Bueno, se va acercando la navidad,
se acerca lenta e inexorable avanzando un pasito cada vez que suenan las 12
campanadas, embozada en el manto de la noche. Es como Ramón García pero con
gracia. Viene con el frío; portando promesas de felicidad y presentes envueltos
en papeles de colores, pero al final sólo trae gastos, buenas intenciones que
siempre son incumplidas y malos augurios para el año siguiente, bien pensado,
quitando lo de las buenas intenciones casi se parece más al gobierno actual (o
al anterior) que ha Ramón García.
Todas las jolgoriosas familias
adquieren sus arbolitos de navidad y los acicalan cual a choni poligonera.
Entre las bolitas con purpurina, las tiras de colores, los cables de las
lucecitas y que el árbol es artificial más que un homenaje a Cristo parece un
homenaje a Repsol, hay más plástico ahí que en las tetas de la Carbonero.
En estas fechas tan señaladas es
siempre un placer sumarse a la turba descerebrada. Ir de compras rodeados de esa
siempre fantástica música que son los villancicos. De verdad me pregunto, ¿le
gustan los villancicos a alguien en algún sitio del mundo? Creo que es la peor
música que se ha hecho en la historia hasta que le dejaron un micrófono a
Justin Bieber y al menos a él, como debe tener un coeficiente intelectual de
una piña con meningitis, tampoco se le puede echar la culpa. Lo de sus fans ya
es otro… cantar. En fin, que me pierdo. Compras. Todo es más caro, todo es más
lento y más vale que al niño no le haya dado por pedir el juguete de moda
porque en ese caso más te vale saber algo de artes marciales para dejar fuera
de combate a las abuelas psicóticas que amenazantes avanzan paraguas en mano
como quien esgrime una estaca dispuesto a empalar a Drácula. Y luego de todo
eso… a pagar. Ríete tú de Nacho Vidal, eso sí que es una buena cola. Pero
claro, como todos, hemos cobrado la paga de navidad… bueno, todos… al menos los
cuatro que tenemos trabajo, pues habrá que gastársela, no vaya a ser que
ahorremos algo y se nos ocurra comprarnos un piso, que luego nos lo embargan y
es peor el remedio que la enfermedad.
Una vez hemos dilapidado todo el
sueldo del mes en adornos de choni para un motón de plásticos verdosos, y
cientos de regalos que probablemente en menos de un mes estarán en el contenedor
o amontonados en una habitación trabando amistad con cucarachas, ratones,
banqueros y otros seres de dudosa reputación, sólo nos queda consolarnos en que
ya estamos a día 15 de diciembre y aún nos queda la extra. Como vamos muy
sobrados de dinero vamos a comer bien, unos bogavantes, un poco de caviar, un
bocata de billetes, lo que sea, pero que sea caro, que no nos tachen de pobres,
¡hombre ya!
Bueno, la parafernalia es un
coñazo, no nos engañemos, pero al menos nos queda el consuelo de que podremos
ver a la familia. Estar todos reunidos es una gran felicidad… es una gran
felicidad hasta que entra la suegra o ese cuñado inaguantable que siempre lleva
la corbata atada a la cabeza en plan Rambo y dispara proyectiles de saliva
mientras en precario equilibrio emula a un mandril patizambo encima de una
silla al ritmo de “beben y beben”. Coño, que alguien ponga una de Justin
Bieber. Cierto es que hay veces que es divertido y están bien este tipo de
eventos gastronómico psicótico familiar, pero hostia, se puede hacer lo mismo
un sábado cualquiera a mitad de marzo y comiendo bocadillos, te lo pasas igual
de bien y sale a mitad de precio. La “felicidad” de esos días es más artificial
que el árbol, al cual, por cierto, ya le faltan un par de figuras de esas de
cera que algún invitado borracho estará mascando con desagrado creyendo que son
de gominola.
Y para rematar la fiesta entra el
abuelo disfrazado de Papá Noël, los mayores aplauden hipócritamente mientras
guardan el secreto deseo de que se vaya de una puta vez para poder empezar con
los cubatas, los adolescentes se ríen del abuelo y empiezan con los cubatas (los que no están
“tomando el aire” con unos cigarrillos aliñados) y los niños lloran aterrados.
Inmejorable. Sin embargo, al año siguiente repetirán.
De estas fiestas, por tanto, sólo
disfrutan los niños que se forran a estrenas y a regalos y que sólo lo han
pasado mal cuando ha entrado el abuelo vestido de Papá Noël, pero podría ser
peor, si hubiese entrado en pelotas todos se habrían aterrado. Vamos, que nos
sacan la pasta como si estuviésemos en un italiano, que la felicidad forzada se
podría tachar de hipocresía y que, como tantas otras fiestas, nos la ha metido
por el culo un mamón italiano con un coche muy raro y un país para él solito,
con la excusa del nacimiento de un payaso con barba que, para más inri, nació
en verano.
Se acerca el invierno.
Un año más, como diría Sheldon
Cooper, feliz Saturnalia a todos,
Tío Yyr.