Y ser una rock & roll star. La verdad es que no. La verdad es que donde quise ir fue a San Francisco, y eso fue lo que hice a finales de 2011. Pero ya que estaba en California, y antes de regresar de nuevo a España, decidí conocer la meca del cine. Me alojé en Santa Monica, a unos minutos de las arenas que han pasado a la historia por Los vigilantes de la playa, y del muelle que marca el final de las 2.448 millas de la Ruta 66.
Todo muy mítico, sí, muy peliculero, y no nos vamos a engañar, eso lo envuelve de cierto encanto. Hasta el viajero más puro se deja llevar aquí por algunos tópicos, y todo te dirige hacia lo que nos han vendido a través de la televisión y el cine desde que tenemos conciencia.
Ya en el mismo youth hostel ofrecen a diario rutas de autobús por las mansiones de los famosos, Beverly Hills, parada panorámica para hacerse la foto con el letrero de Hollywood y comida en el Hard Rock Café de Universal Studios, plagado de tesoros para mitómanos.
Al Paseo de la Fama y el teatro donde las estrellas se exhiben glamurosas en cada gala de los Óscar también es difícil resistirse, aunque todo exhala un aire mucho más rancio y deprimente que lo que las películas nos sugieren. Eso me dejó un contrapunto triste, sumado a la despedida de los amigos que dejaba en San Francisco, aunque compensado con el entusiasmo de conocer un nuevo lugar y nuevas personas e historias.
Placa original de la serie, en el Hard Rock Café |
El "backstage" del Paseo de la Fama |
Fueron, en definitiva, días intensos. ¿Lo mejor? Como casi siempre, las personas. Conversar con almas libres, como Esteban, un venezolano con quien recorrí los kilómetros y kilómetros de Venice Beach y disfrutar de los momentos mágicos, por inimaginados, que te depara a veces el presente. Y acabar el viaje tomando cervezas en un bar español en pleno L.A., brindando por las almas viajeras. Salud.