A la gente sectaria o maniquea se la convence pronto. Basta con que alguien considerado como de los suyos haga cualquier propuesta, por tontaina que parezca, para que enseguida merezca el aplauso unánime. A esto se le llama también idealismo. ¡Qué lejos queda aquel Sócrates que preguntaba, preguntaba y preguntaba! ¡Qué pocos de nuestros políticos actuales quedarían en pie! Quizá sea un rotundo acto de optimismo suponer que quedaría alguno.
La cosa da algo de risa si quien hace la propuesta es alguien al que no se le recuerda una idea buena desde que dejó el chupete. Tiene recetas mágicas, fórmulas milagrosas, quizá también el bálsamo de Fierabrás, para solucionar las angustias de todos esos que por culpa de los malos se han quedado sin trabajo, sin la prestación por el desempleo, sin nada.
Una de las cosas que propone es la creación de agencias europeas de calificación financiera. Lo que ocurre es que para ello debería convencer a los demás estados de la Unión Europea; si se consiguiera, tampoco habría ninguna seguridad de que esas agencias iban a estar manipuladas por las naciones europeas más poderosas. Basta con recordar el comportamiento de Alemania, Francia y otros países en el desafortunado incidente del pepino. El problema de la Unión Europea es que no acierta a diseñar una política común por culpa de los nefastos nacionalismos. No se trata de crear agencias para que hagan informes amables y de paso colocar en ellas a todos los enchufados que se pueda, sino de fortalecer la unidad europea.
Asusta pensar que en una situación tan grave como la que padecemos se presenten programas tan demagógicos, con propuestas que no son más que brindis al sol, y que han sido calificados por Cándido Méndez como soplapolleces, Duran Lleida ha dado en el clavo al decir que con ese mensaje reduce aún más el crédito de España y Rosa Díez pone el dedo en la llaga al decir que "Es inútil esperar que mejoren las organizaciones en las cuales no mejora la gente".