El viento mecía sus cabellos, era una brisa fresca que lo invitaba a perderse en sus pensamientos, aunque eso lo hacía muy seguido desde hace meses, siempre en la misma rutina; salía de la universidad, hacía sus trabajos y luego… se subía a la azotea, se sentaba en el borde y en la noche bajaba.
Desde ahí podía ver las luces de la ciudad, el constante tráfico, escuchar los gritos de Erika…ya habían pasado algunos meses desde aquella batalla, se podría decir que las cosas siguieron como antes, apenas veía a Aranel —constantemente se trataban mal—, excepto por el hecho de que luego de que al cumplir la mayoría de edad pidió la custodia de su hermanita, mostrando pruebas que lo único que le interesaba a sus tíos era el dinero que le entregaban por ella (si no lo hizo antes fue por miedo a que se la llevaran a un orfanato).
Erika seguía con aquel aire de saber más de lo que decía, su hermano no había vuelto a aparecer; Catherine unió su esencia a la de Nel, ahora aprendía usar los poderes, aunque no se le veía mucho interés.
Él se volvió más perceptivo y abierto, aún con su rutina, se llevaba mejor con su hermana y a Mailen estaba muchísimo más feliz, sobre todo con Jonathan que la mimaba. Decidieron quedarse, más que todo lo hizo por su amigo, quien no hubiera dudado en seguirlo al fin del mundo, si fuera por él seguiría recorriendo el mundo.
—¡Te digo que no es la cantidad, Aranel! —escuchó que protestaba la más pequeña.
—Claro que es así —replicó con enfado la mayor—. Lleva un tazón de chispas —dijo tranquila y agregó dicha cantidad a la olla. Erika se cruzó de brazos refunfuñando.
Intentaban hacer la vieja receta de galletas que preparaba su madre, pero no se ponían de acuerdo en la cantidad de chispas de chocolate que debían llevar. Aranel decía que muchas le darían un sabor hostigoso; Erika que no eran suficientes.
Christopher reía a carcajadas en la sala mientras aplastaba a Jonathan con los videojuegos y oía los gritos de las hermanas en la cocina. Jonathan puso una cara de tremenda decepción, pero sonrió cuando su novia empezó a darle besos por toda la cara. Christopher los dejó solos y se dirigió a la cocina.
—¿Siguen sin decidirse? —preguntó alegre. Aranel volvió la cabeza a él y asintió. Erika aprovechó eso y puso en la mezcla medio tazón más, con una sonrisa de oreja a oreja salió de la cocina dando saltitos. Su hermana mayor se la quedó viendo mientras partía.
Recordaba cuando en medio de la batalla Alejandro la hizo aparecer frente a él, ambas compartían sangre, él quería aprovecharse de eso para controlarla a su voluntad o simplemente chantajearla, el plan le salió mal porque Aranel era un ángel y su hermana… su hermana era demasiado rara, tenía poderes porque fueron un obsequio —de James— en su antigua vida, pero aún seguía sin comprender como funcionaban y su hermanita prefería mantener el misterio y no estaba dispuesta a preguntárselo a David.
Metió las galletas al horno y repiqueteó los dedos contra el mesón, nunca tuvo paciencia. Al pasar diez minutos y darse cuenta que al reloj aún le faltaba demasiado, pidió a Mailen que las sacara por ella. La chica asintió medio distraída, daba gracias que el horno tuviera una alarma lo bastante aguda como para volverse insoportable.
Subió las gradas a la azotea. David seguía en la misma posición que lo dejó horas antes —cuando Erika empezó a alborotar con su deseo por las galletas y se vio arrastrada abajo— sentado en el borde del edificio, apoyado contra la caseta por la que entró, un lapicero retráctil en la mano, que hacía el molesto ruido al ser hundido una y otra vez.
—Vas a resfriarte —reprochó sentándosele al lado. Él giró la cabeza para mirarla, con pereza, fijando aquel iris azul como el cielo en los miel.
—No tiene mucha importancia, le diré a Jonathan que me curé y asunto arreglando —murmuró volviendo a mirar el cielo.
Ella bufó, le dio un golpe en el brazo —desesperada por el ruido del lapicero— y aburrida por la respuesta, por la fuerza se escapó de su mano.
—Me debes un lapicero —comentó cruzándose de brazos.
—Eres un idiota —gruñó ella y se levantó dispuesta a irse. Sintió un jalón en el brazo, cayó sobre David, que rió en su oído y le robó un beso—. No soy Catherine —repitió ella con el ceño fruncido, justo como la primera vez que se besaron luego de la batalla.
—Lo sé —contestó como aquella vez y la besó de nuevo. Ella le correspondió, podía ser un idiota, pero le gustaban sus besos.
Erika interrumpió con pasos apresurados, dejó la bandeja y les regaló una sonrisa antes de bajar las escaleras dando saltitos y que su hermana la regañara. Aranel se acomodó a un lado de David, con las galletas en medio, estiraban la mano para agarrar una con aire distraído, cuando se acabaron dejaron sus dedos entrelazados, el olor a chocolate aún se percibía en el aire. Ambos se quedaron en absoluto silencio… con el cielo tiñéndose de colores, sumado a las nubes grises que se acercaban.
Era imposible no recordar aquel día, porque el cielo —para cuando los sacaron del agua— estaba entre rojo y gris (justo como ahora), con una ligera capa de llovizna. Luego de caer al agua, sentir que las fuerzas le fallaba, el aire era escaso y que no era capaz de patalear para tomar aire —su cuerpo estaba entumido y adolorido—; sólo atinó a abrir los ojos una vez más, estirar su mano y tomar la de ella.
El ruido del chapuzón, un jalón en su brazo fue lo único que distinguió en el letargo, la mano de Nel había sido reemplazada por una que lo devolvía a la superficie, logró tomar una gran bocanada de aire mientras era sostenido para no hundirse.
—Eres un debilucho —bufó la voz alegre de Jonathan. Esbozó una sonrisa al sentir el hechizo de levitación que su amigo hizo para volver a tierra firme. Jonathan le pasó un brazo por los hombros para ayudarlo, vio que —luego de que Alejandro falleciera— los ángeles ahuyentaron a los demonios que quedaron en pie, que al estar sin control se atacaban entre ellos.
Tuvieron que usar hechizos para limpiar el campo, hacer crecer las flores de nuevo… ni mencionar aquella reunión con los miembros del consejo de ángeles. Dio un suspiro resignado y sintió un apretón que lo regresó a la realidad. Esbozó una sonrisa, no esperó que ella se la devolviera, porque sabía que no lo haría. Le robó otro beso.
Ella sabía a lágrimas, a miel, a ausencia de sonrisas. Aranel hizo un intento por sonreír. Él era un idiota y lo seguiría siendo, sin importarle si la quería o no.
Todo seguía igual, los viernes una caminata por el parque que terminada con aquella banca y un perro caliente, algún que otro beso robado, un buen insulto y un golpe. Porque él no era de regalar flores, ella no las recibiría porque le parecía tremendamente cursi y estúpido.
James fue romántico; Catherine, soñadora. Ellos eran todo lo contrario a lo que fueron, por eso no había juramentos de amor eterno, se limitaban a vivir al momento… tal vez en algún punto no fuera suficiente, tal vez se hiciera aburrido y decidieran dejarlo, pero por ahora se conformaban con caminar tomados de la mano, los besos robados; sin «te quiero» y mucho menos «te amo». De una forma tonta y retorcida ambos sabían que no se traicionarían. Ella prefería no complicarse la vida y él lo aceptaba.
FIN