Foto Tanci
Pese a que su abuela
le tenía prohibido jugar en aquel lugar, ella omitía su mandato con la
connivencia de su mentora en tiempos veraniegos. Aquella gran tanqueta era el
lugar propicio para agazaparse cuando jugaba al escondite con el “Moro”, perro juguetón y cariñoso, de pelaje negro. De ahí su nombre, aunque atemperaba su color
con cuatro patas blancas, una suerte de calzas naturales. Fiel e inteligente, era el guardián perfecto para aquella casa de
labranza y de sus moradores, y compañero tolerante de los continuos, y a veces
insistentes, juegos de los niños de la casa. También era el sitio perfecto para
jugar a indios y cowboys y a las casitas, más a lo primero que a lo segundo,
cuestión de la predilección por los juegos de acción de la niña de antaño.
Y sobre la tanqueta, la gran viga. Con 10 metros de largo, 2
metros aproximadamente de circunferencia por la parte más ancha y 1,10 metros
de grosor por la parte intermedia y 2,65 metros desde el suelo hasta lo más
alto. La inmensa viga de pino canario atravesaba la tanqueta, que se llenaba de racimos de uva cada año, verano
tras verano, entre finales de septiembre y
mitad del mes de octubre. La vendimia significaba la mayor fiesta ligada
al trabajo en aquella casa de agricultura autosuficiente, con la que concluía
el año agrario y marcaba el comienzo de las primeras siembras "de
temprano". Fiesta porque el trabajo no era tan duro, porque el lagar era
lugar de encuentros, de charlas, de opiniones a destajo, de esfuerzo y de
colaboración y porque los niños eran bien recibidos en la labor de pisar las
uvas, ya que, según decían, fortalecían sus pequeñas piernas. Esto último era
para la activa niña como un premio anual: ahí es nada, chapotear con permiso en
un amasijo de líquido y bagazos que terminaban pegándose a su piel. Además, y
tal vez por eso, fuera de la época de vendimia, aquel lugar que cumplía el
cometido de pisado, y posteriormente el prensado de la uva, era el escondrijo
perfecto al que siempre acudía para sus juegos infantiles.
La abuela siempre decía que esa gran viga fue traída por una
yunta de vacas desde la parte alta del municipio en donde abundan pinos, brezos
y codesos y acarreada a través de caminos polvorientos de tierra y piedras. Tal
vez el mayor temor de la abuela era que, y
Dios no lo quisiera, esa enorme viga terminara cediendo sobre
los juegos de sus nietos y, con sus juegos, sobre ellos.
La desmesurada viga estaba protegida por varios aros
metálicos, de los mismos que se usaban en las barricas para unir las duelas con
firmeza y al mismo tiempo mantenerlas ajustadas y bien juntas. Era la manera de que la madera de esa viga no
fuera rajándose y cediendo con el
tiempo. Por si fuera poco, la viga era sostenida por el husillo, que era un
gigantesco tornillo de madera, cuya rosca había sido realizada a mano por un
hábil carpintero a base de trabajar la madera con azuela y berbiquí. El husillo
estaba hecho de otro tipo de madera mucho más fuerte que la de pino, tal vez la
de barbusano o de morera, y se unía a la gran viga por un eje de hierro para
que de esta forma se elevara haciendo palanca y mover el contrapeso: una enorme
piedra de aproximadamente unos mil kilos que soportaría el peso para el prensado de la uva.
Ese, pues, fue el lugar favorito de juegos de la niña. El
vetusto lagar, a cuyos noventa años habría que sumar los más de cien que, dada
su envergadura, hubo de tener el árbol del que procedía la viga. Ella hoy, como
la niña que fue, sigue imaginando aquel gran árbol, el mayor de la zona, antes
de ser talado, enhiesto, firme, fuerte y sin doblegarse; vivo, cargado de
inmensas y largas ramas de color verde oscuro donde anidaron cernícalos y
pinzones y algún que otro cuervo. Un árbol que, no habiendo podido ser abatido
ni por temporales, ni lluvia ni vientos, sucumbió, elegido paradójicamente por
su fortaleza, a la mano del hombre, que acometió el corte para afrontar una
necesaria innovación en el trabajo agrícola: construir el primer lagar de
husillo en aquellos parajes, en una recreación hecha realidad de una de las
leyes de la física. Y la viga formó parte importante de esa construcción
industrial pionera, hoy una bella pieza
de arqueología industrial.
Ella sigue creyendo, como aquella niña, que la descomunal
viga tiene un corazón muy grande, que se acelera cuando sostiene la pesada
piedra movida por el husillo, y que latía despacito para aportar parte de su
ser al sabor de los ricos y olorosos caldos que destilaban de la tanqueta.
Antaño, esta niña, más que pensar en
datos o en años, pensaba en juegos, alegría
y experimentos con la propia naturaleza, y, sobre todo, en
hacer caso a “debajo de la viga no
se juega” sabiendo, por intuición, que podría ocurrir lo que siempre le
había advertido su abuela.
Hoy sigue visitando ese reducto de patrimonio industrial, con
el bonito recuerdo de juegos, algarabía y alegrías propias más de la infancia
que de cualquier otra edad. Pero, con la edad, ha consolidado su creencia
mágica de que la algarabía, las charlas de pisada de la uva, los festejos por
la cosecha recibida y la fiesta de la vendimia, han quedado grabadas en el
corazón de la vieja y enorme viga de pino del lagar de la casa familiar, que a su
condescendencia con los niños que jugaban en su regazo y a la conciencia de
formar parte de la historia de la innovación industrial, le ha sumado ser el
depósito perenne de la vida de una comunidad que festejó, amó, trabajó, sufrió,
rió y lloró a su lado. Por eso sigue latiendo el viejo y sabio corazón del
vetusto lagar de la entrañable y antigua casa de labranza familiar.
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