy grande, para que el estilo resultara muy directo, muy improvisado, muy expresivo, que no atiende  a la corrección, sino a zarandear un poco al lector.

M.G.- ¿Y te has llegado a plantear qué efecto puede causar este estilo en lectores que sean de otro lugar, fuera de aquí y ajeno a nuestra forma de hablar?

D.R.- Hay lenguajes que resultan universales. Creo que la expresividad, al final, es un tipo de lenguaje que, más allá de los problemas de comprensión, entiende cualquier lector. Estoy pensando, por ejemplo, en Aurora Venturini, que es una escritora de Tusquets, y que escribe novelas muy expresivas, donde la corrección ortográfica y sintáctica es dejada un poco de lado, en beneficio de la expresividad a la hora de contar. Pienso que hay toda una tradición al respecto. A nivel de Andalucía, estoy pensando las novelas de autores como Fernando Quiñones o Ángel Vázquez con La vida perra de Juanita Narboni. Son novelas que están en unas coordenadas muy andaluzas, que funcionan muy bien más allá de quien las lea. Pero esto no es exclusivo de Andalucía. Por ejemplo, en el ámbito latinoamericano, estoy pensando en La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz, un autor de Miami que es absolutamente tropical en la forma de contar. Tiene unas coordenadas muy tropicales y, sin embargo, uno entiende perfectamente la novela. O El lugar sin límite de José Donoso, novelas que, más allá del uso del lenguaje en determinados contextos, tienen un nivel de pureza muy grande.

Lo que yo buscaba era construir un texto muy orgánico, donde la expresividad impactara mucho al lector, más allá de la comprensión al 100% del texto. Creo que el tema de la oralidad tiene mucho futuro en la literatura, sobre todo, en el contexto en el que estamos actualmente, un contexto donde cada vez tiene más importancia la inteligencia artificial, un tema que se está imponiendo cada vez más. Ya ha habido algunos escándalos de novelas que se han construido con inteligencia artificial. Incluso algunas de esas novelas han ganado concursos. Mi novela es anti-inteligencia artificial porque es una novela construida desde un planteamiento humano, que muy difícilmente podrá replicar una inteligencia artificial que trabaja sobre patrones. Todo lo que podamos construir desde la creatividad pura y desde la expresividad se va a salir del molde de la inteligencia artificial.

M.G.- Ya como última pregunta, tu novela es muy sensorial. Los sentidos está muy presentes, especialmente los olores, pero también los sonidos. Es una novela que evoca mucho a los sentidos del lector.

D.R.- La aspiración que tiene uno como novelista, por lo menos en mi caso, y al menos en esta novela, es construir una novela casi como quien está haciendo una obra artística. Pero una obra artística con una pretensión casi manual. Te diría que me ha faltado poner churretes en el propio texto porque buscaba una relación orgánica con el lector. Y esa relación orgánica con el lector implica intentar tirar más allá del sentido de la vista y del sentido del cerebro, también con los olores, con la plasticidad. Incluso me pensé en un momento determinado en introducir dibujos, porque a mí me fascinan algunas obras de arte muy manuales. Yo tengo mucha envidia, por ejemplo, de los escultores o de los pintores, y de esos estudios donde todo está manchado de pintura. Aspiro a construir textos donde no se respire solo lo literario sino que el lector tenga la sensación de que, en lugar de leer un texto, está contemplando algún tipo de obra de arte, que tiene más texturas, aparte de la historia que se cuenta. El escritor debe aspirar a ser un artesano de la palabra.

M.G.- Daniel, pues no tengo más preguntas que hacerte. He disfrutado mucho de esta novela. Te ha quedado una novela que, como dice Pedro, el protagonista, es muy tutifruti. Te agradezco mucho que me hayas atendido y mucha suerte.

D.R.- Muchas gracias a ti, Marisa.


Sinopsis: Mosturito crece en un barrio periférico de una ciudad andaluza. Hijo de un padre maltratador que cumple condena, vive con la Tata, su tía, una mujer entrada en carnes y adicta al alcohol, que arrastra su propio historial de desengaños. Hasta ahora, Mosturito ha vivido anclado en ese barrio problemático, esquivando junto a su peculiar pandilla a los matones de la zona, que no dejan pasar ocasión de meterse con el muchacho. Sin embargo, una excursión fuera de los dominios habituales le llevará a conocer a un grupo de chicos que le van a descubrir un mundo nuevo, en el que las familias no pasan apuros para llegar a fin de mes. Eso sí, juntos deberán sortear algunos de los peligros que asolan las ciudades de los años ochenta, como la devastadora epidemia de heroína. También aprenderá a sobrellevar los primeros desengaños amorosos, y a vencer su complejo físico para hacerse con un lugar en su nueva cuadrilla. Un salvaje y peculiar relato de iniciación con punkis, mansiones encantadas y vírgenes que se aparecen en la pared.

jueves, 23 de noviembre de 2023

SILVIA HIDALGO: ❝Esta novela es una radiografía emocional y psicológica del actual momento social❞

El pasado mes de septiembre se anunció el Premio Tusquets Editores de Novela, que este año ha recaído en una paisana, en Silvia Hidalgo, por su novela Nada que decir. No conocía a esta autora, que llegaba a este premio con otra novela publicada Yo, mentira (Tránsito). Del Premio Tusquets he leído tres novelas: Nada que no sepas de María Tena (reseña y entrevista), Dicen los síntomas de Bárbara Blasco (reseña y entrevista) y Leña menuda de Marta Barrio (entrevista). Todas me han gustado. Todas ellas son novelas que tratan temas universales, que nos atañen. Lo que nos propone Silvia Hidalgo en Nada que decir, camina por la misma senda. Echa un vistazo a la sinopsis que figura al final de este post antes de de leer la entrevista, que te dejo a continuación. 

Marisa G.- Silvia, encantada de conocerte y felicidades.

Silvia H.- Muchas gracias.

M.G.- Que te hayan dado este premio no es poca cosa. Y seguramente estás viviendo un sueño. ¿Qué emociones te han circulado por el cuerpo al saberte ganadora de este premio, del que dicen que es muy limpio?

S.H.- Sí, sabía de la limpieza de este premio. Sevilla es muy pequeña y, en alguna ocasión, he coincidido con una escritora de mucho renombre que ha sido jurado de este premio y me comentaba que los miembros del jurado andaban debatiendo porque había distintas opiniones.

Y un sueño, no, porque vengo desde tan lejos que nunca hubiera pensado ganar un premio literario y menos, un premio prestigioso como es el Tusquets. Nunca lo hubiera pensado pero estoy llena de satisfacción y muy orgullosa.

M.G.- Imagino que este tipo de premios abre muchas puertas.

S.H.- Eso espero, eso espero. 

M.G.- Cuando a un autor le otorgan un premio de estas características, se forma un totum revolutum a su alrededor, empiezan a ponerte etiquetas y, en tu caso, se está hablando de que eres la Marguerite Duras sevillana. ¿Cómo lo ves?

S.H.- Bueno, como dices, son etiquetas. Yo creo que se usan porque, al ser una escritora desconocida, sirven para orientar al lector sobre en qué universo estás.

Marguerite Duras escribía siempre desde su mirada. No es que hiciese una auto-ficción pura sino que, desde su mirada, hacía fotografías de su entorno. También era muy aficionada al cine. De hecho, fue guionista y escribió películas. Ella es la reina de ese universo y yo soy una recién llegada. Pero me pongo a sus pies.

M.G.- He estado leyendo todas las opiniones del jurado sobre tu novela pero a mí, lo que realmente me interesa, es qué piensas tú de tu creación. ¿Con qué historia se va encontrar el lector en este Nada que decir?

S.H.- Esta novela es una radiografía emocional y psicológica del momento social actual, de cómo nos estamos relacionando, o cuáles son las crisis actuales de la sociedad, y cómo atraviesa todo esto a una mujer concreta. Es lo que puedo aportar desde mi mirada, como mujer que soy, como profesional con estudios técnicos, como hija de un obrero que se ha criado en un barrio periférico de Sevilla,...

M.G.- Leyendo tu novela, en algún momento pensé que esta historia nacía de un punto de inflexión. A veces, los lectores somos demasiado curiosos y siempre intentamos encontrar rastros del autor en su obra. En algún pasaje he sentido que, por cómo estaba narrado, tú estabas ahí y no solo como autora.

S.H.- Mira, eso me halaga. Como lectora, lo que me interesa es que la historia me atraviese. Cuando leo un libro o veo una película, está muy bien que sea divertimento y que me entretenga, pero me gusta mucho más si me atraviesa. Eso mismo es lo que intento conseguir como creadora. Así que, si has tenido esa sensación, me halaga mucho porque entonces, he podido transmitir una emoción que nace de una emoción real mía. Pero las anécdotas en sí no son mías totalmente. Siempre son mezclas, anécdotas tuyas, de tus amigas, de tu vecina, de tu madre,... Todo es mezcla porque es de lo que nos nutrimos. 

M.G.- Hay pasajes que atraviesan, sí. Para mí, esta novela, más que para leerla es para masticarla. Hay fragmentos que funcionan como el golpe de un boxeador. De hecho, en la primera página encuentro una frase que me dejó muy tocada: «Ellos iban a ser diferentes, iban a ser felices, en cambio ahí están y se pone a llover a mares como venganza». Por un lado, me pareció muy poético. Y por otro, lo sentí como algo mío. Como cuando tú crees que vas a tener una vida idílica y, de repente, ¡zas!, la vida te da una bofetada.

S.H.- Es normal. Hay que vivir con ilusión porque, si no, ¿para qué? Pero después hay que ver también cuando las cosas no están funcionando o no son como nos imaginábamos. Entonces nos agarramos a esa imagen que hemos idealizado. Que idealicemos es lo natural y lo humano. Te levantas, ves un día estupendo, y cuando menos lo esperas, se pone a llover. Pues con las relaciones pasa lo mismo.


[Si prefieres escuchar nuestra conversación, dale al play]


M.G.- Silvia, siento que esta protagonista está muy hueca, muy vacía por dentro. En algún momento, me ha producido mucha tristeza porque la veo como mendigando cariño, mendigando amor. He navegado en esos sentimientos de compasión, de tristeza,...

S.H.- Es así, totalmente. Ella empieza en un estado de desarraigo absoluto, de desamor,... Empieza en el fango, mendigando, como perfectamente dices. Ella mendiga amor pero, además, de personas desconocidas. Se agarra a cualquier tipo de afecto por agarrarse a su humanidad, porque la ha perdido. Cuando sufrimos desamor nos deshumanizamos y ella habla de sí misma como una bestia. Se bestializa y empieza a actuar por deseo puro como si solo tuviera cuerpo. De ahí la sensación que has tenido, que está hueca y que lo que quiere es completarse de alguna manera. Así es la primera parte de la novela. Pero luego, en la segunda, tras tocar fondo, empieza de nuevo la humanización, quitándose muros y abrazando de nuevo la vulnerabilidad.

M.G.- No leí tu novela anterior, Yo, mentira pero por lo que he indagado parece que existen ciertos hilos de unión entre aquella y esta, ¿no?

S.H.- Totalmente. De hecho, cuando me nació esta historia, era algo que me preocupó al principio porque había como similitudes. Pero luego, me ocurrió todo lo contrario. La abracé como algo positivo. Este es mi universo y tengo que ser honesta y consecuente con mi universo. Ahora lo veo hasta bonito. Parece que las mujeres de las dos novelas hablan entre ellas. Es como si fueran vecinas. Casi que se podrían encontrar en el centro médico. Estar sentada la una al lado de la otra, hablarse, y encontrarían como cierta similitud pero, también, formas de ser muy distintas y formas de vivir su historia de manera muy distinta. Aquella novela era una historia de auto-descubrimiento. Y esta es una historia de desarraigo, de desamor, y de una relación muy tóxica.

M.G.- Fíjate que el único nombre que aparece en la novela es el de Eva, incluso como nombre de un cachorro con el que la protagonista se queda. Me llama la atención que no aparezcan más nombres y que el que aparezca sea precisamente ese. Me dije: Aquí hay algo.

S.H.- Sí. Me cuesta poner nombres porque se identifica con esos nombres. Si fuera necesario, si la próxima novela fuera coral y tuviera veinte personajes, necesitaría poner nombres pero en esta, al ser tan poquitos personajes, creo que se pueden identificar perfectamente.

Lo de Eva sí me interesaba. Todos los personajes femeninos de esta historia son Eva. Todas las mujeres son Eva. Quería marcar esa herencia y esta deuda universal que tenemos. Porque ahora nos vaya un poco mejor, no se puede decir que ya esté saldada. Las mujeres arrastramos una herida desde la primera Eva. Me interesaba que todas tuvieran el mismo nombre y que fuera el nombre de la primera mujer. Es un símbolo. M.G.- Y otro dato es que, en una novela como esta, en la que buceamos mucho en el interior de la protagonista, la historia esté narrada en tercera persona, en vez de en primera.

S.H.- En principio, siempre me nace escribir en primera persona. Y así empecé la novela pero sentí que algo fallaba. Lo que fallaba era esa compasión que tú misma has sentido, una compasión que yo no quería tener. Tenía que dar un paso atrás para ser más implacable todavía. Necesitaba que la narradora fuera implacable con la protagonista, que casi no tuviera piedad, que lo tratara todo de forma muy cruda y, desde ella misma, me costaba más trabajo hacerlo. Cambié a tercera persona y, nada más me separé un paso, ya pude volcar toda esa rabia, el enfado, la ira, ese tono un poco de esquiciado. Por eso opté por la tercera persona, aunque es una voz que está muy apegada a ella.

M.G.- Me interesan mucho las figuras paterna y materna de la protagonista. Antes comentabas que escribes para que cale al lector y yo, cada vez que leía sobre el padre, me desgarraba. El padre de la protagonista está muerto y es un personaje fantasma que está siempre con ella.

En cuanto a la madre, me resultaba llamativo esa madre que, si espera que un hijo regrese al hogar familiar, que sea el varón y no la hembra. 

S.H.- Esto es algo que no trataba en la anterior novela, donde el personaje era mucho más solitario. Aquí me interesaba tratar la relación con los padres porque, si hablo del desarraigo, ¿de dónde viene ese desarraigo o esta educación afectiva? Ella tampoco tiene autoestima afectiva. Parece que no sabe relacionarse, ni siquiera con su hija. Y me interesó indagar en esos padres y en la relación con ellos 

El padre ha fallecido y él ha sido víctima de su tiempo. Lo dibujo como un hombre culto, incluso creativo, pero que también está totalmente mutilado por el momento que le tocó vivir. Ahora que el padre ha muerto, parece que ella se siente más afín a él. Quiere recordar esa parte buena de su padre, no las diferencias que tenía, sino las similitudes, que también es algo que hacemos mucho con el duelo.

Y con su madre, quería dibujarla a ella y a sus vecinas, en ese barrio en el que viven. Ahí sí bebo de mi propia experiencia, de mi barrio, de las mujeres que estaban encerradas siempre en sus cocinas, esperando a que el padre y los hijos llegaran. Y cómo eso te tiene que frustrar, te tiene que secar, y te tiene también que mutilar, afectivamente. Esas mujeres tenían simplemente que cuidar pero la palabra cuidado también ha cambiado. Ahora, la palabra cuidado es más amplia. Antes, la madre, si tenía una planta, quería que estuviera viva. Si tenía una hija, quería que estuviera viva. No sabe dar otro tipo de cuidado. A esa madre no le dieron nunca cuidado afectivo y por eso no es capaz de darlo. Por eso, ahora la protagonista parece que tampoco es capaz de dárselo a su hija.

M.G.- También se habla de lo que la protagonista siente mientras estuvo embarazada de su hija. Yo no tengo hijos. No he estado embarazada nunca. Y ese pasaje me hizo reflexionar en lo que pensamos los demás ante una mujer embarazada, en cómo nosotros la percibimos, y lo que ella siente realmente. En un momento dado, ella se siente una mujer teta, hasta ese instante en el que surge la chispa y aparece la conexión con el pequeño ser humano que ha tenido dentro.

S.H.- Hay mucha literatura maravillosa respecto a las maternidades. Hay una maternidad por cada mujer. Quería contar que, como ella no ha tenido esa educación afectiva, tampoco sabe darla y tiene miedo. Esta protagonista es una mujer con miedo. Primero, miedo a sus cambios físicos y luego, también tiene miedo de ser responsable de la vida de otra persona. No sabe si va a saber quererla. De hecho, esa es su primera preocupación. Todo el mundo le ha dicho que su hija va a ser lo que más quiera en el mundo pero ella no es capaz de sentir eso. Quiere que nazca, que viva, pero no es capaz de querer, en ese momento, a esa persona que acaba de llegar a su vida. Así que tiene pánico. Se siente una máquina de mantenimiento, casi una incubadora, y ha dejado de hacer otras cosas que hacía antes como persona, como mujer. 

M.G.- Con todo lo que se dice en la novela, o que sabemos a través del narrador, titulas esta historia como Nada que decir.

S.H.- Me interesa mucho el lenguaje. Ella empieza hablando de que su relación con esta persona es bastante tóxica. Es una relación que se ha mantenido a base de mensajes mínimos del vocabulario. Creo que ahora nos relacionamos mucho así, a través del móvil, de la pantalla, en el que incluso el diccionario predictivo te va diciendo la siguiente palabra que tienes que utilizar, cuando, a veces, esa palabra no es exactamente la que querías utilizar. Y cuando la otra persona recibe tu mensaje, ¿qué mensaje está recibiendo?, ¿cómo rellena los espacios de ese mensaje?, ¿y cómo le afecta? Ella, en esa relación, no tiene palabras para expresar cómo se siente. No tiene las herramientas y se queda sin nada que decir. Esto no es más que fruto de mucha frustración a la hora de comunicarnos de otra manera.

M.G.- Silvia, no tengo más preguntas que hacerte. La estoy disfrutando mucho. Como te dije antes, para mí es una novela para masticarla porque deja sabor.  Y te vuelvo a felicitar por el Tusquets.

S.H.- Muchísimas gracias. Ha sido un placer conocerte.

M.G.- Igualmente.


Sinopsis: Una mujer aguarda en el interior de un coche a que su exmarido recoja a la hija de ambos, que llora en el asiento de atrás. Mientras cae la lluvia y las figuras se desdibujan iluminadas por los intermitentes, ella está pendiente de su móvil y de una cita con un desconocido. Como un animal desorientado y furioso, se deja llevar por su deseo crudo, sin tapujos, en el que la maternidad, la familia, el trabajo ocupan un lugar secundario. Quiere huir de los espejismos de una falsa felicidad, pero se sitúa ante el abismo de una relación enfermiza, desquiciada, con un directivo de la empresa de su exmarido, un «hombre tumor». Nada que decir confirma a Silvia Hidalgo como nuestra Marguerite Duras: escenas turbadoras, emociones inconfesables y una escritura tersa y brillante, que deja zarpazos.

Nada que decir es el deslumbrante retrato psicológico de una mujer enfrentada a sus contradicciones y a la vorágine de la vida moderna, una historia veraz y lacerante sobre la vivencia del deseo y la pasión, sobre cómo se sobrepone a la crisis de los cuarenta, la ansiedad por el éxito social, el desencanto del hogar, la atracción por lo prohibido.


lunes, 10 de octubre de 2022

VENGO DE ESE MIEDO de Miguel Ángel Oeste

Editorial: Tusquets Editores
Fecha publicación: septiembre, 2022
Precio: 19,00 €
Género: narrativa
Nº Páginas:304
Encuadernación: Rústica con solapas
ISBN: 978-84-1107-156-7
[Disponible en ePub:
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Autor

Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973) es licenciado en Historia y en Comunicación. Ha escrito las novelas Bobby Logan (2011) y Far Leys (2014), sus cuentos han aparecido en diversas antologías y coordina distintas publicaciones que relacionan cine y literatura. También es autor de varios libros sobre el séptimo arte y de la novela Arena (Tusquets Editores, 2020), «Brutal y potente. Duro y sutil. Me ha gustado mucho. Estoy sin aliento.» (Sara Mesa). Colabora en diversos medios de comunicación, entre ellos El Cultural, Rockdelux, Caimán. Cuadernos de Cine y Fuera de Series. Director y guionista de documentales como Vibraciones, Melillenses o 69 y algo más, forma parte del Comité de Dirección del Festival de Cine de Málaga y de la Semana de Cine de Melilla.


Sinopsis

Un relato devastador sobre el maltrato en la familia, que también es un doloroso retrato sociológico.

Incapaz de visitar a su padre, el narrador de esta historia decide escribir sobre su familia sin contar con ese testimonio. El miedo a estar junto a él lo paraliza. Y así, como una infección que lo invade todo, aflora la narración de este infierno. Su madre, una belleza de menos de veinte años, se dejó seducir por el padre, un hombre dotado de gran encanto entre las amistades y muy generoso con los que le rodeaban en el trabajo, pero un egocéntrico maltratador en casa. En este retrato falsamente doméstico se perfilan los inicios del turismo en la Málaga de los años setenta, cuando el dinero europeo de veraneantes e inversores trajo en plena dictadura una insólita apertura en forma de diversión y juerga, aire fresco para una sociedad que ni en sueños habría imaginado noches de orgías sin fin. Miguel Ángel Oeste desciende al abismo de sus recuerdos y, en una dolorosa investigación, confronta su memoria con la de familiares y conocidos para elaborar un testimonio desgarrador, que a la vez es una crónica de los últimos cuarenta años de este país. Un viaje en el que el miedo es el protagonista, primero como padecimiento y luego como motor de escritura.

[Información tomada directamente de la web de la editorial]

No sé muy bien qué deciros y a la vez os lo quiero decir todo. La lectura de Vengo de ese miedo de Miguel Ángel Oeste marca un antes y un después en mi recorrido literario. Porque nadie puede salir indemne de esta novela. Nadie. Tampoco sé si trazarme una línea imaginaria para hablaros de este libro, una frontera que nada tiene que ver con desvelar más de la cuenta sobre su argumento, sino con el respeto, el respeto a la narración, al narrador, y a la memoria.

Hace un par de semanas hablé con Miguel Ángel Oeste. Fue una conversación libre, ajena a ese encorsetamiento que marca el cuestionario que suelo llevar conmigo cuando me siento a conversar con un autor. Dejé que la conversación volara por los espacios que mi interlocutor marcaba, sin interrupciones, amoldándome al tempo que él pedía, a su discurso, sus recuerdos y sus emociones. Quiero hoy hablaros de este libro, tan oscuro y tan luminoso a la vez, quiero entrelazar mis palabras con las del autor, en un baile dulce y cadencioso, que nos lleve hasta el perdón. Si eso es posible. 

No se puede obviar que Vengo de ese miedo comienza con un inicio demoledor. El autor atrapa al lector en la página 15, la primera del relato. ¿Cómo huir de ese «Quiero matar a mi padre», esa primera frase de la novela, con la que inmediatamente se encienden todas nuestras alertas? ¿Qué piensas tú, lector, al leer una frase tan contundente? Imagino que reaccionarías como yo lo hice, irguiendo el espinazo, con la intriga pegada al esternón. No pude evitar que un pensamiento, intenso como un ramalazo, cruzara mi mente. ¿Qué hijo desea matar al padre? ¿Qué clase de desnaturalización es esta? Pero luego volteé la página y ahí estaba la respuesta.


«Mi padre aún vive.

Se  reproduce igual que la hierba salvaje. Se hace fuerte en lo adverso. Ese es mi padre: mala hierba que crece en cualquier sitio de mi cuerpo tembloroso, apoderándose de mí.

El 16 de julio de 2009, justo a la hora en la que iba a tomar un avión con destino a Praga, mi madre murió ahogada en su propio vómito mientras él estaba borracho. Sospecho que él la mató, también que ya la había matado, poco a poco, a golpes, erosionando su cordura como una lija erosiona la madera. Un símil sencillo, efectivo, igual que las manazas con las que nos pegaba»[pág. 16]


Vengo de ese miedo retrata una historia de maltrato y violencia. Cuentan que el relato contenido en estas páginas tiene tintes autobiográficos, pero no nos quedemos ahí. Oeste quiere dejar claro que hay mucho más. El narrador de esta novela (y dejadme que siempre me refiera al narrador y no al autor del texto) se plantea relatar en este libro sus vivencias durante su infancia y adolescencia, la relación que mantuvo con su padre, -si se le puede llamar así-, la relación que tenían sus padres entre sí, la atmósfera de su hogar. Desde la edad adulta, el narrador regresa al pasado para analizar, con los ojos de hoy, cómo fueron aquellos años y qué huellas han dejado en su camino. ¿Qué imagen tiene él del padre? El narrador cree saber lo que vivió pero a veces le entran dudas. ¿Es real lo que aflora en forma de recuerdo? ¿El padre era tal y como él lo rememora? Para averiguarlo decide entrevistar a diversas personas que trataron con aquel hombre en aquellos años, para ir componiendo así el retrato de una etapa marcada por el miedo, un tiempo en el que el narrador se vuelve un naufrago medio ahogado en un mar en tempestad, capeando temporales de destrucción, de humillación, y de maldad.

Para entender lo que vivió se remonta al pasado. No basta con profundizar en la vida de sus padres, en la de su hermano, en la de sí mismo. Las raíces de lo que germinó en aquel hogar debían venir de lejos. Y por eso indaga en sus bisabuelos, en sus abuelos, pregunta cómo vivieron, dónde se asentaron, quiénes fueron, en qué trabajaron, cómo se relacionaron. No todo el mundo está dispuesto a hablar. No todo el mundo quiere regresar a ese pasado con el que el narrador quiere enfrentarse. Pero, si su propósito es encontrar realmente explicaciones, ¿por qué no ir directamente a la fuente principal? ¿Por qué no presentarse en casa del padre, después de tantos años distanciados, sentarse frente a él, y escupirle una pregunta tras otra? Lo sopesa. Busca en su interior la fuerza necesaria pero solo le sale: 


«Quiero matarlo. Siempre lo he querido. Lo repito y no dejo de hacerlo, como si me proporcionase placer, como si en la repetición fuera posible hallar el valor necesario. Paradójicamente me asalta la idea de llamar a mi padre y entrevistarlo para extraer su visión de los hechos con el fin de plasmarla aquí, en este libro. Pero no me atrevo». [pág. 17]


Leerás en la novela qué le impide dar ese paso, y si logra comprender todo lo que vivió en aquellos años. Dice el autor que esta novela también bebe del thriller psicológico, de esas incógnitas que flotan en el aire, a la espera de respuesta, «mezclado con elementos de género, porque la casa de los padres está tratada como un elemento de terror». Y la curiosidad del lector, que acompaña al narrador en esa búsqueda de cicatrización, también será espoleada por el suceso al que el narrador irá aludiendo de vez en cuando. Cada pocas páginas, nos asalta la palabra «Acacias». Tardaremos en saber qué se esconde tras este nombre, símbolo de horror, de la humillación, de la aberración. El suceso que se esconde tras esa palabra, del que el narrador ni siquiera sabe si encontrará la fuerza para contarlo, mantiene al lector pegado a estas páginas, con un nudo en la garganta.

 

«En mi cabeza espera la palabra "Acacias". Un cohete en su cuenta atrás».      [pág. 97]


Vengo de ese miedo nace de la necesidad de sanación, de un deseo de pasar página, aunque Miguel Ángel cree que la literatura no es catártica ni te va a curar. «Lo máximo que se consigue con la escritura es aceptarse a uno mismo. En realidad, uno no escribe libros sino que son los libros los que le escriben a uno». Cuenta que todas las novelas que ha escrito, de una forma u otra, lo interpelaban. Incluso la que escribió sobre la muerte de Nick Drake en Far Leys.  Pero no todos tienen la misma capacidad para olvidar. Lo sabe bien este narrador que ve cómo su hermano ha conseguido dejar atrás el pasado y encontrar una relativa calma. Pero él no puede. La negrura de su interior tira de él hacia abajo, lo ahoga, lo asfixia, cargando sobre su espalda aquellos años convertidos en un mar de drogas, sexo y alcohol en el que nadaban sus padres. Quiere dejar atrás sus monstruos, esquivar el destino, romper el maleficio, y huir de todo aquello que lo amenaza. Incluso de esa espiral de auto-destrucción con la que, paradójicamente, trataba de mitigar su dolor.

Las dos lecturas de la novela

Por eso este libro se convierte en esa última oportunidad para cerrar la puerta del pasado. Sabe que la escritura no cambiará lo que ocurrió pero «Escribir es mi manera de enfrentarme a él». Porque si no reconstruye la historia del padre, el narrador no podrá reconciliarse con la suya.

Pero Vengo de ese miedo no es solo el retrato de unos años de infancia oscuros y desgarradores. «No he escrito esta novela para el morbo», me contó Miguel Ángel en aquel encuentro. No solo pretende mostrar al niño convertido en superviviente, a aquel que buscaba en sus cómics el único instante de paz, soñando con despertarse un día con algún superpoder que le permitiera matar al malo. Aquel niño, hoy adulto, sigue deseando que algún héroe de infancia, de aquellos que protagonizaban sus tebeos y que su padre un día hizo pedazos, le preste su magia para derrotar al enemigo.


«Solo las lecturas de los tebeos y los libros me protegían, me salvaguardaban durante algunas horas de la locura y la destrucción en la que vivía, de la alarma constante que representaba mi adolescencia». [pág. 287]


Y dice Oeste que este libro es un artefacto estético-literario, mucho más que el retrato de una destrucción porque el relato de aquellos años corre paralelamente a la descripción del proceso creativo. Vengo de ese miedo también es un libro sobre la escritura, sobre el efecto que escribir provoca en el autor y el lector, generando una comunión de íntima conexión entre ambos. «Ese es el gran tema del libro, la escritura y sus efectos», afirma. Pero, ¿cómo escribir cuando hay tanto rencor y tanto odio? Sabe que lo que bulle en su interior condicionará lo escrito, y lucha contra la tristeza, el odio, el sufrimiento y el dolor. «¿Cómo se alcanza esa meta cuando tienes la absoluta certeza de que tu padre es un asesino?».

La novela viene a contarnos que la escritura es también mecanismo para encontrar respuestas. «Simplemente escribo buscando explicaciones pese a que cuando uno escribe suele terminar descubriendo que solo ha conseguido multiplicar las preguntas». Necesita curarse y cerrar heridas. Por eso busca el modo de lograrlo a través de la escritura, aunque eso suponga volver a revivir a todos los fantasmas del ayer, y reavivar el dolor, el miedo y el sufrimiento. Duda si lo conseguirá, porque «a pesar de que con estas palabras persigo liberarme, perdonarlo y perdonarme, reincido una y otra vez en los reproches, en el resentimiento que expulsa la memoria en forma de recuerdos enquistados. Y sí, soy incapaz de perdonarle en este momento. No sé si lo haré en un futuro o si con la escritura llegaré a lograrlo. Desconozco si esta actitud me vuelve ingrato»

Confiesa el narrador que escribir este libro fue un proceso doloroso. Iniciado en 2009, mezclando ficción y realidad, asentado sobre una base metaliteraria, tuvo que abandonarlo en un momento puntual de la narración. Pero, lastrado durante demasiado tiempo, sintió que «tenía que terminar este libro para poder empezar a olvidar o, al menos, intentarlo, y para que mis hijas no tuvieran que hacer un viaje siniestro, como yo hago, para saber quién era su padre».

La memoria

Y así se va construyendo la novela, a través de saltos en el tiempo, una escritura sometida a la arbitrariedad de los recuerdos, preguntándose si la memoria realmente es un aliado o un enemigo, si la mente no nos engaña, camuflando los hechos del pasado tras una bruma de ensueños. Por eso el narrador quiere contrastar sus recuerdos con los de otras personas, para dilucidar la auténtica verdad porque se cuestiona si no acostumbramos a añadir o borrar, si la memoria no distorsiona nuestros recuerdos, no los retuerce, seleccionando imágenes y ocultando otras, cada uno movido por su propio interés.


«Antes de ponerme a escribir este libro suponía que no había mucha alegría en el hogar de mi padre, ni en el de mi madre. Sin embargo, cuando he hablado con sus hermanas y con la hermana pequeña de mi madre me han ofrecido la versión opuesta, ellas coinciden en la descripción de hogares agradables, felices. Se sentían una familia. Me pregunto si es una distorsión de la memoria o si realmente fue así». [pág. 48]


Asegura Oeste en nuestra charla que la memoria es una mentira. «Si recordáramos esta conversación dentro de un año, tú la contarías de una manera y yo de otra distinta». Es el mismo mecanismo que afecta a las sensaciones que uno puede tener de otro. Y es ahí donde entra el juego entre ficción y realidad que el autor asegura que existe en esta novela. No se puede ser categórico a la hora de afirmar que todo en este libro es realidad. Ni siquiera el propio autor puede pronunciar tal afirmación porque «el libro en sí es una mentira. Puede ser verdad lo que me ha pasado a mí y lo que cuento, pero la realidad fue posiblemente mucho peor». Así que para él, este libro es una novela, en su concepción más pura. «Sí, tiene partes autobiográficas pero todas las novelas las tienen, incluso las de ciencia-ficción».

El padre

Y poco a poco vamos conociendo a los personajes, formando parte de una familia donde la palabra respeto se confunde con tiranía. A veces cuesta trabajo creer que existan personas con un alma tan negra, que sean capaces de provocar tanta maldad y, a la vez, consigan ser tan habilidosos para mostrar una imagen de sí mismos que no corresponde con la realidad. 

El padre de esta novela es un hombre con dos caras, un tipo que solo se levantaba temprano por diversión y sexo. Provisto de un fuerte magnetismo, sabía cómo ganarse a la gente, cómo camuflar su propia naturaleza para que nadie, fuera de casa, viera el monstruo que podía llegar a ser. Pero también fue un padre que «no dudaba en pisar a todo el mundo», cuando la situación lo requería. Seductor, inteligente y admirado por algunos, solo infringió dolor a sus hijos, los menospreció, los humilló, los hizo añicos, y luego pisoteó sus restos. «Mi padre tenía el ADN de un depredador», leeremos en la novela, y lo veremos destruyendo los sueños de todo el que lo rodeaba porque «menospreciaba todo lo que tuviera que ver con la cultura, el que se encargó de recalcarme que escribir era un fracaso, el que no se cansaba de repetirme que jamás llegaría a ningún sitio por ese camino de perdedores, que iba a estamparme contra la nada y que él estaría ahí para reírse». Encontrarte con este padre provoca pavor. 

La madre y la abuela

No será el único personaje que nos derrote. La madre, fallecida ya, ahogada en su propio vómito, fruto de la ingesta de pastillas y alcohol, era una mujer guapa, que gustaba a los hombres y soñaba con ser modelo. De pequeña, la consideraban una niña buena, «pese al genio y talante rebelde que le salía de vez en cuando», cualidades que le servían para no dejarse dominar por los hombres siendo adolescente. Pero todo se torció. Quiso también estudiar para alejarse de la mediocridad y acercarse a esas niñas pudientes con las que quería identificarse.  Y truncó su camino el mismo día que apareció aquel joven con el que se ennovió y que luego se convertiría en su marido. 


«Mi padre fue a por mi madre, se metió en su cabeza, en su alma, hasta que se la arrancó, hasta que dejó de ser ella». [pág. 57]


La figura de la madre llama poderosamente la atención. Sufre una dependencia afectiva del marido, quizá porque de niña brilló en su vida la ausencia de una figura paterna. Duele mucho ver cómo, poco a poco, va cediendo terreno, adosada a esa imagen masculina tan tóxica y letal. Desgarra ver cómo se posiciona junto a un hombre que envenena la vida de la familia, de una esposa que sucumbe al alcohol y las drogas, empujada por una convivencia denigrante, para tapar su frustración, y de unos hijos a los que su marido maltrataba despiadadamente. Ni las palizas que recibió, ni la humillación a la que estuvo sometida, ni las borracheras de su esposo consiguieron desviarla un milímetro del camino que aquel hombre le marcó. Una madre que no era madre, pero sí esposa sumisa y obediente. Una madre que nunca intercedió por sus hijos, porque estos llegaron sin avisar, y solo se convirtieron en una molestia.

 

«[...] yo estoy quieto, no hago nada, mi madre sangra, un espejo está roto y hay cristales por el suelo, salgo corriendo cuando mi padre se abalanza hacia mí con sangre de mi madre en sus manos, también mi hermano corre, episodios así suceden a menudo, esta es mi infancia y adolescencia, esta es mi memoria». [pág. 25]


Y luego estará la abuela materna que excusa a los hombres alcohólicos. Este narrador busca en casa de los abuelos el refugio que no era su propio hogar, convertido en un lugar oscuro y tenebroso. Y allí, con aquella abuela, en cuyos brazos encontraba un poco de amor, escuchaba disculpas y justificaciones sobre el comportamiento del padre. No es malo, es que el pobre, cuando bebe, se vuelve loco. Frases así han estado a la orden del día en muchos hogares españoles de los años 70 y 80. No sé vosotros, pero yo tengo clavada esa frase dicha en boca de una vecina de mi madre, refiriéndose al marido. He conocido un par de familias así, en las que el alcoholismo era un miembro másY dejadme contaros algo. Aquellos maridos fallecieron relativamente jóvenes, y sus viudas, con los años, han recuperado la lozanía que se ajó durante las décadas de convivencia, y ahora las ves, con más de ochenta y pico de años, y parecen haber rejuvenecido. No puedes evitar pensar que es ahora, en estos años de viudez, cuando realmente son felices y viven la vida. Desterraron de su interior el miedo.

Violencia. Miedo. Herencia genética

Y miedo es la palabra que más se repite en esta novela. Miedo. Miedo. Miedo. Miedo. «El miedo que nunca se ha ido. El miedo resucitado con la escritura». No hay emoción más viva en la familia del narrador porque «El miedo había sido un compañero fiel de la familia». El miedo se palpa en estas páginas. Es un miedo atávico, de los que se te meten dentro y no importa si ya eres un hombre hecho y derecho, un padre de familia, con una trayectoria laboral impecable. El miedo está siempre ahí. Un miedo de niño en cuerpo de hombre. «Venimos de una época de mucha violencia familiar, que se quedaba de puertas para dentro y era algo muy normalizado», dice Miguel Ángel.  Una violencia que viene del hombre porque era él el que golpeaba con el puño sobre la mesa. «Esto que vengo diciendo en las entrevistas ha molestado mucho a los hombres».

Pero no solo es un miedo que procede del exterior. También hay miedo al interior propio, a llegar a convertirse en el padre, a volverse un monstruo porque tienes el mal en tu ADN. «Soy el vivo retrato de mi padre y eso me derrumba». Máxime cuando el narrador descubre que su abuelo paterno también bebía y maltrataba a su abuela, y a su hijo, el que luego se convertiría en el padre de esta historia. 


«Mi padre odiaba a su padre. Yo odio al mío. Esa es la herencia que me deja. La herencia del odio. Y la obsesión por vengar el miedo que me ha inoculado».    [pág. 47]


¿Y si un día, algo se activa en su interior y se convierte en su padre? ¿Y si no puede huir de la sangre, de un destino que parece estar marcando a los hombres de la familia? Fue ese miedo lo que más me ha impresionado de esta novela, oler el miedo en las páginas, sentir el temblor del narrador, un hombre cercano a los cuarenta, al recordar los golpes, los gritos, las amenazas. Oeste abre una caja llena de violencia y la vuelca en este libro, un terror que también arrastrará al lector. Lees párrafos y empiezas a temblar, imaginándote la escena con una nitidez tan clara, que basta con apartar la mirada de la lectura y dirigirla a algún lugar de la estancia en la que te encuentras, para ver al padre aporreando la puerta de una habitación tras la cual se esconde un niño asustado y desvalido.


«Me cago en Dios, abre la maldita puerta o la echo abajo, quién coño te crees que eres, estás en mi casa, basura, te voy a reventar como no abras, y los trompazos que no daba en la puerta de mi habitación, ya abollada, sino en mi cabeza, o así lo sentía yo, escondido debajo de las mantas, con el miedo dentro, muy dentro de mí, tanto que notaba cómo roía el corazón, la garganta, las sienes, el estómago». [pág. 76] 


Castigos que pasan de abuelos a padres, de padres a hijos, ¿cómo romper la cadena para que no pasen también a los nietos?

Y este dolor va a generar más dolor. Violencia que genera más violencia. El narrador entra en una espiral de autodestrucción. Quiere silenciar la ira y la rabia que ocupa su interior, y golpea con sus puños las paredes, descargando sobre ellas la impotencia que siente. Se entrena para el dolor, para acostumbrar su cuerpo a las heridas, a la sangre, al desgarro, se preparaba «para cuando mi padre me pegara y así no sufrir tanto»

¿Cómo se puede vivir en una zozobra constante? ¿Cómo haces para cerrar los ojos, en ese momento de la noche en que uno entrega su cuerpo y su mente al descanso, temiendo que el monstruo llegue borracho a casa y quiera entrar en tu habitación para hacerte una visita? 

Torremolinos y la llegada del turismo

Violencia doméstica. Proceso creativo. Y también retrato socio-temporal. Porque el autor aprovecha el relato familiar para componer un cuadro sobre la Málaga de aquellos años. La acción transcurre en zona costera malagueña, aunque los escenarios, más allá del propio hogar, de la casa familiar -que se vuelve un elemento con vida propia -, no tienen gran transcendencia. Aun así, y a través de la figura del padre, propietario de discoteca y locales de ocio nocturno, Oeste también retrata la sociedad del momento, esos años en los que España se abría al turismo, impulsado por la transición, surgiendo oportunidades de prosperidad y bonanza.

De Torremolinos se cuenta que se convirtió en una fiesta continua, un lugar bullicioso que nació de ese «proceso de metamorfosis social desde la Costa del Sol». Son años de modernidad, de expansión, de llegada de ingleses y alemanes en busca del buen tiempo y de chapuzones en las playas. En ese ambiente, el padre y la madre del narrador descubren un nuevo universo, que les cautivó y por el que se dejaron arrastrar.

Y frente a esa parte de Málaga de dinero, desenfreno, alcohol y fiesta, la otra Málaga. La de las casas de V.P.O., la de los barrios humildes, con gente obrera que ganaba cuatro duros, la cruz de una moneda de la que procedía el padre del narrador. 

Estructura y estilo

Dividida en cinco bloques -Padre, Familia, Madre, Hijas, Padre e hijo-, la novela está escrita en primera persona. El autor la define como una obra descarnada y entiende que el lector se sienta atraído por la parte más oscura del relato, por lo más autobiográfico. Al preguntarle si no consideró escribirla en tercera persona, por aquello de marcar algo de distancia, me respondió que lo intentó, pero a las cincuenta páginas comprendió que la voz era demasiado impostada. Así que se decantó por la primera persona, «pero sin aderezos ni cosas bonitas», y tuvo muy claro que la primera frase del libro tenía que ser «Quiero matar a mi padre» porque «era el sentimiento que tenía y no lo quería ocultar».

Vengo de ese miedo es una novela viva, que va cambiando en su avance. Oeste afirma que el lenguaje, muy directo al principio, se va modificando poco a poco. De ese rencor y rabia que se vislumbra al principio, de una narración llena de reiteraciones, se va pasando a un estilo más sosegado y más reposado.


Creo que debo ir poniendo el punto y final. Esta novela me ha hecho pensar mucho. ¿Cómo se recompone uno después de vivir una infancia así? Esos años, en los que somos como un libro en blanco en el que nuestro entorno, nuestras familias, van dibujando los trazos que luego compondrán nuestra personalidad, nuestro carácter? No dejo de pensar en la enorme y necesaria labor de reconstrucción, en la petición de ayuda, en la mirada de un padre que observa a sus hijas, mientras en su mente asoman escenas del pasado familiar. Dice Oeste de sí mismo que está chalado, pero a mí me parece el más cuerdo de los cuerdos. Y el más valiente, también. 

Cerré la entrevista con una pregunta complicada. 

Marisa G.- Si hubieras tenido la oportunidad de hablar con tu padre antes de morir, ¿qué le hubieras dicho?

Miguel A.Oeste.- Uf,... Eso es algo que se ha quedado ahí. No lo sé. Creo que si hoy siguiera vivo tampoco sería capaz de hablar con él. Es algo que me paraliza. 

Por eso escribe esta novela, para construir algo con lo que poder enfrentarse al padre. Aunque, «la vida real sea otra cosa».

[Fuente: Imagen de la cubierta tomada de la web de la editorial]

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