Documento gráfico acreditativo |
Como os comentaba la semana pasada, no todo iba a ser hacer
el vago. También hay que salir a conocer un poco de mundo y qué mejor que
meterse entre pecho y espalda una buena caminata de nueve kilómetros
ascendiendo por caminos de cabras para sentirse en contacto con la naturaleza y
en deuda con los pulmones.
Cuando le comenté a mi madre, meses antes, que tenía
intención de visitar La Gomera, le salió su parte científica y prácticamente me
ordenó visitar el Parque Nacional del Garajonay porque en la Facultad le habían
hablado siempre mucho de él y no había tenido ocasión de conocerlo en persona.
Yo, como buena hija que soy, le prometí conocerlo por ella, en esa clase de
promesas que se hacen en las películas. Ya sabéis, promesas del estilo “vengaré
tu muerte”, “cumpliré tu sueño” o
“visitaré una laurisilva del Terciario, declarada patrimonio de la Unesco sólo
por ti”. Esta última frase es muy común.
Comenzando a subir |
Así que nos apuntamos a la excursión. El autobús nos dejó
abajo y, como digo, tuvimos que ascender y ascender y seguir ascendiendo… De
vez en cuando parábamos para que nuestro guía explicase cosas en alemán a la
gran mayoría de asistentes y luego en español al churri y a mí, que éramos los
exóticos del grupo. Cabe destacar que el guía era danés. Yo alucino con la
cantidad de idiomas que habla fluidamente alguna gente. Al principio también
daba indicaciones en inglés pero después se percató que no había nadie que hablase
la lengua de Shakespeare.
¿Veis ahí la cima? Pues ahí no era |
Lo dicho, que casi echamos el bofe porque, cada vez que
llegábamos a un llano con la esperanza de que finalmente hubiésemos arribado a
destino había una nueva cuesta aún peor que la anterior. A mí me dio por
recordar a mis compatriotas de “Viven”, cuando llegaron a la cumbre de una
montaña esperando ver los verdes prados desde arriba y se encontraron con más
montañas. Empecé a plantearme si deberíamos comernos a nuestros compañeros de
excursión pero no me preocupé demasiado porque los alemanes tenían pinta de
valor nutricional. Nos superaban en número pero a un latino con hambre no hay
quien le gane.
Yo buscaba cosas colgadas de los árboles, como "The Blair Witch Project" |
El caso es que al final llegamos al parque. Y he de decir
que todo el esfuerzo valió la pena. Es una preciosidad y yo, que ya sabéis que
soy una elfa silvana frustrada, me sentía en mi salsa. Hicimos un alto en el
camino para tomar un tentempié (comí un sándwich y un plátano; por si os estáis
preguntando si le hinqué el diente a un alemán) y seguimos andando y andando
por dentro del parque (por suerte, aquí el terreno es bastante llano, así que
mis piernas descansaron un poquito).
En Valle Gran Rey, con pinta de derrengada |
Finalmente, emprendimos el regreso. Volvimos a bajar (esta
vez no tanto porque el autobús nos esperaba más arriba, lo que me hace sospechar
que lo de subir tantos kilómetros a pie era por un simple placer sádico de
vernos sufrir) y nos dejaron un ratito en Valle Gran Rey para dar una vuelta y,
en el caso del churri y mío, tomarnos un refresco en un barecillo para
comprobar si no nos habíamos “asalvajado” en el proceso. Os dejo más fotitos hasta la semana que viene.
P.S. Para los que no entendáis la gracieta del título, es
una canción de excursión francesa que cantábamos siempre en el colegio. La
cercanía a la muerte te hace recordar experiencias pasadas.
En el ascenso |
Valle Gran Rey desde las alturas |
Jugando al escondite. No, no soy tan chorra |