La de Cruyff es una historia que no hubo de reanudarse porque nunca se detuvo. Mucho de lo que fue sobre el campo no le requería allí abajo para prolongar sus consecuencias, y como el fútbol le molestaba si no se jugaba a su manera, tomó cartas en el asunto y decidió cambiarlo, en esta ocasión, para siempre.
Cruyff se sentó en el banquillo para que nadie ocupase el asiento. Así de simple. Él no quería entrenar, la mayoría de las funciones del oficio le aburrían soberanamente, pero para conseguir sus nuevos propósitos, necesitaba que no hubiera otro por allí pululando que discutiera sus decisiones o confundiera a sus futbolistas. 20 años de carrera, y por consiguiente bajo la dirección de gente que, en teoría, sabía mucho, no le habían modificado ni una frase del credo futbolístico con el que había nacido y que describimos en la primera parte de este artículo, sin cuya lectura no podrá entenderse lo que viene a continuación.
Por eso hasta cierto punto cuesta dividir su aporte en dos fases diferenciadas. En el fondo, lo que le llevó a competir como Di Stefano, Pelé, Maradona y Messi -pese a carecer de la perfección individual de estos- había sido esa filosofía suya, esa idea arraigada en él, y sólo en él, de que, por ejemplo, un buen defensa no era un jugador que protegía su área, sino un jugador que defendía muy bien, y que, a veces, resultaba más útil como mediapunta porque era en dicha zona donde más tajada se sacaría de un gran trabajo defensivo puntual. Cruyff como entrenador no fue la creación de un sistema perfecto; sino la aplicación, sin ningún tipo de grillete, de esa lógica exclusiva habitante de su mente. A pequeña y a gran escala.
Cruyff, interiormente, respetaba de modo reverencial a cada futbolista que se atrevía a ser sí mismo.
De ahí su fe en sus elegidos. Le urgía que cada uno se expresase tal y como era, que fuera exactamente el jugador que sería en sus circunstancias favoritas aunque él los ubicase en unas muy diferentes. Que Laudrup, en posición de “9”, pensara en qué haría Salinas no le reportaba ninguna ventaja; lo que daba sentido a sus inventos era que Laudrup intentase resolver como Laudrup cualquier reto en cuestión, donde fuera y cuando fuese.
En pos de favorecerlo, Cruyff les hacía partícipes no sólo físicos, sino también intelectuales de sus propios trucos. Había un sistema base (el 3-4-3) y un par de variantes, y cada miembro de la plantilla debía conocer las leyes de cada demarcación (ejemplo: los extremos tenían la misión imperativa de abrir el campo); pero más allá de lo estrictamente espacial, una vez Cruyff situaba, por imaginar algo, a un teórico lateral en un lugar en el que no había jugado en su vida, no añadía ningún comentario. Se ofrecía a aportar su consejo en caso de duda, pero si el futbolista no preguntaba, ahí se cerraba el asunto. En su papel de comunicador excepcional -que lo era pese a su castellano-, solía esgrimir: “A mí me da igual cómo solucione sus problemas cada uno; con que los solucione, me vale”. Dicho de otro modo, hacía responsable a la persona para que cada cual recurriese a aquello en lo que más confiaba, que obviamente, coincidía con sus mejores virtudes y sus jugadas predilectas. Es decir, las que Cruyff buscaba ver plasmadas allá donde las ponía.
Sus reproches públicos a las estrellas ponían como motos a gente como Laudrup y Stoichkov.
Esto derivaba en una presión ambiental casi insoportable hacia sus propios jovenzuelos. Él confiaba en su calidad, en su talento, y si no respondían, el invento se caía, pues la estructura en sí, ya lo apuntamos, ni atesoraba ni pretendía atesorar la fiabilidad de una de las de Sacchi. Para mantener a todo el mundo alerta, practicaba la hoy extinta costumbre de criticar a sus futbolistas en declaraciones públicas. En especial, a los mejores. De cara a triunfar en el equipo de Cruyff, con un, a su vez, imprescindible nivel deportivo elevado no bastaba. También se requería una fortaleza mental extraordinaria. ¿El desahogo? El desahogo era el estilo. Cruyff hacía de poli malo, pero, en compensación, convirtió al resto de la humanidad en el poli bueno.
Como jugador, su carrera se había repartido en dos etapas: la inocente y la especulativa. Durante la primera, jugó cada minuto a tope por él y por la gente. Durante la segunda, se hizo amigo del cronómetro y,La idea de apostar por el espectáculo tenía un sentido práctico si su equipo iba ganando, provocó segundos tiempos que no se recomiendan a nadie. Esta dinámica se acentuó, sin disimulo, cuando cambió el Ajax por el Barcelona, debido a que su físico fue decreciendo y a que, en general, el nivel técnico que le rodeaba se había reducido. Y Cruyff pudo medir con perspectiva las diferencias que hay entre ser el conjunto que, mediáticamente, alza la bandera del fútbol y no serlo. Cuando el neutral celebra tus victorias, ejerce una influencia sobre compañeros, rivales y demás personas presentes en la industria que, en el momento más caliente, condiciona el aspecto más relevante del juego: el estado de ánimo. El equipo de Cruyff era Goliat, pero despertaba la simpatía de David. Eso, y los elogios unánimes y enfervorecidos de una sociedad entregada, fue lo que el Flaco regaló a los suyos a cambio de que lo aguantasen cada día. Y sus broncas se fueron, pero su legado persiste. Y para todos. Lo disfruta Messi cuando sale a jugar al Camp Nou y Laudrup cuando visita un restaurante en cualquier rincón del planeta. La gente, debido a Cruyff, les da las gracias.
Cruyff no era un entrenador normal, así que, en una situación normal, no hubiera podido hacer nada.
En fin, recapitulemos. En 1988, existía un visionario más fiable que la ciencia con la única desventaja de que necesitaba demasiadas cosas para poder realizar su trabajo. A grandes rasgos, una plantilla de futbolistas sensacionales y la garantía de que le concederían un mínimo de tiempo para instalar sus ideales sin que nadie los discutiese. Siendo francos, lo tenía en chino. Sobre todo porque, al contrario que cuando cruzó la frontera de Holanda en 1973, no llevaba precisamente tres Copas de Europa bajo el brazo a modo de inmunidad frente a opiniones ajenas, sino una primera experiencia como entrenador en el Ajax que no pasaba de discretita. Pero el fútbol es como el Anillo de Sauron, Gollum, Bilbo y Frodo: tiene voluntad propia y precipita su destino.
La situación deportiva y social del Barcelona era, por ir directos al grano, peor que la del AC Milan en los tiempos que corren. Se había quedado a 23 puntos del campeón en Liga (36 con un sistema de puntuaciónSu mayor obsesión era que le dejasen mandar de tres por victoria), su estrella lo tenía hecho con el Madrid, la plantilla había pedido la dimisión del presidente en el famoso “Motín del Hesperia” y, como resultado de ello y más cosas, la afición se había despegado del club hasta el dramático punto de vaciar el Camp Nou. La directiva precisaba de un golpe de efecto y prometió a Cruyff, el antiguo ídolo, autonomía total. El hecho de que José Ramón Alexanco, el rostro más representativo del motín, fuese escogido como capitán del nuevo proyecto probaba que, en efecto, Cruyff haría y desharía a su antojo. Lo que son las cosas. Una desesperada cortina de humo germinó en el nacimiento del modelo de club más poderoso del siglo XXI.
Su ex-compañero Charly Rexach, más metódico, fue su complemento ideal como segundo entrenador.
La plantilla cambió a más de la mitad de sus componentes, se realizaron 13 fichajes y subieron cuatro chavales de la cantera. Llamó la atención que siete de las 13 incorporaciones eran futbolistas vascos -aunque Goikoetxea salió cedido a la Real Sociedad-. Cruyff siempre dio un valor extremo a la procedencia de sus reclutas; para él, cada pueblo conllevaba ventajas e inconvenientes culturales que influían en la práctica del deporte, y explicaba que el jugador vasco ofrecía una obediencia incondicional que para lo que se proponía resultaba impagable. En la temporada 1988/89, el objetivo consistió en la implantación del 3-4-3, un esquema táctico que causó la misma incredulidad que hoy provocaría un 2-3-5.
La primera consecuencia no se hizo esperar: de repente, en Barcelona todo el mundo hablaba de fútbol, del juego, incluso de táctica. Atrás quedaba aquella triste rutina en la que lo que menos contaba eran los ecos del balón. ¿Valdría la propuesta de Cruyff en la competitiva Liga española? Esa era la cuestión.
Su primer Barça fue acusado de fragilidad defensiva, pero su problema real era no marcar goles.
Según sus propios futbolistas, no. No lo dijeron entonces, pero ahora sí lo confiesan: pensaban que estaba chiflado. Y mírese que Cruyff explicaba sus decisiones y parecían más simples de entender que aquellas que la gente asumía como normales. Si los 19 equipos del campeonato empleaban un 4-4-2 en el que, contra los grandes, sólo atacaban los dos de arriba, ¿por qué dejar más de tres defensas custodiándoles? Ocurre que combatir creencias arraigadas durante décadas cuesta mucho trabajo, y a aquella zaga culé se le atribuyó el apelativo de “hitchcockiana” por el suspense que generaba… pese a que el Barça terminó la Liga como el conjunto menos goleado junto al Valencia de Ochotorena, Bossio, Camarasa, Voro y Giner.
El motivo principal de tan poco reconocido éxito también era sencillo: el adversario gozaba del balón muy poco tiempo y atacaba menos veces y con menos energía. Aunque con más espacios. A este respecto,Zubizarreta era de los más incrédulos Zubizarreta hubo de adaptarse. Cruyff le pedía que ejerciera de líbero, que controlase los pases a la espalda de su defensa, lo cual al cancerbero le sonaba muy extraño. “¿Y si me tiran una vaselina?”, preguntaba. “En ese caso, si entra, aplaude”, le respondía. Cruyff consideraba que el talento más puro era tan indefendible que no merecía la pena ponerle la zancadilla. Aplicaba esta visión tanto en las acciones improbables, como la que preocupaba al buen Andoni, como a las más factibles. Si un punta destacaba por su desmarque, no había que marcarlo. Si un extremo sobresalía por su regate, convenía no meterle el pie. Si un ariete bajaba al piso cada pelotazo de su portero, lo mejor era no saltar a su lado. No había que potenciar la concentración en aquello donde se sufría la desventaja, sino donde residían las superioridades. Dicho esto, hablemos sobre el ataque, que era lo primordial.
La instalación del nuevo sistema de juego fue muy complicada pero se realizó con maestría.
En su afán de que sus futbolistas interiorizaran cuanto antes el nuevo modelo, organizó 14 partidos amistosos para las dos semanas que les ocuparon en el recóndito complejo deportivo de Papendal. A cada uno de aquellos choques le precedía, entonces sí, una charla interminable explicando las normas de cada posición. Se cuenta que, tras el debut, Txiki Beriguistain andaba un tanto hundido, pues no había tocado la pelota. Al día siguiente, Cruyff llegó al entrenamiento y sentenció: “El mejor de ayer, Txiki. El único que me hizo caso”. La razón, que se había pasado cada minuto abierto en la banda con paciencia sin acercarse al balón ante el hecho de no recibirlo. La asimilación del 3-4-3 y los principios de su juego de posición capitalizaba la atención del holandés.
Quizá el encuentro que simbolice el éxito de la misión y la esencia de la temporada se disputase bien pronto, el 21 de septiembre: un Madrid 2-Barcelona 0 perteneciente a la ida de la Supercopa de España.Amor, Eusebio y Bakero conectaron muy bien Tras encadenar tres victorias en las tres primeras jornadas de Liga, visitó el Bernabéu y se atrevió a exponer el esquema del escepticismo con una respuesta, en cuanto a juego, muy prometedora. Milla, un canterano que empezaba a destacar, dominó la posesión y los espacios formando eje con Bakero, que completó su primera exhibición como mediapunta que, de espaldas, repartía el juego hacia los costados con energía tempestiva. Milla y Bakero fueron, junto a un Eusebio que fue de menos a más y el optimismo de Guillermo Amor, las grandes noticias individuales del curso. La peor, aunque de calado colectivo, derivó de la molesta falta de gol. La holgada victoria del Real se comprendió a través de ese déficit. El Barça había superado a la todopoderosa Quinta del Buitre en su versión más animal, la dirigida por Schuster. Y tan apenas dos meses de trabajo con Cruyff.
Lineker personalizó uno de los grandes debates puramente futbolísticos que generó Cruyff.
Sucede que los resultados definen las valoraciones y el tema del gol escamaba. Más si cabe teniendo en cuenta que Cruyff había sacrificado al “killer” de aquel plantel, Gary Lineker, en favor del juego posicional de Salinas. Fue una de esas primeras decisiones que el entorno se negó a consentir. La diferencia individual a favor del inglés parecía demasiado vasta como para que una supuesta mayor adecuación táctica de Salinas compensase el dislate. Pero Cruyff lo tenía claro, Lineker era un delantero contragolpeador y, en su modelo, el “9” carecía de espacios, así que, o accedía a ejercer de extremo derecho, donde sí hallaría pistas por las que correr, o el banquillo sería su lugar. Gary se encontraba entre quienes no le compraban esa moto, y fue una pena, porque, con el combustible de la fe, aquella moto hubiera corrido un montón. Valga como prueba la Final de la Recopa de aquel curso ante la Sampdoria, conquistada por 2-0 y en la que Lineker, abierto hacia su diestra, originó el tanto que abrió el marcador. La aldea global llamada Tierra empezaba a sospechar que aquellos barroquismos de Cruyff sí tenían fondo.
Cruyff comenzó la temporada 1989/90 más encantado de conocerse que en 1974, que ya era decir. Encima había incorporado a Koeman y Laudrup, un líbero de golpeo sin igual y un mediapunta danés que se la había pegado en la Juventus pero hacia quien él profesaba una confianza infinita. Además, lo más importante radicaba en que el sistema 3-4-3 había sido asimilado, sus jugadores ya habían memorizado las leyes fijas de cada posición, así que sus charlas pre-partido minimizaron su duración, a veces, hasta los cero minutos. Y apareció su vena más creativa.
Durante el primer curso, con eso de que había que asentar unas bases muy alternativas y de que no dejaba de ser su presentación, se había cortado un poco aunque pareciera mentira, pero tras ganar la Recopa de Europa… estaba listo para ser él. Cruyff fijó el punto de partida en una derrota frente a Osasuna. Reflexionó en voz alta que los rivales ya conocían su modelo, y que por lo tanto se imponía tratar de sorprenderlos con pequeñas modificaciones adaptadas a cada encuentro. Fue un no parar. Y todo era incomprensible. Como el hecho de que Koeman, que estaba muy gordito, debutase contra el Mallorca jugando de interior derecho. El resultado fue terrorífico. Pero, cuando sucedían estas cosas, Cruyff decía que no era culpa suya, sino del jugador, que no había creído en aquello que él había diseñado. Estudiado con la perspectiva del tiempo, se tiende a concluir que llevaba la razón.
El caso del andorrano Lucendo resumió la segunda temporada de Cruyff como míster en el Camp Nou.
La campaña, en cualquier caso, fue mala. El vestuario no había visto aún milagros suficientes como para creer en aquella nueva fe con toda la sinceridad de su alma; y además, si el año anterior ya había faltado gol, imagínese tras la marcha de Lineker. En la reunión de compromisarios de la entidad mantenida en la primavera, los socios demandaron al presidente la destitución del entrenador. Protegido por la victoria en la Final de Copa, el club se mantuvo firme y preparó la temporada 1990/91 bajo las directrices de Cruyff.
Se repescó a Goikoetxea, que la partió, y apenas se produjo un fichaje extra, el del búlgaro Hristo Stoichkov. No se precisó más. La continuidad del proyecto alicataba cada vez más el argumentarioStoichkov hizo que todo cobrase un sentido cruyffista; y aquella solitaria pieza equilibró cada balance. Laudrup, mediapunta caracterizado por sus conducciones desde la izquierda hacia el centro y por su último pase, desembocó en la posición de “9”, y Hristo, delantero centro contragolpeador, en la banda izquierda. Uno salía para que el otro entrase, uno para recibir y el otro para finalizar. La comunión táctica era perfecta como la de Ronaldinho y Eto´o, como la de Xavi e Iniesta, como la de Messi y Suárez. Y el pase largo de Koeman adquirió un potencial desconocido, porque bien acababa en control, o bien en tanto; cuando en los años anteriores su destino había sido el intento de desborde de un extremo. Con el añadido de que, al consagrar los envíos de Koeman, las defensas rivales siempre miraban hacia atrás y el centro del campo se agenció unos espacios que le permitieron tocar el balón a una velocidad inusitada. No fue un curso sin desgracias, el propio Cruyff padeció graves problemas de salud que le inclinaron incluso a dejar el tabaco, pero la fuerza de su fútbol resultaba incontenible. Como mayor legado, un 0-6 en San Mamés con cuatro goles de Stoichkov que levantó a la grada leona para emitir un fastuoso aplauso. El FC Barcelona era, oficialmente, una maravilla. Por supuesto, conquistó la Liga. Con 10 puntos de ventaja.
Guardiola era la persona que con mayor facilidad interiorizaba los extraños mensajes de Cruyff.
La 1991/92 determinó como única y exclusiva meta levantar la primera Copa de Europa. Por eso la trayectoria en Liga fue tan sumamente irregular, a pesar de que el proyecto había sumado dos efectivos de enorme relevancia para el presente y para el futuro, el canterano Pep Guardiola y el mallorquín Miguel Ángel Nadal. Guardiola era un mediocentro frágil y lento que movía la pelota a un ritmo que la dotaba de invisibilidad. Se albergaban serias dudas sobre su papel en defensa; más si cabe considerando que el 3-4-3 de Cruyff se seguía desabrigando sin prisa pero sin pausa: Ferrer se había asentado como lateral y subía tanto y hasta tan arriba como los carrileros propios de un 5-3-2. Sin embargo, Cruyff aplicó su lógica, se la explicó a Guardiola y aquel enclenque la comprendió como si le entendiera de verdad. O sea, Guardiola no realizaba un acto de fe; no lo necesitaba, su mente procesaba las razones casi al ritmo de la del holandés. “Defender es relativo. Depende del espacio. Cualquiera puede defender medio metro cuadrado, y cualquiera sufriría defendiendo 55. Jugamos en un 3-4-3; tienes dos interiores justo por delante de ti, uno a tu izquierda y uno a tu derecha. Lo único que tienes que hacer es colocarte, en función de ellos, de aquella manera en la que menos espacio te corresponda custodiar”. Y Makelele no era, pero bastaba. Y de sobra.
Cruyff comenzó a recolectar los frutos del «árbol de la suerte» que él había plantado.
No descubriremos ningún desenlace: el Barça ganó la Copa de Europa y repitió en Liga. Ambos triunfos con mucha, mucha fortuna. Para usurpar el primero, requirió un milagro de Bakero en Alemania que, atendiendo al análisis riguroso, el equipo no mereció. El súper físico FC Kaiserslautern lo sacó de la pista y creó ocasiones como para golear. Y en Liga, necesitó de aquella remontada del Tenerife ante el Madrid en la última jornada para adelantar “in extremis” a la vieja, pero orgullosa, Quinta del Buitre. Ahora bien, mal se haría depositando los motivos de esta suerte en la mera casualidad. Aquí conectamos con los primeros párrafos de este texto: el papel de protagonista del cuento conlleva acontecimientos inesperados que siempre se resuelven a favor. Algunos lo llaman “justicia poética”, pero no es tan lírico. Es algo más sólido y está más al alcance de quien lo busca: es el poder de la energía positiva. El lector de este texto también puede invocarlo si quiere.
Después del éxtasis, vino una campaña de recesión. Se ganó la Liga, y exactamente del mismo modo que la anterior, con victoria del Tenerife en Tenerife frente al Madrid en la última fecha del campeonato, pero no se compitió en Europa y no gustó tener que ir tan al límite en España cuando, en realidad, el Barça tenía un potencial que desarbolada por cualquier costado al caduco proyecto merengue. Cruyff achacó las circunstancias a la relajación de sus estrellas, y se pasó semanas y semanas trabajándose su gran sueño: el fichaje de Romario da Souza Faria. Le recompensaría firmando nueve meses de antología inolvidable.
1993/94 fue la temporada de los cuatro extranjeros cuando sólo podían jugar tres juntos. Y el tema era que los cuatro del Camp Nou (Koeman, Laudrup, Stoichkov y Romario) estaban considerados entre los 10 mejores jugadores del mundo. La obligación de dejar a uno en la grada en cada jornada, según los cálculos de Cruyff, fomentaría la competencia y aumentaría el nivel de los susodichos, pero quizá se excedió de optimista. La tensión ambiental fue algo realmente insoportable, él mismo lo describía como una guerra abierta, y le echaba la culpa al entorno: “He tenido que hacer esto porque los habéis dormido con vuestros elogios”. Quizá por este motivo, un Deportivo de la Coruña que competía muy bien pero que, al fin y al cabo, estaba lejísimos del que era, con una diferencia abismal, el equipo más talentoso de Europa tuvo la opción de arrebatarle la Liga si Djukic hubiera marcado en Valencia aquel penalti en el último minuto de la última jornada. Dicho lo cual, el título de esta serie se pregunta quién fue nuestro héroe, y en esta campaña estuvo desatadísimo, así que vayamos a la nuestro.
Ferrer y Sergi proporcionaron otra dimensión a la salida desde atrás y al ataque del equipo.
La defensa más habitual se componía de Ferrer, Koeman y Sergi. Dos laterales ultra ofensivos y un líbero de 31 años sin físico de futbolista que se quedaba solo, literalmente solo, en muchísimos momentos. La lógica de Cruyff, de nuevo, simplificaba lo que aparentaba complejidad: “Si el Chapi y Sergi suben, pueden pasar dos cosas: que nadie los siga y hagan la jugada de gol, o que el extremo rival baje con ellos y no esté arriba para atacar a Koeman”.
Aparte, también fue la campaña más versátil de sus tres piezas maestras: Goikoetxea, Eusebio y Nadal. El primero, extremo natural bendecido por un desborde y una rapidez de vértigo, se transformó en su herramientaGoiko, un atacante, se convirtió en su Gentile más empleada para realizar marcajes al hombre. Su velocidad y el hecho de que él representaba precisamente el perfil de futbolista al que iba a cubrir le otorgaban, según Cruyff, las cualidades ideales. En el famoso 5-0 del hat-trick con cola de vaca de Romario, Goiko comenzó el Clásico como lateral izquierdo -con Sergi de extremo-, debido a que el madridista Luis Enrique constituía la principal amenaza merengue y arrancó en el ala diestra. Pero tras la lesión de Alfonso, que aquel día empezó de extremo izquierdo en el 4-5-1 de Benito Floro, Luis Enrique se cambió hacia ese lado, lo que provocó que Goikoetxea hiciera lo propio. Como reajuste, Sergi bajó y se puso de lateral, y Ferrer, que empezó de lateral, subió y se puso de extremo. Y Stoichkov trocó su costado.
Nadal fue uno de los futbolistas más apreciados y rentabilizados por el alquimista holandés.
Nadal, por su parte, personificaba el recurso físico. Genéticamente venía del futuro, se asemejaba a estos centrocampistas de hoy que unen técnica y despliegue destacando en los dos apartados; y Cruyff le asignaba tareas que, en lo territorial, eran casi exageradas. Por ejemplo, en el calificado como partido más brillante del “Dream Team”, el Barça 4-Dinamo Kiev 1 de aquella Copa de Europa, Nadal ejerció de interior derecho con balón y de… ¡central izquierdo sin él! No en términos rigurosos, pero sí en los prácticos. La idea estribaba en que bajase hasta la altura de Koeman cuando los de Rebrov pasasen al ataque para formar línea de cuatro y elevar la solidez, pero como Ronald prefería el sector derecho porque su acción favorita era el pase diagonal hacia su número “11”, el reparto de espacios quedó de esa manera.
Y qué podemos contar de Eusebio Sacristán, un interior asociativo que fue empleado indistintamente como lateral derecho (contra el Valencia, para ganar control en salida y desahogar a Koeman y Guardiola) o como extremo izquierdo, como en la vuelta de la Supercopa frente al Zaragoza del verano siguiente en la que se le asignó la tarea de custodiar a Belsué, que, inspirado por Víctor Fernández, había destrozado al Barça en la ida de La Romareda. Cruyff respetaba mucho a aquel Zaragoza. No en vano, incluso formó una línea de cuatro (Ferrer, Nadal, Abelardo, Sánchez Jara) para tratar de frenar, esa vez sin éxito, al Paquete Higuera.
Antes ya se había producido la fatídica noche de Atenas, en la que el joven AC Milan de Fabio Capello arrasó a un Barça desdibujado al ritmo de Marcel Desailly; una derrota sonada que se identifica como el finalFalló en sus últimos fichajes de extranjeros de la plantilla campeona. Zubizarreta abandonó la entidad, Laudrup se marchó al Madrid tras declarar, en público, que no soportaba más a Cruyff y Romario se tomó varias semanas de vacaciones sin el consentimiento del club que terminaron precipitando su prematura salida. Cabría señalar que el holandés supo recomponerse, y que apoyado en la generación conocida como “La Quinta del Mini”, la primera que floreció en La Masia bajo el sol de su influencia y de la remodelación que hoy distingue al Barcelona tanto o más que el mismísimo Leo Messi, diseñó un equipo que, por instantes, practicó un fútbol primoroso. Que le pregunten al FC Bayern Múnich. Pero le faltaban esos futbolistas capaces de marcar la diferencia. De Romario, Laudrup y Stoichkov al precioso pero escaso rumano Hagi había un trecho excesivo, y el fútbol es de los futbolistas. No se celebró ningún título.
Cruyff quería reunir con Figo a los jóvenes Giggs y Zidane. También le interesaba el portero Molina.
No obstante, las bases quedaron sentadas y, además, con una firmeza que no se escapaba ni a nuestros incapaces ojos, así que estaba por servirse un nuevo proyecto imperial. En la denominada como “Reunión de los Sándwiches”, Cruyff pidió tres extranjeros que, consideraba, volverían a dar el salto de calidad que se había extraviado: Ryan Giggs, Zinedine Zidane y un tercero nunca revelado (se habló de Aaron Winter, David Ginola, Rui Costa e incluso Dennis Bergkamp). Una cita a sus espaldas entre el club y Bobby Robson que se filtró en los medios de comunicación desató su ira y decantó su marcha. Para no macharse nunca.
Los valientes que hayan alcanzado la última palabra de este artículo de dos partes quizá puedan hacerse una idea -remota- de quién fue aquel hombre llamado Johan. Pero la única manera de responder dicha pregunta con verdadera precisión consiste en contestar, simplemente: una idea llamada Cruyff. Porque, al no haber habido nada ni cercanamente parecido, cualquier frase que se le dedique entra en el terreno de lo metafórico, y es difícil que así nos entendamos las personas como nosotros. Así que, de antemano, léase nuestra disculpa.
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vi23 1 abril, 2016
Abel, no sé si ya está escrita esta parte pero una de las mil cosas que me fascina de esta etapa es la increíble proporción de jugadores que pasaron por sus manos que acabaron siendo entrenadores (o secretarios técnicos top). Seguro que me dejo alguno pero: Guardiola, Koeman, Valverde, Laudrup, Eusebio, Bakero, Ferrer, Sergi, Oscar García, Carreras… Más Txiqui y Zubi en los despachos y, por ejemplo, Julio Salinas en los micros. Es que es alucinante. ¿Será que él les enseño algo especial que pensaron que debían transmitir o ya lo llevaban dentro?
Perdón por anticiparme, Johan es mi adolescencia