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viernes, 17 de julio de 2009

Ensalada verde con pollo, bacon crujiente y cherries explosivos




—¡Nenaaaaaa! ¿Está ya la cenaaaaaa?

Mi marido me reclama desde su estudio-santuario en la planta de arriba. Lo imagino con la cara inmersa en sus libros, cogiendo un curioso tono de piel papelino, con letras de imprenta por pelos de barba. Pronto se examina.

Como he llegado hace nada, para qué cambiarme de ropa. La cena es sencillita y me manejo bien. Así que pongo lo que necesito en la mesa de la cocina, donde desayunamos en verano y cenamos en invierno, según la meteorología: el bacon, la pechuga de pollo cortada en tiras, lechugas varias (rizadas, verdes, rojas), queso cheddar (o el que más os guste; yo es que soy muy quesera) y esos tomatitos pequeños como canicas gordas, jugosos y de un rojo brillante de lo más apetecible; tomates cherry, eso...



Preparo las hojas verdes en una ensaladera guapa (me gustan los lebrillos de cerámica granadina) y la aliño. Enciendo el fuego y en una sartén rebozo la pechuga, con harina, huevo y pan rallado (ojo, que el orden de los factores sí altera el producto ;-)). Cuando está lista, en otra sartén le doy vuelta y vuelta al bacon hasta que se enrosca sobre sí mismo, como asustadillo de tanto calor, y se vuelve crujiente (o crocante, como dicen los chefs, jeje). Se enfría rápido, así que voy montando la ensalada. Cojo las tijeras y corto el pollo en tiras y el bacon en cachitos, más o menos del tamaño de un bocado. Así está perfecto. Y ya que tengo las tijeras en la mano, digo, voy a cortar por la mitad los cherries, ya que estamos. Pero los cherries (gordos, jugosos y brillantes) son enemigos de ese objeto afilado que no hay que dejar nunca abierto (¡superstición!) y los muy capullos revientan a la primera de cambio. En buena hora… Me pongo toda perdida: la camiseta parece asesinada, con claros signos de crimen doméstico; tengo las pestañas llenas de pepitas, la nariz gelatinosa y ese olor a tomate reventao… Corro a lavarme antes de que se me seque la pasta y no pueda parpadear. Me escuece un ojo.

—¡Nenaaaaaaaa! ¿Bajo yaaaaaaaaa?

Me enjuago allí mismo en el grifo del fregadero, cojo una camiseta limpia que estaba tendida, me cambio, pongo la mesa, me siento, llamo a mi marido, que baja, se sienta, me mira y me dice, con su cara de folio «Nena, ¿y esas pepitas que tienes por todo el pelo? ¿Y ese churretón que tienes en el cuello?».

¡Buen provecho!

Por Eva Lao García

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