Foto Tanci
Los racimos de uva dorada se iban apilando hasta llenar la tanqueta, llegando a tocar la viga de pino dura y seca como la tea y que atravesaba de lado a lado el lagar. Mientras, los hombres, descalzos dentro de la tanqueta, iban aplastando las uvas con sus pies, apoyando sus rudas manos sobre la vieja viga alargada y gruesa. Avanzaban su labor al ritmo de una especie de danza al compás de uno-dos, uno-dos, hasta terminar de pisar todos los racimos allí dispuestos.
Los ojos de aquel niño se acostumbraron a ver como algo normal descalzarse para lograr sacar el líquido a toda aquella montaña de racimos de uvas y que poco a poco se irían prensando. Cuando se daba la voz de “vamos a abrir la boca de la tanqueta” que estaba taponada con bagazos, la expectación era a la vez solemne y alegre. El chorro de color ámbar, salía despedido con fuerza hasta ir llenando la tina situada en el escalón inferior del lagar y se hacía necesario equilibrar la apertura despacito para calcular la caída del líquido en la tina. Para los adultos que hacían la faena, era un auténtico festejo ver salir el chorro del venerado líquido, a la vez que comunicaban esa alegría a los más pequeños de la casa que, entretenidos en sus juegos, merodeaban por el lugar.
Al tiempo, se elaboraban de forma artesanal pequeños recipientes a modo de toscos vasos, cortados de cañas pertenecientes al cañaveral que estaba cercano al lagar. No había regalo más natural y exquisito que probar, mediante uno de estos recipientes, el jugo de las uvas recién exprimidas.
La vendimia duraba todo el día y se empleaba parte de la noche en levantar la pesada piedra maciza de forma casi esférica y que, a su vez hacía de contrapeso para dejar caer todo el soporte de la viga sobre la tartaleta hecha con los engazos y orujos, apretados con varios maderos y una gruesa soga. Así, el hilillo que salía desde la tanqueta hasta la tina atravesando la canal, era cada vez más fino y más transparente. Era un auténtico néctar de uvas, más dulce y embriagador que el propio mosto salido del inicio de la pisada ¡Placer de los Dioses!
A este tiempo ya se había ideado el segundo invento artesanal, quedando de esta manera grabado para siempre en la retina del pequeño y dentro de su corazón. Así pues, una larga caña partida por la mitad hacía las veces de tubería al descubierto que, colocada desde la canal de la que brotaba el fino hilillo de mosto, llegaba hasta los labios del pequeño que, a modo de juego y ayudado por su mentor, instaba a probarlo. El placer era triple, por un lado paladear un sabor distinto a lo acostumbrado, por otro, la nueva experiencia de hacerlo a través de un utensilio artesanal recién construido haciendo uso de los recursos de la naturaleza y, por último, el saber que conmigo se haría una excepción al permitirme patear descalzo sobre los racimos de uvas, tal y como lo hacían los hombres. Así, decían, se me fortalecerían las piernas.
Hoy todavía permanece el delicado, dulce y fino sabor de los últimos elixires de aquel mosto que probé en repetidas ocasiones en la vendimia de mi infancia.