Pilar Alberdi
«El consumo es una religión degradada:
la creencia en la resurrección infinita de las cosas cuya Iglesia es el
supermercado, y la publicidad los Evangelios» Pascal Bruckner
«La
existencia solo es nuestra para un breve intento».
Rene Char
Las
modas pasan, ¿los hombres? Los hombres también.
Siempre
que pienso en algo así como un «hombre insignificante» (acéptese el genérico
masculino y queden desde ya incluidas las mujeres), que desconoce además que lo
es, me viene al pensamiento la primera lectura que realicé de la novela Una avanzada del progreso de Joseph
Conrad.
Lo
que voy a relatar, por tanto, ofrecerá el análisis de diversas cuestiones
pertinentes a dicha obra.
Imaginen
una gran compañía comercial incursionando en África, realmente seríamos más
justos si dijéramos que roba, si robar es pagar menos del valor que algo tiene.
De este modo, con abalorios, algunas telas de algodón y pañuelos rojos, esto
siempre me llamó la atención, porque no he sabido discernir si no los tenían de
otro color o por alguna razón era el color preferido de los nativos, obtienen a
cambio, grandes colmillos de marfil.
Joseph
Conrad pilotó un vapor fluvial en el Congo hacia 1890. Es lógico pensar que Una
avanzada del progreso y El corazón de las tinieblas sean en parte
resultado de aquellas experiencias. En este caso, una factoría de ese tipo es
lo que se entendía por entonces como «una avanzada del progreso». ¿De qué
progreso? Evidentemente del de algunos europeos, porque allí no se construían
relaciones culturales. La factoría más cercana estaba a 300 millas.
Evidentemente,
podríamos hablar mucho sobre lo que el término «progreso» pueda querer
significar hoy en día, pero lo dejaremos para otra oportunidad.
En
la historia hay dos empleados, Kayerts y Carlier, el primero ha sido oficial de
caballería, y el segundo, telegrafista. El autor los describe así: «Tardos como
eran a la influencia sutil de lo que los rodeaba, sentíanse mucho más solos al
verse de repente sin ayuda en aquella soledad selvática; soledad selvática más
extraña e incomprensible aún por los destellos misteriosos del vigor vital que
encerraba. Eran dos individuos perfectamente insignificantes e ineptos, de esos
cuya existencia solo se hace posible en la fuerte organización de las muchedumbres
civilizadas».
Sin
quererlo, siente una retratado al «hombre masa» señalado por José Ortega y
Gasset, esa presencia anodina, vulgar y obediente, sin criterio propio,
presente para asombro del filósofo español, en todas las clases sociales de su
época y, sin duda, de la nuestra.
Pero,
continuemos con la historia que nos ocupa, que no es baladí. Eran, en
definitiva, dos individuos que no deberían estar allí, por su propia
incapacidad para sobrevivir en un mundo desconocido y ajeno a sus costumbres.
Explica
el narrador: «La sociedad, no ya por ternura, sino a causa de sus extrañas
necesidades, había cuidado hasta allí de los dos hombres, prohibiéndoles todo
pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de lo rutinario; y
prohibiéndoselo so pena de muerte. Solo les consintió vivir a cambio de ser
como máquinas».
Créanme
que pienso mucho en esas palabras presentes hasta nuestros días. Nosotros no
vivimos en una selva, que tal y como describe el autor en esta y otras obras
era terrible, casi imposible caminar por ella, húmeda, nauseabunda por el agua
y la putrefacción de plantas y hojas, oscura por la falta de luz entre el
follaje, peligrosa por la presencia de animales salvajes y enfermedades propias
del clima tropical.
Cada
vez que leo esta historia me obligo a preguntarme, de qué manera, cómo
sobreviviríamos nosotros en esta «selva urbana» si nos faltase todo lo que
habitualmente tenemos y a lo que estamos acostumbrados. ¿Qué haríamos sin lo
que llega a nuestros supermercados diariamente? Me explico, no es que no haya
leído novelas, cuentos y visto películas que muestren estos temas, pero creo
sinceramente que no pensamos suficiente en ello, nosotros, los privilegiados
del «primer mundo» si es que esta categoría sigue vigente.
Explica
Conrad sobre estos hombres: «los dos se llevaban bien juntos, en la camaradería
de su estupidez y su holganza». (…) «Nada comprendían, nada les preocupaba, a
no ser el transcurso de los días que los separaban de la vuelta del vapor», de
ese barco que debía recogerlos, llegado el momento, para partir más tarde en un
buque rumbo a Londres y a todo ese glorioso pasado imperial del que creían
ciegamente formar parte.
En
el paupérrimo poblado de casuchas al que habían llegado, al que llamaban «la
factoría», había algunos pocos libros que algún empleado anterior había
olvidado, y por primera vez, en medio de la selva, supieron de Richeleau y de
D’Artagnan. También encontraron algunas hojas de periódicos viejos donde se
hablaba de «los derechos y los deberes de la civilización» y «se ensalzaban los
méritos de los que iban a llevar la luz, la fe y el comercio a los parajes
oscuros de la Tierra».
En
la misma factoría, nombre ampuloso para lo que realmente eran unas cabañas de
madera y caña, rodeadas de una empalizada, vivía un nativo (Makola) con su
mujer y sus pequeños hijos. Estas personas estaban allí como sirvientes y, a
veces, les visitaban otros nativos de un poblado cercano del interior de la
selva. Llegaban siempre precedidos por su jefe.
Por
las noches, especialmente las de luna nueva, podían escuchar el sonido de los
tambores abriéndose paso a través del tupido follaje de la selva.
También
vivían cerca de la factoría otros diez hombres traídos de lejanas aldeas. Lo
correcto sería decir: malvivían.
Un
día, imprevistamente, aparecieron hombres armados, vestidos con túnicas azules
y portando fusiles. Venían de la costa. Makola habló con ellos, evidentemente,
eran hombres peligrosos y decidió negociar. Tal fue el resultado que, al día
siguiente, faltaban los diez hombres que prestaban su servicio en la factoría
más algunos nativos y el propio jefe de la aldea cercana. A cambio dejaron
grandes piezas de marfil.
Makola
se limitó a decir que los hombres de la factoría e incluso algunos de los de la
aldea se habían marchado con los extranjeros camino de la costa.
Pronto
comprendieron los europeos lo que había ocurrido:
―La
esclavitud es una cosa terrible ―exclamó Kayerts.
Carlier
contesto: ―¡Espantosa!
Lo
dijeron pensando en esos hombres, a los que en otras ocasiones, ellos habían
denigrado con las más terribles descalificaciones.
Como
resultado de lo ocurrido, los hombres del poblado más cercano dejaron de
proveerles de alimentos frescos y esto supuso una grave situación para su
supervivencia. Además, resultaba difícil pescar porque el río había bajado de
caudal y los peces se concentraban en el medio. Salir a cazar podía resultar
muy peligroso. Pero el nativo y su mujer siguieron con ellos.
No
tardaron en observar por encima de la espesura de la selva unas columnas de
humo y dedujeron que algunas aldeas habrían sido arrasadas por los esclavistas.
Si
bien les quedaban todavía algunos víveres, el tiempo de la espera comenzó a
dilatarse. Llevaban ya ocho meses en aquel lugar, y los dos europeos solo
comían algo de arroz sin sal y café sin azúcar. Kayerts, que estaba a cargo,
había guardado media botella de coñac y un poco de azúcar por si alguno
enfermaba, pero Carlier ya lo estaba, padecía fiebres y exigía azúcar. Y así,
de repente, a falta de otros enemigos, comenzaron a temerse uno al otro. El que
había sido funcionario pensó que no debía ceder ante el otro, que había sido
militar. Y así acabo ocurriendo que, en una disputa, el primero asesinó al
segundo.
El
nativo escuchó las explicaciones: según Kayerts, Carlier le amenazó con una
pistola y él le disparó. Makola observó que el muerto no llevaba pistola y pensándolo
un poco, dijo: ̶ Ha muerto de fiebres.
El
sobreviviente aceptó. El barco pronto vendría a buscarle. La mentira salvaría
la situación y el marfil detendría las preguntas.
Y,
es entonces, en ese preciso momento de la historia, cuando Conrad nos regala
estas palabras sobre el sobreviviente: «hasta el momento aquel creyó en una
porción de estupideces, como el resto de la humanidad: ¡pero ya pensaba!, ¡ya
sabía! ¡Ya estaba en paz; ya le era familiar la sabiduría más alta!» En suma:
Había comprendido, lo trágica que es la vida, como el hombre se aprovecha del
hombre, lo que es una soledad desesperante, el permanente sentimiento de
abandono, la caída, el sentimiento de culpa, y el terrible deseo de sobrevivir.
Como
sabrán los que han leído la obra, Kayerts sobrevivió lo suficiente para
comprender, pero no para ser salvado.
Aún
pasaría un poco más de tiempo antes de que el vapor llegase nuevamente por el
ancho y vocinglero río, el que traía el sonido de los tambores y de los
animales salvajes. Pero en esa ocasión, además, en el barco venía acompañado de
algunos hombres, «el director gerente de la Gran Compañía Civilizadora».
La
niebla era densa en el embarcadero. Pese a todo, pronto descubrieron una tumba
con el nombre de uno de los empleados que allí habían dejado, y al otro, lo
encontraron ahorcado y con la lengua fuera.
En
cualquier caso, lo que ocurrió, confirmaba el pensamiento inicial del director
el día en que los contrató. En cuanto los vio llegar, había pensado que eran
dos imbéciles, y que «locos debían estar en el país para mandarle tales
muestras», pero la gente se apuntaba a esos trabajos por la generosa paga. Además,
él les había recomendado que en cuanto llegasen a la factoría hicieran una
huerta, mejorasen la empalizada y un nuevo embarcadero. No lo hicieron.
Tenemos
la tentación de pensar que el mal está más allá, pero está en nosotros. La
diferencia entre saberlo y desconocerlo nos puede costar la vida y no me
refiero a la física, sino a la vida moral. Seguramente todo comienza en este
punto, pero no lo sabemos o pretendemos no saberlo.
Como
estoy convencida de que todos nos creemos más importantes de lo que somos, y de
ninguna manera insignificantes, y tenemos lo que tenemos porque podemos
pagarlo, no estaría de más preguntarnos cómo es nuestra vida en esta «selva de
asfalto», no vaya a ser que solo seamos como esos pobres tipos, que se creyeron
seguros en medio de las incertidumbres y las contradicciones, y que alcanzaron
la muerte sin más mérito que el de haber vivido sin pensar demasiado y
codiciándolo todo.
Referencias:
Conrad,
Joseph. Una avanzada del progreso. Alianza, 1993. Madrid.
Nota:
Enlace
al artículo El hombre insignificante publicado en la revista Caracas Crítica, el 12 de abril de
2024.