El olor a cerezas con chocolate caliente y un buen plato de estofado, eran la exquisita cena de Rigalis, un hombre de estatura promedio, ojos prominentes, nariz aguileña y unas orejas largas parecidas a dos puntas de flecha.
Rigalis es un Sivael, un hombre mitad elfo y descendiente de los elfos hechiceros casi extintos: los Domael. Desde hace mucho tiempo vive en la orilla de una cascada perteneciente al bosque Suldén. Un hermoso ecosistema en el que todas las noches escucha a los búhos cantarle a las estrellas.
Rigalis no sale de su pequeña casa de madera casi nunca, debido a que posee algo que nadie debe saber que existe. Una posesión única e invaluable. Un Órgano Precioso tan único como el color de las mariposas o las piedras preciosas. La piedra filosofal de los simples y los de los propios reyes.
Posee el Corazón Inmortal.
Rigalis nació con ese corazón, y pese a que creció como todo niño, joven y adulto, cuando llegó a la vejez, dejo de crecer. Ha vivido mucho más que las tortugas más longevas, que los propios árboles o los propios elfos. Ha conocido mujeres y hombres que han muerto hace mucho tiempo, y una de ellas ha sido su querida esposa Selenia. Está cansado de ver la muerte, la tristeza y el dolor. Muchas veces ha intentado suicidarse, lanzándose desde un peñasco, y quebrándose cada parte de su cuerpo. Pero su corazón ha regeneró cada órgano rasgado y cada hueso roto. El veneno nunca ha surtido efecto, y el apuñalarse el corazón sólo le ha traído dolor, y más sufrimiento. Han intentado matarlo, pero nadie ha podido cortar su corazón.
Rigalis desea morir, pero su vida es eterna.
Ha buscado la manera de cortar su corazón en libros, textos antiguos y papiros. Sólo logró encontrar un pequeño texto que decía:
"Aquel que posea el Corazón Inmortal, eterno será,
puesto que sólo el Valis lo quemará,
el don del nacimiento lo separará,
y sólo al amor puro cederá"
Rigalis había encontrado la forma de morir. No poseía el Valis, el fuego de los Elendares, ni podía dar a luz. Lo único que conocía era el amor. Ese sentimiento que llegó a expresar a su esposa y que sólo ha surgido una vez más en toda su vida.
Se había enamorado de una niña como si fuera su propia hija. Veía en ella sus ojos, su piel, su ternura y su propio corazón. Ella era como la luna, sus ojos parecían el sol más brillante, y su sonrisa era tan especial como el primer copo de nieve, como el amanecer.
Pero la niña estaba enferma.
Padecía de una enfermedad desconocida. Un moho negro que pudría sus órganos poco a poco y la debilitaba con el paso del tiempo. Los doctores se habían dado por vencidos.
Rigalis la había visto el día que fue a comprar alimentos a Malis Cavael, un pueblo de casas de madera, techos de tejas, calles de tierra y caballos por doquier. Su madre la sostenía en brazos, y lloraba. Ambas lloraban. Los gritos de la niña molestaban a los pueblerinos, pero nadie decía nada. Sabían de su situación, y por ellos se alejaban y corrían. Sus orejas eran muy parecidas a las suyas, ahora se daba cuenta porque se había encariñado tanto hasta el punto de amarla. Era una Sivala, la pareja de los Sivael, mitad hada.
Un día, después de pensar en una cura para la enfermedad de la niña, de buscar en libros y de no dormir por cinco días seguidos, Rigalis siguió a la madre y a la niña. Cerca de una taberna con el letrero torcido y las palabra Merval, se acercó a ellas y dijo:
—No me conoces, pero yo si te conozco.
—¿Quién es usted? —le pregunto ella, alejándose un poco y acercando a la niña a su pecho, protegiéndola.
—Mi nombre Rigalis.
—Yo soy Enélia.
Su rostro era parecido al de la niña, pero las arrugas le agregaban belleza. Sus ojos marrones con motas verdes casi eran opacados por la piel hincada consecuencia del llanto, y su piel parecía arena. Rigalis no podía calcular el tiempo que había estado llorando. Días, semanas.
—He venido a salvar a su hija —le dijo Rigalis sin darle vueltas al asunto. No podía perder el tiempo.
—¿Salvar... a... mi hija? —expresó Enélia, entrecortándose—. Eso no es posible. Los doctores dicen que morirá pronto, que ya no hay manera de curarla. Por favor, no me mienta. No me ilusione. ¡No podría soportarlo! —dijo con voz delicada.
Rigalis la miró con seriedad.
—Lo único que deseo es salvar a su hija. Quiero salvarla porque... porque —Rigalis no sabía si decirlo o no. No sabía cómo reaccionaría Enélia —.Quiero salvarla porque...
Se detuvo antes de decirlo. Sólo la haría desconfiar de él.
—¿Quieres salvarla? —le preguntó.
Enélia no había perdido la esperanza de salvar a su hija, pero el dolor y la tristeza nublaban su corazón.
—¿Cómo puedes hacerlo? —limpió sus lágrimas con el vestido azul que tapaba sus rodillas y dejaba a la vista sus zapatillas cafés.
—Eso no puedo decirlo.
—Y cómo quieres...
—Lleva a tu hija a la Cascada de Aguaturbia en el bosque Suldén y reúnete conmigo en la casa que está cerca. Ahí podremos salvarla, sino, la verás morir de todas formas.
Enélia llevó a su hija a la casa de Rigalis. Rigalis estaba completamente seguro de que así seria, sin embargo, ella traía consigo un largo cuchillo cubierto por su largo vestido. Rigalis lo vio y sonrió casi complacido.
—Pon a tu hija aquí —le señalo una cuna de madera improvisada cubierta con mantas—. No te muevas, y por más que veas algo inmundo y asqueroso, déjame terminar —Enélia acostó a la niña sobre la cuna. Su llanto era débil.
Rigalis la miró y sintió su corazón latirle con mucha fuerza.
—Tu hija vivirá por mucho tiempo —terminó diciendo.
Rigalis se quitó la túnica negra que lo cobijaba, dejando su torso desnudo. El bello de su pecho era uniforme, excepto en el medio, sobre su corazón. Su piel era como la de un niño, a pesar de que parecía un hombre de cien años. Enélia no dijo nada, pero su mirada parecía decir muchas cosas.
Le quitó la sabana a la niña y desnudó su pecho. Enélia dio un gritó ahogado, pero no hizo movimiento. Rigalis despunto cada uno de los hilos que cerraban la incisión hecha en el pecho de la bebe, como si fuera común para él. Su madre casi se desmaya, y las lágrimas empeñaron sus ojos.
La bebé comenzó a llorar con fuerza. Rigalis sabía que sufría, conocía ese dolor más que nadie. Siguió deshilachando el hilo tan rápido como pudo para no dañar el pecho de la bebé más de lo que podría soportar. Cuando por fin pudo ver el corazón de la bebé, sus ojos se humedecieron terriblemente. Su corazón estaba a punto de pudrirse.
Enélia casi vomita al ver el interior de su hija. Era demasiado negro. El carbón sería pálido en comparación.
—¿Cómo puede una niña tener eso en su interior? —pregunto ella, casi vomitando.
—Es Mogaria o Moho de la muerte —contestó Rigalis, suspirando—. Ha resistido mucho. Es difícil ver a una niña vivir por tanto tiempo portando está enfermedad. Se debe a que es...
—... diferente —término diciendo Enélia, mirando hacía el suelo con tristeza.
—Es como...
El corazón de la bebé dejo de latir. Rigalis y Enélia tragaron en seco.
La niña había muerto.
Enélia cayó bruces en el suelo, apoyando sus brazos al frente, y lloró.
Rigalis había dejado de respirar, su barba blanca había almacenado mucho sudor y algunas lágrimas. En un punto casi muerto, le quitó el cuchillo a Enélia. Ella lo miró, sorprendida, y cortó su pecho. El sonido fue desgarrador, perturbador e insano. Rigalis sintió un dolor escalofriante, pero lo ignoró.
Enélia estaba aterrorizada. Gritaba "Por favor, detente" tan lento que parecía estar a punto de desmayarse, como si fuera un títere olvidado.
—Esto era lo que tenía planeado desde un principio —le dijo a ella. Enélia no pudo decir nada. Al parecer, Rigalis poseía plena conciencia de lo que hacía—. La única forma de salvar a tu hija es dándole mi corazón, puesto que este corazón que poseo es inmortal, y puede curarla, sin importar que ya esté muerta.
—Pero morirás.
—Sí, moriré —dijo con los ojos llenos de amor y esperanza.
Enélia se quedó muda.
Rigalis rodeó su corazón con la mano derecha y jaló con fuerza. El corazón se desprendió emitiendo un sonido profundo y desgarrador, igual al de un pollo al que le arrancan la piel.
El corazón palpitaba normalmente. Era pequeño, tan joven como el de un bebé recién nacido. Rigalis cortó el corazón de la niña e introdujo el suyo en el interior, esperando que se uniera al pecho de la niña.
La magia sería cuento de hadas comparado con lo que vio Enélia y presenció Rigalis por centésima vez.
El corazón regeneró sus propios vasos, uniéndolos a los de las bebé como si fuera tan natural como el nacimiento. Los órganos podridos se curaron y el pecho de la niña se cerró casi al instante, dejando una piel clara y hermosa.
Un llanto hermoso, como una canción clásica, llenó de color la oscura y pequeña casa de Rigalis. Enélia volvió en sí, sus lágrimas se secaron como el pozo más viejo y se levantó del suelo para acariciar las mejillas de su hija. Y la besó con ternura.
La bebé había vuelto a la vida.
Rigalis se sintió tan feliz que no se dio cuenta cuando cayó en el suelo. Estaba muriendo. Por fin sentía lo que era morir. Enélia se acercó a él y uso sus piernas para apoyarle la cabeza. Se sentía tan agradecida que sus lágrimas se hicieron presentes. Le dio un beso en los labios y le dijo gracias con demasiada ternura. Rigalis creyó que le habían cantado una hermosa canción.
—Lo hice por amor —le dijo él, escupiendo un poco de sangre.
Ella le limpió los labios con su vestido. No le importaron las palabras de Rigalis, porque sabía que esa era la única manera de que alguien llevara a cabo algo tan valeroso. Él sonrió complacido, como si lo liberaran de la culpa.
—Tienes que recordar algo y decírselo a ella —Rigalis respiró con dificultad—. Sólo el amor puro puede desprender el corazón de su pecho...
—Sé lo diré...
—Espera —interrumpió—. Pero habrán otros que querrán arrebatárselo. Por ello debes cuidarla. Ocultar a todos que posee ese corazón. Y sólo... —sus ojos estaban casi blancos—... Guarda esto —Sacó un pergamino de su túnica y se lo entregó—. No lo pierdas.
Ella asintió.
Rigalis sonrió apaciblemente. Ella le acariciaba la mejilla e intentaba ignorar el pecho abierto y sangrante.
—Solo te quiero preguntar una cosa —dijo Rigalis—. ¿Cuál es su nombre?
—No lo tiene. Cuando nació ya estaba enferma y no quise... —sollozó, cerrando los ojos, bañando el rostro de Rigalis con sus lágrimas—. Su nombre será Alis porque fuiste el milagro que le devolvió la vida.
Rigalis murió en las piernas de Enélia a sus mil doscientos años, descansando por fin de su dolor, su sufrimiento y sus penas, pero regalándole una última palabra de amor y ternura a Alis.
La llamó hija.