Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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Metales, mitos y estrellas

El avance del conocimiento y las sociedades humanas está estrechamente relacionado con el dominio de los metales, los hijos de las estrellas.

Todo el oro, como el usado para este anillo de Ramsés
II, se ha creado en explosiones de supernovas como la
SN 1994D.
(anillo: foto CC de Guillaume Blanchard; supernova:
foto CC de NASA/ESA por el telescopio Hubble)
Dice el "Breve diccionario etimológico de la lengua castellana" de Joan Corominas que la palabra "metal" entró en nuestro idioma hacia el año 1250, proveniente del latín "metallum", que probablemente significaba "mina". El Oxford English Dictionary añade que la palabra latina proviene del griego "metallon", que significaba por igual "mina", "cantera" o, sí, "metal".

Los griegos y romanos que les dieron nombre conocían únicamente siete metales: oro, cobre, plata, plomo, estaño, hierro y mercurio, mientras que los indostanos conocían además el zinc y los chinos el cromo, como se descubrió al ver que algunas armas del ejército de terracota de Xian lo usaban como recubrimiento. Pero no fue sino hasta el siglo XVIII cuando se desencadenó el hallazgo de los diversos metales que conocemos hoy.

Los metales son elementos químicos (o sus compuestos o aleaciones) que son buenos conductores del calor y de la electricidad, generalmente con un brillo característico, maleables y dúctiles, y que pierden fácilmente electrones para fomar iones positivos. Forman la mayor parte de los 90 elementos de la tabla periódica que se pueden encontrar en la naturaleza, 66 de ellos, divididos en 6 categorías.

Formación de los metales

El hombre encontró los primeros metales en su forma pura, como hoy aún podemos encontrar pepitas o vetas de oro, pero otros metales sólo se encuentran en forma de compuestos que deben ser beneficiados o procesados para extraerlos. Por supuesto, el origen mismo de esos asombrosos materiales fue asunto de la mitología.

Para algunos pueblos, los metales eran producto del sacrificio o autoinmolación de algún dios o semidiós, partes sagradas derramadas en beneficio de la humanidad. Para los antiguos chinos, la copulación del "chi" (energía vital mágica) de la tierra con el Cielo Polvoriento producía el nacimiento de un metal que, al paso de los milenios, iba generando los demás. Para Aristóteles, los metales y todos los minerales nacían de exhalaciones de la tierra relacionadas con los cuatro elementos. Las proporciones de los cuatro elementos daban como resultado los distintos minerales y metales conocidos.

La idea de que los metales estaban en continua formación, ya fuera por relaciones sexuales, exhalaciones o el crecimiento orgánico incluía el concepto de que si se dejaban reposar las explotaciones mineras agotadas, éstas se reabastecerían y se volverían, decía Plinio, "más productivas" debido al "aire que se infunde por los orificios abiertos".

En el siglo XVI, Jerónimo Cardano, matemático y médico del renacimiento y uno de los fundadores de la teoría de la probabilidad, se hacía eco de esta creencia: "los materiales metálicos son a las montañas lo mismo que los árboles, y tienen sus raíces, troncos, ramas y hojas... ¿Qué es una mina si no es una planta cubierta de tierra?"

La idea del origen orgánico de los metales, su sexualidad y su composición elemental, y la creencia en que todos los metales eran la "semilla" del oro fueron bases de la alquimia, que buscaba en el "matrimonio de los metales" la consecución del sueño de la piedra filosofal, y soportó todavía varios siglos después del renacimiento.

Poco a poco, el avance del conocimiento científico sugirió que los metales, como todos los demás elementos, habían nacido con el universo. Pero, ¿al mismo tiempo o de modo progresivo?

Quien dio la clave del origen de los elementos pesados fue el físico inglés Sir Arthur Eddington, que en 1920 sugirió que las estrellas obtenían su energía fusionando núcleos de hidrógeno para producir helio, es decir, que eran grandes hornos de fusión nuclear. No fue sino hasta 1938 cuando el físico alemán Hans Bethe describió los mecanismos de la fusion de hidrógeno en helio.

Pero no explicaba los elementos más pesados que el helio, que abordó el físico Fred Hoyle después de la segunda guerra mundial, señalando cómo la abundancia de los elementos en una galaxia aumentaba conforme ésta envejecía. Es decir, que las estrellas iban produciendo, mediante fusión nuclear, elementos progresivamente más pesados que el hidrógeno (con un protón en el núcleo) y el helio (con dos protones). Por eso, precisamente, elementos ligeros (desde el punto de vista atómico) como el carbono, el oxígeno o el hierro son muy abundantes y otros más pesados como el oro, el mercurio y el uranio, son muy escasos.

Las enormes fuerzas del interior de las estrellas fusionan los elementos en su interior creando núcleos más pesados, lo que se conoce como "nucleosíntesis estelar". Dos átomos de hidrógeno producen uno de helio. Tres de helio se fusionan creando uno de carbono (que tiene 6 protones). Uno de carbono y uno de helio se conjuntan en un átomo de oxígeno, y así sucesivamente hasta llegar al hierro, el elemento más pesado que puede producirse dentro de una estrella y que en su núcleo tiene 26 protones.

El hierro es el elemento que tiene la energía de unión más fuerte e incluso las fuerzas de las estrellas comunes no pueden provocar que se fusione dando lugar a elementos más pesados, pero aún así, en la naturaleza, hay muchos elementos con núcleos más pesados que el hierro, desde el cobalto (con 27 protones) hasta el uranio (con 92), y sin contar los elementos hechos por el hombre que hasta la fecha llegan al elemento "ununoctio", con 118 protones.

Los elementos que van del cobalto al uranio sólo pueden producirse en las masivas explosiones de estrellas que llamamos "supernovas", lo que conocmos como "nucleosíntesis explosiva". que además, al estallar, distribuyen por el universo los elementos más ligeros creados cuando eran simples estrellas.

El polvo estelar lanzado por las supernovas puede después empezar a reunirse en nubes giratorias que dan origen a nuevas estrellas y sistemas solares. Así ocurrió con el nuestro. Todos los elementos de nuestro planeta más pesados que el hidrógeno y el helio, los dos principales elementos nacidos durante la explosión que dio origen al universo, el Big Bang, están fabricados en el interior de las estrellas. Estamos hechos, como decía Carl Sagan, del material de las estrellas.

Origen

En 2011, un grupo de investigadores publicó en la revista "Experimental Astronomy" una propuesta de misión a la Agencia Espacial Europea. La misión, llamada "Origen: creación y evolución de los metales desde el amanecer cósmico" pondría en órbita un observatorio espectroscópico para analizar la composición de grupos de galaxias y responder a preguntas como ¿cuándo se crearon los primeros metales?, ¿cómo evoluciona el contenido metálico del cosmos? y ¿dónde se encuentra la mayor parte de los metales del universo? La ESA aún no ha dado respuesta.

De qué está hecho el universo

Puede parecernos evidente que lo que hay a nuestro alrededor no es uniforme, que no todo tiene el mismo color, textura, dureza, densidad y otras propiedades. Un trozo de metal y una rama de árbol, un vaso de agua y un venado son claramente distintos.

Monumento a Mendeleev y su tabla periódica en la
Universidad Tecnológica de Bratislava
(Foto CC de mmmdirt, usuario de Flickr,
vía Wikimedia Commons)
Ya en los albores de la historia humana, esto llamaba al asombro. ¿Cuáles eran los componentes de las cosas, las sustancias esenciales que las hacían tan distintas? Entre los griegos, las distintas escuelas filosóficas se inclinaron por distintos componentes básicos que no se pudieran subdividir en más componentes o sustancias distintas.

Según las reflexiones de Tales de Mileto, el elemento primordial de toda la materia era el agua. Pocos años después, Anaxímenes, también en Mileto, basó toda su filosofía en la idea de que el material esencial del universo era el aire. Y apenas unos años después, el brillante Heráclito de Efeso que enunció el concepto de que “todo fluye, nada permanece”, argumentó que el elemento más fundamental era el fuego.

No mucho tiempo pasó antes de que Empédocles intentara la síntesis de los maestros anteriores diciendo que los tres elementos enunciados eran todos componentes básicos del cosmos, añadiéndoles la tierra para tener los cuatro elementos o raíces que se convirtieron en la creencia fundamental del mundo occidental gracias a su adopción por parte de Aristóteles. En China se creyó en cinco elementos: fuego, tierra, agua, metal y madera, mientras que los indostanos y budistas argumentaron sobre los tres elementos del zoroastrianismo: fuego, agua y tierra (luego añadirían el aire y el éter). En las tres culturas se intentó clasificar todo según el número de los elementos de su filosofía, especialmente el misterio de la vida. Los griegos creían que el cuerpo humano estaba formado por cuatro humores, base de toda la medicina occidental precientífica. Los chinos en cambio postularon cinco funciones de la energía vital mística llamada “chi”, y con ello diseñaron su medicina precientífica. Y los indostanos argumentaron que el cuerpo estaba controlado por tres doshas o fuerzas, sobre las que crearon su propia práctica médico-mística.

Estas ideas consideraban a los “elementos” como una fuerza más bien mística, sin relación con los elementos químicos que ya se conocían y utilizaban, algunos desde la prehistoria, como el cobre, el oro, el plomo, la plata, el hierro, el carbono y otros más. Los metales, en particular, eran objeto del interés de la alquimia que intentó transmutar de unos en otros utilizando los cuatro elementos clásicos y procedimientos más bien mágicos.

El paso al estudio científico de la química llegó de la mano de Robert Boyle en 1661, cuando publicó en Londres su libro ‘El químico escéptico, o dudas y paradojas quimico-físicas’, donde relataba sus experiencias, lanzaba un llamamiento a que los químicos experimentaran, estableciendo que precisamente los experimentos indicaban que los elementos químicos no eran los cuatro clásicos.

Con este libro, Boyle sentó las bases de una disciplina distinta de la alquimia; una disciplina científica, rigurosa, donde sólo se podía considerar verdadero lo que hubiera sido probado experimentalmente. La nueva química, aunque usaba herramientas y procesos de la alquimia, era algo radicalmente nuevo y diferente, que en breve marcó el fin de la alquimia y sus apasionantes especulaciones.

El libro de Boyle fue el banderazo de salida para la reevaluación de todo lo que se había creído sobre la composición del universo. Desde el descubrimiento del fósforo en 1669 a cargo del alemán Hennig Brand, todavía alquimista, comenzó una sucesión de descubrimientos de otros elementos químicos, casi una veintena sólo en el siglo XVIII y más de 50 en el siglo XIX.

En 1787, el francés Antoine de Lavoisier, descubridor del oxígeno y el hidrógeno (demostrando así que el aire no era un elemento esencial sino una mezcla), hizo la primera lista de 33 elementos, tratando de normalizar tanto la nomenclatura de los mismos como la de los compuestos que forman, en el primer esfuerzo por sistematizar la química como disciplina.

En los años siguientes, el descubrimiento de nuevos elementos y la observación de sus propiedades y la forma en que creaban compuestos, con qué otros elementos se combinaban más frecuentemente, y las características de los mismos compuestos, se empezó a vislumbrar que los elementos tenían una peculiar característica llamada “periodicidad”, es decir, que organizados de acuerdo a sus números atómicos, algunos elementos compartían propiedades químicas que se repetían periódicamente.

En 1869, un profesor de química, el ruso Dmitri Ivanovich Mendeleev, publicó una tabla de los elementos que los ordenaba por su peso atómico pero en columnas que indicaban la repetición de las características químicas de los elementos. Así, por ejemplo, los llamados “gases nobles”, helio, neón, argón, xenón, kriptón y radón son todos gases cuyas moléculas tienen un solo átomo, no son inflamables en condiciones normales y tienen muy poca reactividad química, de modo que están en la misma columna pese a sus diversos pesos químicos.

Mendeleev incluyó en su tabla todos los elementos conocidos hasta entonces, pero además predijo las propiedades químicas que deberían tener los elementos no conocidos, según su peso atómico: el germanio, el galio y el escandio. Estas predicciones se confirmaron conforme se descubrieron dichos elementos, y otros nuevos que también ocupaban su lugar en la tabla de Mendeleev.

En la naturaleza existen 92 elementos. El hidrógeno, el más ligero tiene un protón en su núcleo, y por tanto tiene el número atómico 1. El uranio, en el otro extremo de la tabla, tiene 92 protones y es el más pesado de los elementos que se encuentran en la naturaleza. Más allá del uranio hay elementos con más de 92 protones en su núcleo que ha producido el hombre artificialmente, y son todos radiactivos. A la fecha se han sintetizado elementos con hasta 118 protones, de algunos de los cuales sólo se han detectado literalmente unos pocos átomos porque se degradan rápidamente.

Así podemos responder que el universo, en toda su complejidad, está hecho de materia en la forma de sólo 92 elementos, y, claro, de energía.

El año internacional de la química

La Unión Internacional de Química Pura y Aplicada y la UNESCO han designado a 2011 como el Año Internacional de la Química, y ha preparado una serie de actividades para dar a conocer mejor las aportaciones e importancia de la química en nuestra vida, bajo el tema “Química: nuestra vida, nuestro futuro”. En España, esta conmemoración estará encabezada por el Foro Química y Sociedad, con concursos, conferencias, actividades prácticas y un camión científico, Movilab, que recorrerá España con talleres para todas las edades.