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En la columna blanca de la pared de la entrada de su casa, estaban colgados siete espejos de tamaño pequeño. Cada uno reflejaba el estado anímico de su azarosa vida. Cada mañana, antes de salir de su casa, su estado anímico se veía reflejado en alguno de ellos.
El espejo triangular le auguraba una mañana encasillada, el romboide le decía cuán desbaratado iba a ser el día que iniciaba. El espejo rectangular le demostraba lo obsesivo de su persona, mientras que el cuadrado le demostraba que su día iba a estar pleno de ofuscaciones.
Si el espejo que brillaba esa mañana era el de forma circular, entonces estaba algo más cercano a un día interminable y más próximo a una flexibilidad acorde a sus expectativas de vida.
Se ponía nervioso si el espejo que se iluminaba era el de forma pentagonal, ese obviaba el rencor y la maledicencia. No entraba en sus intereses personales.
Esa mañana, antes de abrir la puerta de su casa para dirigirse a su trabajo, se le iluminó su cara. El espejo ovalado de líneas suaves y circulares le indicaba, taxativamente, que se moviera con tolerancia, la misma que había escogido para deambular por la vida.