CUMBRES BORRASCOSAS (1847)
EMILY BRÖNTE
He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. Gesto hosco conteniendo una furia antigua. Un muchacho y una joven igualmente silenciosos pero no tan fieros. Cumbres Borrascosas la casa entera rezuma tristeza y maldad. La joven mira con displicencia y apenas habla, no hay rencor en sus ojos. El peso de la sombra de Heathcliff, dueño y señor de la casa. Noche larga, el espectro de Cathy, el día reserva una macabra sorpresa. Pesadillas y visiones del más allá suplicando desde el jardín. Muerte imprevista de Heathcliff. Hay aquí un compás de espera, la amenaza continua de algo que solo se expresa en los árboles torcidos por el viento y en el sonido de ese mismo viento, unas veces aullido, otras, aliento helado de los páramos. La historia de esta familia es como el paisaje, una falsa calma y por debajo los efectos devastadores del odio. Un odio mantenido con afán de perfección, un odio para perdurar en el tiempo y afectar a dos familias y a una generación. Un odio así vivido en nombre del amor, un odio absurdo, un odio vuelto hacía sí mismo y lanzado de nuevo al exterior con la fuerza de un rayo. Un niño sin padres torcido como los árboles y salvado por la pasión hacia una niña mujer y tirado de nuevo al pozo oscuro de su alma. Huida y tiempo para diseñar su venganza, solo para descubrir que no le satisface, que el odio continua dentro, muy dentro. Y tan solo la muerte deja algo de paz en sus rasgos. Ahora yace al lado de aquella niña mujer y la casa parece otra, como si con él se hubieran ido los peores augurios y la pena de años. Hasta la joven sonríe y el muchacho la mira con otra expresión limpia de recelos. Mis pasos me llevaron al lugar donde están enterrados Heatcliff y Cathy, y siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las campanillas, y oyendo el rumor de la suave brisa entre la hierba, me admiré de que alguien pudiera atribuir sueños turbadores a los que descansaban en aquellas tumbas tranquilas.
Rosana Alonso
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