Aunque técnicamente fue ayer, yo aun
no me he acostado, y considero que hoy se han cumplido cinco años
desde que me subí por primera vez a un escenario a hacer un
monólogo.
En estos cinco años se puede decir que
me ha pasado un poco de todo. Desde vivir la sensación
indescriptible de hacer a más de mil personas estallar en una
carcajada, hasta sentirme absolutamente imbécil debajo de un foco. A
veces, con solo un día de diferencia entre una cosa y la otra.
La incertidumbre siempre te acompaña,
el miedo a fracasar, la soledad de la carretera, la ilusión de una
noche increíble y sobretodo el amor por la comedia. Porque a la
comedia hay que amarla. Si no, no sobrevives a ella. Te exige
demasiado, el precio es elevado, y cada una de las muchas
satisfacciones que te ofrece las pagas con creces con otros tantos
sacrificios.
El vértigo de no saber qué pasará
dentro de un año, la inquietud de una agenda vacía a unos meses
vista, la necesidad de crecer, de mejorar, de evolucionar, hacen que
tengas la mente siempre alerta. Y al mismo tiempo la libertad de
dibujar cada día tu propio camino, sin jefes, sin rutina fija, con
tiempo para crear, aprender, divagar o simplemente ser un espectador
de lo que te rodea. Observar la vida cotidiana que fluye a tu
alrededor, y permitirte reflexionar sobre lo humano y lo divino,
siempre con la idea de encontrar el punto de vista cómico. Porque
eso es lo mejor que te ofrece la comedia: que a todo le quieres ver
la parte divertida. Y termina por convertirse en una filosofía de
vida. Aunque también es cierto que no siempre es suficiente, ni
siempre se consigue.
Soy afortunado por dedicarme a lo que
me gusta, por poder vivir experiencias increíbles, y al mismo tiempo
soy esclavo de esta vida que he elegido, y que no deja de ser un
veneno al que cuesta renunciar.
Gracias por dejarme pisar cada
escenario, por cada risa, por cada aplauso y hasta por cada reproche,
porque todos y cada uno de ellos son el fruto de mucho esfuerzo.
Nos vemos en los bares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario