La coleta entrecana y el adriático de la mirada lleno de melancolía; como una canción que se perdió en el viento y llegó a Brescia cuando ya nadie la quería escuchar, pero terminó sonando en un vinilo gastado entre sombras y vino, suspiros y risas. Dijo Gianni Brera, el hombre que los vio a todos, a Meazza, Mazzola padre y Gianni Rivera, el del fútbol erótico como diría David Mata, que Baggio fue el mejor. El dieciséis de mayo del 2004, ante un San Siro repleto y jugando contra el Milan, el chico de Caldogno dijo adiós ante una ovación general y merecida. Italia lo despidió rendida ante sus pies. Il più bello, il più grande… sí, pero jugando por la salvación.
Baggio terminó jugando en el pequeñísimo Brescia
A Baggio lo quisieron retirar dos veces. Eran las semanas posteriores al incidente de Pasadena, ese que se fijó en su historia como una cruz eterna. Roberto Baggio era el mejor futbolista del planeta y jugaba en el gigantesco club de la FIAT: la Juventus de Turín. Aquel verano, Marcello Lippi hacía su arribo a la entidad bianconera con un slogan que marcaría su trayectoria: quería hacer que la Juventus no fuese tan «Baggio-dependiente». Las lesiones, esas que lo acompañaron fielmente durante sus más de veinte años de carrera, y la ascensión de Mercurio renacido, Alessandro Del Piero, fueron la excusa perfecta para que el club le pidiese que para renovar se rebajase su sueldo a la mitad. ¿Cómo iban a hacerle eso a él? Decidió abandonar Turín y mudarse a Milan, seducido por el poderío del equipo de Berlusconi. Allí, enfrentado a Capello, Savicevic, Boban y las malditas lesiones, nunca encontró su lugar. Tampoco lo haría con Óscar Wasington Tabárez. El mítico entrenador uruguayo diría que en el fútbol «no había lugar para poetas». Tenía tan solo treinta años.
Fuera de la selección italiana, con la que solo había jugado 130 minutos en casi tres años, y rechazado por el Parma porque Carlo Ancelotti dijo que no tenía hueco en su sistema 4-4-2 para el genial fantasista, Baggio fichó por el Bologna, un equipo de medio tabla. Allí, cobijado por la pasión de los hinchas del Renato dall’Ara, ‘Il Codino’ alcanzó su mejor cifra de goles anotados en una temporada de liga, 22, superando los 21 que había conseguido en la temporada 92-93, año en el que ganó el Balón de Oro. Su equipo terminó octavo en la Serie A y el Milan… décimo. Los viejos rockeros nunca mueren y la poesía es el fútbol mismo, Óscar.
En el Milan, Baggio nunca encontró la confianza de sus entrenadores
Su grandísima temporada lo devolvió a la élite. ’10’ en la espalda, jugando de trecuartista y el mejor Ronaldo con Zamorano por delante. El Inter de Milán. Y la suerte, como a todo lo que ocurre en el lado neroazzurro de Milán, lo maldijo. Entre lesiones, jugó y dejó muestras de su innegable clase, sobre todo en un trepidante 4-5 ante la Roma en que él y Ronaldo parecieron el mejor ataque del mundo. Quizá lo eran. Pero Lippi, el villano original, no pensó lo mismo. Cuando se hizo cargo del equipo en 1999, envió a Baggio al ostracismo. Es famosa la anécdota en la que Marcello reunió a la plantilla en un entrenamiento para decirle que Roberto ya no era lo suficientemente bueno para jugar en el Inter. Tenía treinta y dos años.
Aunque parezca absurdo, Baggio siempre estuvo bajo sospecha. No de los aficionados, que lo adoraban, ni de los directivos, que suspiraban por él, ni de sus compañeros, que vivían en fascinación perpetua con su fútbol, sino de los entrenadores. Y si lo ocurrido con Lippi en Juventus e Inter, y Capello, Tabárez y Sacchi en el Milan, no es muestra suficiente, nada más hay que recordar su trayectoria por la nazionale.
Con Lippi, Baggio tuvo muchísimos altercados
Era 1990 y Roberto Baggio ya era el jugador más caro de la historia. La Juventus había roto todos los récords y maneras para arrebatárselo a la Fiorentina. Y aun así, aunque seguramente era el sucesor de Maradona como mejor futbolista del Calcio y del mundo, Baggio era suplente para Vicini. A pesar de su gol a Holanda. A pesar del destrozo que le hizo a Checoslovaquia. A pesar de todo, Baggio solo jugó un partido completo en ese mundial y solo entró hasta el 73′ en el partido decisivo contra Argentina. Cuatro años más tarde, Italia había perdido el primer partido del mundial contra Irlanda y a los veintiún minutos del primer tiempo del segundo juego, contra Noruega, fue expulsado Pagliuca. Ante la perplejidad de todos, Sacchi sustituyó a ’10’ para dar entrada al portero suplente, a pesar de que se jugaban la clasificación. Meses después, Arrigo borraría a Baggio de las convocatorias italianas y no lo llamaría para la Eurocopa de Inglaterra. Sí iría al Mundial de Francia con Maldini en el banco, pero no sería titular, en enfrentamiento directo con Del Piero pues «solo podía jugar uno». Algo similar a lo que ocurriría en la Eurocopa 2000, cuando Dino Zoff lo acusó de no estar en forma y apuntó que ya tenía a Del Piero, Totti y Fiore, y en 2002, cuando Trapattoni no sucumbió al clamor popular y dijo exactamente lo mismo que su antecesor dos años antes.
A pesar de su recorrido con la selección, Baggio no fue indiscutible
Cuando se le preguntó a Baggio, después de su retiro, porque encontró tanto recelo en tantos entrenadores, los acusó de estar celosos de él, del amor que despertaba en los fans y de que ellos creían que él les estaba robando el show. Vicini, Lippi, Sacchi, Capello, Tábarez, Maldini, Zoff y Trapattoni. Ocho entrenadores que nunca confiaron en el hechizante fútbol de ‘La Coleta Divina’. La condición del genio.
Foto: Grazia Neri/ALLSPORT
Juan Plaza 3 marzo, 2017
Un clásico italiano. Ya en 1970 Gianni Rivera, el mejor regista italiano de la historia y uno de los mejores a nivel absoluto, no era titular. Qué grande hubiera sido verle frente al inmenso Gerson en la final del Azteca. En talento puro seguramente Baggio ha sido el italiano más grande después de Rivera. Más grande que Del Piero y que Zola. Y que Signori. E incluso que Totti.