Cada vez era más impredecible el inicio del infierno y cada vez eran peores sus alcances. Al principio la explosión se iniciaba con una discusión, una negativa, una penitencia. Después cualquier cosa podía desencadenar una catarata de insultos seguida de una golpiza, la vajilla y los adornos estrellándose contra la pared y los vidrios de las ventanas reventando en millones de astillas.
Durante un tiempo pude detenerlo pero en algún momento dejó de alcanzarme la fuerza y tuve que esconderme con mi vieja y mi hermanito. Aprendimos a esperar callados, temblando de miedo, avergonzados, y cuando lo escuchábamos irse gritándonos insultos por el barrio, salíamos del refugio a recorrer el estropicio.
Caminábamos lentamente, en silencio, con cuidado, sobre los vidrios y los restos de lo que fuera una cena de Año Nuevo, una fiesta de cumpleaños o un día cualquiera. Con angustia en el cuerpo y el alma, limpiábamos y reacomodábamos lo que había quedado en pie.
Nunca, nunca, nunca deseamos que le pasara nada malo. Sólo una vez recuerdo que coincidmos en un deseo mientras nos escondíamos detrás de un sillón
- No es que yo quiera que se muera....- musitó mi hermanito.
- Porqué no se va.... no sé, muy lejos, al África.- completó mi vieja.
- Si..... y se lo come un león.- murmuré.