Unas semanas te
llevó la lectura de las cartas, un tomo de cerca de ochocientas páginas, donde
se recoge una selección de cartas dirigidas a sus padres desde el internado
hasta su paso por las universidades alemanas (entre 1891 y 1907); a su novia
(entre 1905 y 1907), con la que se acabaría casando; a otros varios
destinatarios. Se incluyen en el libro otros textos heterogéneos tales como
crónicas periodísticas aprovechando sus estancias en Francia o Alemania y hasta
un discurso escrito para su padre, todo de la misma época. Teniendo en cuenta
que Ortega nació en 1883, su madurez es deslumbrante.
Las cartas de
infancia no distan demasiado de los textos que escribimos quienes pasamos
otoños, inviernos y primaveras alejados de la familia: comenzando o acabando
siempre bien gracias a Dios.
Ortega ya era
listo de joven. “Hoy como me dolía la cabeza y estaba constipado no he salido a
paseo, sino que me quedado en la enfermería. Esto no quiere decir que haya
estado todo el tiempo de paseo en la enfermería, no. Lo que he hecho es ir a la
huerta hasta que se pusiese el sol y entonces me fui a la enfermería hasta que
vinieron todos”.
Tenía las cosas
claras de chaval. “Estos días pasados nos ha visitado el Señor Cazorla para
traernos los sombreros que decíais; yo no necesito nada más que uno flojo como
el que tenía, pues no me agradan los anchos” (1896).
En 1892 abronca
a su padre porque éste solamente le escribe, al contrario que la madre, para
preguntarle por los exámenes. El niño Ortega no se anda por las ramas: “No
parece sino que te ha tocado en suerte un hijo imbécil, un cretino perfecto o
díscolo inmoral. Extraño es tu empeño, poco razonable de que yo tenga títulos
académicos. No; lo que yo haya de ser lo seré con o sin títulos. Llevo una vida
de un fondo lo suficientemente serio, más aún, casi grave, para ganarme el
derecho de decir estas cosas”.
A los quince
años tiene claro que el progreso de España depende de los ingenieros, pero
guiados por algún filósofo que haya pensado profundamente en los fines.
Las cartas desde
Francia y Alemania reflejan fielmente y con gracia la vida de francesa y
alemanes, sus costumbres culinarias, sus trabajos, sus diversiones, que en
absoluto idealiza, más bien al contrario.
Sus ideas
juveniles eran ya contundentes. “Sabéis bien que gusto de los razonamientos
pero gusto más de los soldados. Con estos se puede demostrar todo, hasta la
verdad. ¿Preguntaréis cómo? Como demostraba Diógenes a Zenón el movimiento:
marchando.”
El
republicanismo se nota en el resumen que hizo del encuentro con el rey Alfonso
XII en la embajada berlinesa. “Lo único que está bien de cuando hace y dice es
el ruido de una espuela contra otra al cuadrarse para saludar”. Coincidiendo con su estancia en Alemania,
mandó unas crónicas del viaje oficial de rey español a aquel país. Ortega era
un periodista de ventaja: su padre era el director de “El Imparcial”, donde se
publicaban las crónicas.
En esta época se
va buscando la vida con alguna traducción, alguna colaboración, algún artículo,
pero en las cartas a sus padres les recuerda que de aire no se vive, aunque no
parece el pensador un hombre demasiado apegado al dinero. Años después
escribiría “No tener cuartos es deprimente; pero tener pocos cuartos es la
felicidad”.
Viendo fatigado
y con menguada ilusión a su padre, se atreve a escribirle. “Creo que debes
volver a escribir, pero no artículos ni en periódicos: eso es cosa para
muchachos, sino libros lentos, meditados, pulidos. Y para ello que te dieras un
buen baño de lecturas clásicas y de libros serios de filosofía. Estás en la
edad de gustar lo clásico (…). Vuelve a leer con atención, tomando estos libros
en la mano, no con el prejuicio del gozador del arte sino del sopesador de
humanidad y a lo largo de las líneas y de las páginas procura reconstruir el
alma del hombre que lo escribió, los rasgos de la fórmula de cultura humana que
resumió, la significación que en la historia tiene el pueblo para quien la
escribió. Lee de día, tranquilamente, tomando sin prisa notas y glosas,
obligando por volunta a los nervios a andar con clásico compás. Quien no tome la
lectura como un trabajo creerá que se entera, pero no se entera. También te
recomiendo que leas algo de filosofía: que los filósofos ven y enseñan a ver la
vida más dulcemente no es una vulgaridad. En general hay que repensar muchas
vulgaridades para ver si tienen dentro de sí algo de verdad”·.
En las cartas a
su novia se ve el lado ‘claroscuro’ de Ortega, hombre de su tiempo en lo
tocante a moralidad y machismo, indicándole por ejemplo qué debe leer y qué
evitar. Se muestra celoso si ella le escribe diciéndole que alguien la miró. Le
recrimina sus periódicos ejercicios espirituales, él que quedó harto de siete
años con los jesuitas. Así y todo quiere hacer de ella una ‘pensadora’:
“¿Piensas diariamente en algo nuestro o de fuera pero en cierto modo importante
y serio? Hazlo, nena, piensa, piensa mucho, interésate cada día por mayor
número de cosas y anímate considerando que puedes pensar sobre los asuntos de
la vida y del corazón, instinto y cerebro humano con tanta seguridad como el
ser que más talento te parezca tener”.
En materia de
igualdad no era precisamente moderno. “Hay cosas que yo pienso (no sólo en esta
materia sino aun en cuestiones de ideas) que tú no debes saber y que no te hace
falta saber para llegar a ese colmo de felicidad amorosa que soñamos y tenemos:
pero yo sí debe saber todo, absolutamente todo lo que tu pienses, sientas,
hayas enseñado y sentido, sueñes y hayas soñado, todo, todo”.
¡Qué tiempos!:
“Acaso te enoje que te hable de esta cosa tan santa como es un beso tuyo para
mí: nunca me has dado ni u no; tus razones tendrás; tú sabrás por qué” (1905).
Volviendo a su
experiencia religiosa e intentando limar la de su novia: “Ha aumentado mi
antipatía hacia los curas y cuando con ellos se relaciona, porque he visto cómo
es y cómo vive un pueblo sin ellos. Hoy ya me es incomprensible cómo pueden
existir unos hombres vestidos de negro dedicados tan solo a ennegrecer la vida
y por consiguiente a hacer malos a los hombres (...) y no puede exigirte que
dejes de ser católica. Lo que sí puedo pedirte es que piensen en ello porque
eso tú misma tienes obligación de pedírtelo y hacerlo”
El enamorado
Ortega le hablaría de Kant en sus cartas y su Rosa Spottorno le expondría las
dificultades de comprensión, a lo que Pepe le responde: “Rosa mía, tu no tienes
que odiar ni querer a Kant: debe ser para ti indiferente como el nombre de una
calle. Kant creó su filosofía porque no halló antes una mujer como tú. Sila
hubiera hallado se hubiera contentado con ella. Una filosofía es un vino que
tiene que beberse para n morir de duda, una borrachera (…) La filosofía es un
substituto del amor”.
Modesto a sus 23
años: “Ve viendo, nena, cómo las dos únicas personas –acaso tres con Maetzu-
inteligentes que hay en España. A saber Unamuno y yo, estamos solos siempre…”.
Un hombre
enérgico como Ortega no toleraba escopetas: “ya sabes que me molesta mucho la
costumbre española de mamá, niña y novio capaz de quitar la ilusión al más
iluso. Yo no tengo que ver con tu familia, sino contigo sola”.
No es fácil
encontrar en cartas de amor frases así: “Quiero que aproveches tus admiraciones
ante las cosas naturales para orientar la meditación hacia el infinito; hay que
preguntarse el porqué de cada porqué y el para qué de cada para qué”.
Las últimas páginas
no son cartas sino artículos periodísticos en los que el joven Ortega describe
con precisión la organización de la Universidad alemana y la compara con la
española. Ves ahí cómo algunas cosas no cambiaron desde entonces hasta hoy: esos
temarios que nunca da tiempo a terminar; el clásico debate entre la toma de
apuntes o el seguimiento de un manual.
Una sorpresa de
libro.