Es la opresión de estos tiempos, el gris del cielo emparentado con la desolación. Una marginalidad despiadada, el desencanto hecho dolor.
Su andar sereno era una máscara, un velo que cubría su interior antes que se lo arrebataran. De sus dientes putrefactos resplandecía la opacidad del olvido.
Un saco remendado una y otra vez, testigo de insultos y miradas indiferentes. Jeans deshilachados y no por la moda. Ojotas dejando al descubierto pies endurecidos por los años, la mugre y el sol.
Delante, siempre, el changuito oxidado, cargado de latas y penas, bolsas y sueños perdidos.
La cabeza gacha, como contando las baldosas, sacando fuerza del escuálido cuerpo, avanzando por las calles de todos los días, en un recorrido sin final.
De vez en cuando levantaba los ojos y escudriñaba desconfiado, atento a la perversidad humana, la soberbia, la mala palabra.
Cuando la noche comenzaba a caer era que lo notaba. Cada vez eran más los que vagaban. Veía salir de los callejones gente empujando carritos, en silencio recolectando basura, cartones, lo que venga.
El paso cansino característico, como pidiendo perdón a la vida por haber fracasado. Un desfile de almas en pecado, huérfanas de sociedad, hijas de nadie, pronto del olvido.
Es la opresión de estos tiempos, se repetía. Algo estaba yendo más mal que de costumbre. Ya no recordaba qué había pasado con él. Cómo fue que un día su nación pasó a ser la calle. De eso se trataba, de no recordar, así que estaba bien que así fuera.
Ahora, bajo la enorme luna que quería emerger de entre las nubes, como un criminal espiando detrás de un arbusto, vigilaba su calle. Su casa. Su vida.
Y esta vez la sorprendió. Allí estaba la persona que le robaba los cartones que desde hacía años juntaba delante de la tienda de electrodomésticos. Una de las nuevas se dijo y no se sorprendió.
La máscara cayó. Su andar se transformó en decidido. Fue por atrás y con la barreta que escondía entre sus ropas, la descerebró de un golpe. La sangre salpicó incluso su rostro. Limpió la barreta en el saco. Nada le hacía una mancha más. Tomó los cartones e hizo un viaje hasta su carrito. Volvió por el resto y antes de marcharse, pateó con fuerza el cuerpo para darlo vuelta.
El rostro que lo miró, ya mortecino y aún más pálido por la luz de la luna, vencedora al fin en su lucha nocturna por reinar en la noche, era el de una joven, de no más de veinte años. Había sido hermosa. Pero también olvidada.
Maldijo por lo bajo por el desperdicio y se fue. Volvería al día siguiente, como lo hacía desde que el olvido lo tomó de rehén.
sábado, 29 de noviembre de 2008
Rehén del olvido
jueves, 27 de noviembre de 2008
En la nieve
Comienzo de Libros...
sábado, 22 de noviembre de 2008
En Sisteron
No conocía Francia. Sus ojos, cuando las lágrimas se lo permitían, tornaban del horror a la fascinación y de allí al horror nuevamente. Todo había sucedido demasiado rápido para sus jóvenes años.
Eres joven, eres hermoso... resonaba en su interior. Esas palabras que apenas pudo susurrar -¿o sólo imaginar?-, esas extrañas palabras recurrentes, persistentes, que ahora eran un eco incontenible.
Un dolor mitigaba otro dolor y todos producían esa turbación de la conciencia. Eres joven, eres hermoso... como si ella no lo fuera. Pero ya no, ya se parecía más al despojo que necesitaban que a la bella muchacha que la naturaleza esculpió.
El lugar era espacioso, un atrio, sí, un atrio. Nôtre Dame des Pommiers, al pie de la ciudadela de Sisteron, a sólo uno o dos días de Avignon. Los Alpes caían sobre la provenza francesa blanqueando de crudo invierno la región, durmiendo los viñedos y los interminables frutales. La moteada manta blanca salpicada de grises manchones en algún risco, en algún valle, se empecinaba en cubrir la atrocidad del rito que se preparaba. Curiosos campesinos asombrados, curiosos mercaderes montando sus tenderetes, curiosos magistrados profiriendo maldiciones, curiosos monjes santiguándose bajo sus capuchas, atisbando de reojo a aquella cuya presencia era como la de un ejército formado batalla.
Bajo el raído sayo, la que fue bella como la luna ahora colgaba de sus muñecas, las articulaciones deshechas, marchitándose como una rosa de tallo quebrado.
Elegantes personajes de paso lento, erguidos, con guardia armada discutían el proceso y la espera demasiado larga. Los últimos mensajeros anunciaron el arribo instantes antes de que un par de purpurados ancianos, noble el gesto, incómodos por el viaje, descendieran del carruaje de seis caballos enjaezados con cintas blancas y amarillas.
En su desvaída conciencia sólo volvía él, joven y hermoso, una y otra vez. Ya no su triste entrega a lujuriosos monjes serviles por una gallina o, como mucho, por un corazón de buey. Ya no la peste que comenzaba a asolar la región y la despojaba de hermanos y a la vez de viejos temores. Sólo él, a quien decidió darse por nada aquella noche en la abarrotada cocina, debajo de la sabiduría de siglos que no vería otra luz que la de su propio consumirse para volver al polvo original.
No conocía Francia y lo poco que pudo le supo tan triste como su rincón bajo las estribaciones del monte donde miraba hacia arriba día y noche cuando intuyó el amor.
Cuando todo estuvo preparado, cuando se aseguró llegar a Avignon precedido de una fama excelente, cuando supo firmemente establecido su lugar entre los poderosos y la admiración de los lacayos del papa, Bernardo Gui dio la orden y tres verdugos encendieron la pira.
domingo, 9 de noviembre de 2008
Here comes the Sun King
Tanto busqué este momento, ¡tanto calculé los movimientos..!
El otoño azota el leve sol, un rey sin obsecuentes ni obedientes.
Todo el mundo ríe.
Todo el mundo está feliz.
Aquí llega el rey sol.
Nunca me gustó el otoño, ni el frío, ni las chicas del brazo de su hombre arrebujados cruzando la avenida. Prefiero la sombra de este edificio. Vendrá y yo seré yo.
Hay cosas que no comprendo. Lenguajes que dicen lo que no sé decir y menos entender, porque llega el sol y deslumbra -pienso- y pierdo el sentido.
Quando paramucho mi amore defelice corazon
Mundo pararazzi mi amore chicka ferdy parasol
Cuesto obrigado tanta mucho que can eat it carousel
Este idioma de todos y de nadie me dicta en este otoño cruel lo que debo hacer.
Espero, sé esperar.
Here comes the Sun King.
El puño apretado debajo de mi abrigo y la sorpresa a la vuelta de la esquina.
Here comes the Sun King.
Si ya calculé todo... ¿cómo voy a fallar?
Con mono o sin mono lo haré de todas maneras...
Here comes the Sun King.
No puedo mirarlo a los ojos, me deslumbra el rey sol. Me ciega.
-¿Me das un autógrafo, John?
- Por supuesto, ¿para ..?
- Para Mark, y firma como Rey Sol.
sábado, 8 de noviembre de 2008
Episodio
Un tercer episodio de pasado desempolvó los auges de la memoria caída.
Comenzó con una leyenda pasiva de contracturas del alma que, poco a poco, se transformó en noche eludiendo las causas de la tensión.
El medio fue una máquina del tiempo generosamente abstracta, como la Olivetti que llenaba gran parte del ropero, en el sector de los zapatos. La sacó de su hueco con gran esfuerzo. Estaba tan bien encajada como un secreto guardado sin dificultad. No molestaba hasta que la necesitó. Después de probarla intensamente comprobó que ya no funcionaba, entonces recordó el porqué del abandono, del desuso, de las huellas en las teclas después de la última canción.
Las olvidadas letras de su memoria permanecerían sepultadas con la muerte de la vieja máquina, pero se enorgulleció por no existir la posibilidad de otro renacer mecánico.
sábado, 1 de noviembre de 2008
Fuga
Siente el viento golpeando el rostro y cómo la carretera se esconde debajo del capó del auto. Va lanzada a doscientos kilómetros por hora, aferrada al volante de su descapotable, dueña de su libertad, presa de su deseo.
La carretera no parece tener fin y el paisaje se torna repetitivo y fugaz. Detrás ha quedado una vida y por delante, sabe, vendrá otra.
Mira de reojo de tanto en tanto el asiento a su lado, ausente de compañía, pero no por ello vacío. El bolso está allí y eso la reconforta. Sabe que hay una conexión entre lo que contiene y el palpitar intenso de su corazón.
El motor del coche pugna por hacerse escuchar, pero el zumbar del viento es aún más fuerte. Casi no hay curvas, el futuro parece estar al fondo de una larga línea recta.
Por momentos se hecha a reír, aunque casi insonoras, sus carcajadas hacen de su rostro, una mueca de locura. El maquillaje corrido, la sangre seca sobre el labio superior de la boca y la camisa blanca surcada por gotas de algo que ahora está negro, retratan una escena esquizofrénica.
El día es claro, sin nubes amenazantes, el sol brilla en lo alto y se refleja en el parabrisas con destellos que parecen jugar sobre el vidrio. El espejo retrovisor invierte lo que ella tiene por delante, esa recta y despoblada carretera, que en lugar de aguardar, se aleja, hasta que de pronto, el horizonte, voraz, la devora.
Sigue riendo mientras siente como su pie se entierra en el acelerador. La sensación del volante es sensual, como el viento que arrebata su larga cabellera y la golpea sobre sus hombros. No deja de mirar hacia el asiento del acompañante y sentir un alivio al encontrar allí al bolso.
En el espejo retrovisor la carretera sigue escapando hacia el pasado. Pero dos puntos de colores parecen avanzar hacia delante. Primero cree que es su vista que la ha engañado. Presta más atención y comprende que no. Una luz roja y a su lado, otra azul. Y más atrás, otro par igual. De repente son no tres, sino cuatro pares...
La policía la está siguiendo. Encontraron su pista, rompieron el encantamiento de la fuga.
Se siente furiosa, golpea con fuerza el volante, maldice gritando a pesar que nadie la escucha. Maldice a su novio, cuyo cadáver lleva desde hace más de cuatro días en la maletera. La tranquiliza saber que el bolso está a su lado.
Toma una decisión y lo hace rápido. Se olvida del futuro y se aferra al presente. Con un brusco giro, abandona la carretera y conduce hacia al este, por camino de tierra. El polvo lo colma todo, incluso al punto de asfixiarla, pero es su única esperanza. Lleva el motor al máximo que puede dar, el auto va a los saltos, las ruedas ya no acarician la planicie de asfalto, sino que atraviesan las tumultuosas sinuosidades de la tierra salvaje, devorando rocas y zanjas, en una marcha atroz y desenfrenada.
El vehículo parece llevado por el diablo. Los coches de la policía hacen su mejor intento, pero cada vez quedan más atrás. Ella siente que vuelve a triunfar, que está a un paso de hacerlo.
Ríe fuerte, con toda la boca. Mueve los hombros para sacarse algo de tensión de encima. No desacelera, no se lo permite. Si bien el espejo retrovisor le devuelve polvo y nada, no puede confiarse. Mira a su lado. El bolso no está.
Se le hela la sangre. El corazón parece detenerse. Mira a sus pies desesperada, esperando que el movimiento lo haya hecho caer del asiento. Pero no está. El bolso no está.
Piensa en detenerse y volver atrás, pero sabe que es un suicidio. Quiere pensar pero no puede, está confundida. Entonces escucha su voz y el peso de su mano sobre su hombro.
Grita. Grita fuerte y aterrada. Sabe que está muerto. Lo sabe porque lo mató en el motel, le cortó la garganta y los testículos, y luego se los metió en la boca. Lo llevaba en el maletero porque pensaba enterrarlo cerca de donde se instalara, como un premio, un recuerdo de lo que todo le había costado.
No se animaría a mirar atrás, estaba segura. Pero ya estaba mirando. Con la garganta cortada, emanando ríos de sangre, allí estaba su novio. Era imposible, pero a la vez verdad. Muerto en vida, estaba en el asiento de atrás, estirado hacia delante, con algo saliendo de su boca. Sintió que le venían naúseas. El le guiñó el ojo y con la mano libre, alzó el bolso. Ella no pudo atinar a nada, ni siquiera a mirar nuevamente hacia delante.
El hizo oscilar el bolso, cada vez con más fuerza, una y otra vez, una y otra vez, y cuando había alcanzado cierta velocidad, lo lanzó al aire. Un testículo asomó de su boca, bañado de sangre. Ella volvió a gritar, queriendo arrojarse del auto. Pero ya era tarde.
El camino había terminado. La tierra cedió bajo las ruedas delanteras del descapotable a más de doscientos kilómetros por hora. El auto salió despedido al precipicio como un chorro de orín. Volvió a sentir como la golpeaba el viento, pero esta vez, como nunca lo había sentido en su vida. Antes de cerrar los ojos y dejar de pensar, volvió a ver a su novio, que no dejaba de sujetarle el hombro y supo con seguridad que estaba muerto. La locura la embargó antes que la muerte llegara.