Siempre quise ir a Australia, pero nunca supe exactamente por qué. Supongo
que me atraía el hecho de que estuviese tan lejos o de que fuera tan diferente.
El caso es que no encontraba el momento; está muy lejos, es un país enorme y
hay otros lugares más accesibles. Además, es un pastel tan grande y apetitoso
que tarda uno en decidir dónde morder primero. No obstante, a la vuelta de
Vietnam, hace ya un año, decidimos que no esperaríamos más y que esta iba a ser
la buena.
Cuando lo comentas, mucha gente te pregunta si vas a ir a Sidney, y cuando
respondes que no entra en tus planes, entonces te ponen caras raras y piensan
que estás loco o que no sabes lo que haces. Ellos no están al tanto de que
tengo los ojos puestos en esta isla desde que puedo recordar, y de que por
mucho que me interese la ciudad más famosa del país, hay muchas otras cosas
dignas de verse.
Australia es tan grande como Europa. ¿Por qué es obligatorio ir a Paris o a
Londres en una primera visita? ¿Por qué no se puede empezar por otro lado? ¿Acaso
el resto no merece la pena? ¿Por qué tenemos que hacernos todos
obligatoriamente las mismas fotos?
No, no fuimos a Sidney porque preferimos ver Ayers
Rock, también conocida como Uluru, un inmenso monolito que destaca en la extensa
planicie central como un iceberg en el mar. El sol pegaba fuerte durante el
día, pero al anochecer llegaban tormentas que, sin superar la media hora,
llenaban el cielo de relámpagos.
Caminamos
sin tregua por Kata Tjuta, de mirador en mirador, por senderos vacíos de
turistas, pero llenos de encanto. Pisábamos el fondo de un antiguo mar interior,
formado hace millones de años, cuando el paisaje era radicalmente distinto.
¿Veis las dos personas en la segunda foto? Eso os dará una idea de las
dimensiones de estas montañas de arenisca.
Sobrevolamos
ambos monumentos naturales en una avioneta, pero no había demasiada luz, y las
nubes de una tormenta cercana nos hurtaron el sol por tercer día consecutivo. A
cambio, como pidiendo perdón, nos dejaron cielos como éste.
Vimos
amanecer desde un autobús, camino de Kings Canyon, donde paseamos por uno de
esos arroyos que hoy arrasan con todo a su paso y mañana han desaparecido
tragados por el desierto como si nunca hubiesen existido. Desayunamos en una
estancia que se encuentra literalmente en medio de la nada.
Alquilamos
un coche y nos hicimos 1.500 kilómetros por la costa sur del país, recorriendo
la Great Ocean Road durante una semana. No es una gran distancia, pero es que
parábamos de continuo, porque nos gusta viajar despacio y porque había mucho
que ver.
Aunque
la gran atracción son los Doce Apóstoles, hay que dedicar tiempo a la fauna
local. Canguros, koalas, emus y hasta escincos. Los wallabies no quisieron
salir en la foto, y de los ornitorrincos ya hablaremos. Había aves por todas
partes. En ningún otro país he escuchado piar tanto a los pájaros.
Visitamos
infinidad de cascadas, con más y con menos agua, pero todas con escalones que
subir. A pesar de haber escogido las rutas más fáciles, caminamos como nunca
antes lo habíamos hecho.
Nos
internamos por bosques lluviosos en los que los helechos nos doblaban en altura
y los eucaliptos parecían no tener fin; los hay que alcanzan los cien metros de
altura y los bosques eran densos.
Recorrimos
pasarelas a la altura de las copas de los árboles.
Admiramos
formaciones de piedra que no durarán para siempre. London Bridge, sin ir más
lejos, colapsó en 1990, aislando a un par de turistas que tuvieron que ser
rescatados en helicóptero. Otras sucumbirán a la misma erosión que las creó.
Caminamos por bahías sin fin, junto
a playas inmensas de aguas turquesas.
Disfrutamos de varias puestas de sol.
Vimos
faros cargados de historia, nos adentramos por pistas forestales y descubrimos
un bosque de sequoias californianas que nos hizo recordar el viaje de hace dos
años. Vimos un bosque fósil que no es lo que parece; ya os contaré por qué en
otra ocasión.
Dedicamos
el primero y el ultimo día del viaje a ver una Melbourne en la que todo el
mundo se había echado a la calle para disfrutar del buen tiempo. La mezcla de
estilos constructivos es digna de un manicomio, pero según vas conociendo sus
rincones, descubres una vitalidad insospechada, llena de jardines, bares y
restaurantes, con una población joven muy activa. Su comunidad asiática nos
brindó manjares con los que acompañar las abundantes cervezas que probamos.
Los australianos fueron muy amables, ofreciendo ayuda antes de que la
solicitáramos y chapurreando incluso el español. El tiempo fue bueno por mucho
que nos faltara un atardecer soleado en Uluru. Nos sobraron moscas y echamos en
falta más canguros, pero, sobre todo, nos faltó tiempo, mucho más tiempo.
Tendré que volver, y lo peor de todo será explicar que
quizás deje Sidney para una tercera ocasión. No lo van a entender, pero
insisto: ¿Por qué hemos de hacer todos el mismo viaje?