*foto Steve Liss, Time Life Pictures.Me asombro de mi. ¿Hasta dónde he llegado? ¿Hasta dónde he de permitirme la fascinación por lo improbable?
Lo más grandioso de esta vida, lo único invariable, la muerte. Yo, que me encuentro enamorado de lo que sucede, no pienso invocarla, en todo caso ese es otro dilema, o el mismo, en resumidas cuentas, lo que me ocupa: murió David Foster Wallace.
Su intención, como la de muchos grandes, era la de la expresión , la de soltar tan largamente como se pudiera lo que sentía, un malestar añejo, lo que sentía pues (si no se me cree pido se lean sus entrevistas).
Que nos pareciera inteligente, entretenida o juiciosa, eso se lo debemos a nuestros apelativos, a nuestros juicios. A estas horas pareciera que los esfuerzo trasnochados para comunicarnos el malestar de ser un ser melancólico con perspectivas fatalistas llegaron a valle lleno de nadie. Las ilusiones ensuciadas, manchadas de sin sentido en una perspectiva de precipicio, se quedaron en las novelas y ensayos. En ningún momento trataría de justificarlo. No, no lo pretendo. En todo caso esto es es un eco de lo que siento, tal ves una llamada a mi mismo para no confundir la estética con el juicio moral. Lo que vivimos en ese ente variable llamdo “arte” es una representación, ¡no olvidarlo! Sentir! Sentir! No somos cuentos, vivimos cuentos. No somos novelas, soñamos novelas. No somos ideas maravillosas, somos esa especie que no siempre aprende de sus errores, fasciante.
"Lo esencial es la emoción. La escritura tiene que estar viva, y aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy sencillo: desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un nudo en la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada", dijo Wallace.