domingo, 30 de junio de 2024

EDADISMO

 

Edadismo o la discriminación por edad


Pilar Alberdi

 

La historia que voy a relatar es sencilla, un familiar acudió a la policía para actualizar su DNI. Al acabar el trámite, la funcionaria que le atendió, le hizo saber que ya no tendría necesidad de renovarlo en el futuro.  ¡Sorpresa! Porque una persona que a los 71 se encuentra bien de salud, va al gimnasio tres veces por semana, conduce su coche, y mantiene su lucidez cognitiva, no se puede poner contento con esta noticia. Quizá sí pueda favorecer a una persona que no tenga buena salud o que dependa de terceras personas para este u otro tipo de trámites. Pero no hay dos personas iguales y la edad no puede ser el sesgo por el que se las mida.

Ahora cuando mi familiar mira su DNI en el apartado «Validez» lee a continuación: 01 01 9999.

No sé qué opinarán ustedes. ¿Parece una burla o yo tengo una excesiva sensibilidad con estos temas? La edad, aun siendo lo que es, también es relativa. Todo depende de cómo te sientes.

Es curioso, porque si uno mira en la página de Sanidad del gobierno de España, encuentra esto:

«El edadismo fue un término acuñado por Robert Butler en la década de los 60 para referirse a los estereotipos y prejuicios existentes en relación con la edad. Las investigaciones sugieren que la discriminación por motivos de edad puede ser ahora incluso más generalizada que el sexismo y el racismo y tiene graves consecuencias.

Es importante informar y concienciar sobre la discriminación por motivos de edad o edadismo, y sus consecuencias tanto para las personas mayores como para la sociedad en general.

El edadismo forma parte de nuestra comprensión del propio envejecimiento, nuestras relaciones intergeneracionales y perpetúa conceptos estereotipados de las personas mayores limitando nuestra comprensión de la diversidad existente en la vejez y transformándose en una actitud común en nuestras relaciones familiares, personales y nuestras prácticas profesionales, con consecuencias tanto en las personas mayores como en la sociedad».

Y a continuación el texto explica los efectos que el edadismo tiene en las personas y la sociedad. Efectos que no sumaré aquí. Dejo el enlace al pie de este artículo.

De su lectura se deduce que hay un problema y si nos damos cuenta podemos ganar la batalla. ¿Realmente queremos ganarla?

Sabemos de la soledad de los mayores y en este momento no faltan organizaciones con voluntarios para preocuparse por ellos.

En tiempos de pandemia sufrieron grave señalamiento y desamparo, y muchos de ellos murieron indignamente por no ser trasladados a hospitales. No lo digo yo, hay testigos, denuncias y juicios.

También lo dice la ONU en un comunicado de 18 de marzo de 2021 titulado El edadismo es un problema mundial. Y en el subtítulo añade: «El edadismo conduce a una salud más pobre, al aislamiento social, a muertes tempranas y cuesta a las economías miles de

millones de dólares: en un informe se pide actuar con rapidez para aplicar estrategias eficaces contra este problema». Publicado en la página oficial de la OMS (Organización mundial de la salud). Dejo también el enlace.

Lo dicen numerosos estudios como el titulado Análisis del edadismo durante la pandemia, un maltrato global hacia las personas mayores (enlace al pie). Cuántos adultos mayores seguirán teniendo terror a la palabra «triaje», en la que los mayores, retenidos en las residencias, llevaban la peor parte si no dependían de la sanidad privada.

No es que alguien necesite contarnos esto. Lo vivimos. No es historia de otros tiempos, es de ahora.

Los malos gobiernos y las peores condiciones económicas de la población también señalan hacia los mayores. El costo de las jubilaciones, por ejemplo, desde la política se saca a relucir siempre que convenga, pero no la constante desindustrialización de España ni la precarización de los trabajos durante estos años, ni la falta de vivienda y el aumento de los pisos turísticos, ni la gentrificación en las ciudades, donde se arroja con facilidad a los ciudadanos a los bordes del sistema de bienestar.

Los que nos creíamos del Primer Mundo, ya somos del Tercero, aunque ahora ya no se habla en estos términos. Y es verdad que las palabras se pueden cambiar, sí, pero no las realidades.

 

 Referencias:

Promoción del buen trato. Prevención del edadismo.

https://www.sanidad.gob.es/areas/promocionPrevencion/envejecimientoSaludable/buenTratoEdadismo.htm

 El edadismo es un problema mundial – Naciones Unidas

https://www.who.int/es/news/item/18-03-2021-ageism-is-a-global-challenge-un

Análisis del edadismo durante la pandemia, un maltrato global hacia las personas mayores

Publicado en Elsevier Atención primaria. Recibido 24-01-2022 y aceptado 14-02-2022

https://www.elsevier.es/es-revista-atencion-primaria-27-articulo-analisis-del-edadismo-durante-pandemia-S0212656722000403

Luego reproducido en numerosos medios como por ejemplo:

https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC9194783/

 

Nota: el presente artículo "Edadismo" fue publicado en el periódico Navarra Información, el 28-06-2024. Puedes acceder al mismo a través de este enlace.

martes, 4 de junio de 2024

¿POR QUÉ NOS DOMINA EL PENSAMIENTO ANGLOSAJÓN?

 


Pilar Alberdi


En realidad, la pregunta sería: ¿por qué nadie ve lo evidente?, en este tema como en otros. Sí, hay que decirlo alto, nos domina el pensamiento y la política norteamericana en todos los aspectos. Esto dio inicio tras la Segunda Guerra Mundial.

Comenzó con un Bienvenido, Mr Marshall como nos vaticinó Berlanga en su conocida película, y acabamos aceptando la televisión, el bilingïsmo desde los tres años, las cadenas de comida basura, el Black Friday, Halloween, las bases americanas, la OTAN, las drogas, los libros de autoayuda, la tendencia fitness, los Oscars, los Pulitzer, los Grammy, la cultura de la cancelación, la ideología de género, el aborto libre y las nuevas tecnologías de las comunicaciones, tragándonos sin regurgitar apenas aquello de la «aldea global»…Creo que Max Weber y su análisis sobre el protestantismo y el capitalismo tendrían algo que decir aquí.

Nos hemos empobrecido. Nuestros niños y jóvenes no perciben la aniquilación de nuestros valores, no mantienen el aprecio por nuestras costumbres. Quedan restos, jirones de ese tiempo en los pueblos de la España vaciada y en las mentes de algunos, permítaseme el término, «ilustrados», porque hay que tener al menos, un poco de cultura y una mente un tanto enciclopédica para valorar lo que se ha perdido.

A Hegel le preocupaba este tema en el siglo XIX. Hoy le dices a un niño que eres del siglo XX, sí indudablemente todavía quedamos algunos para aseverar que ese tiempo existió, y seguramente piensan que están ante una reliquia, una antigüalla, algo digno de un museo o de vender en el Rastro. ¿Aprovecharán la oportunidad para hacerte alguna pregunta interesante? Me temo que no.

 Los escritores españoles del mismo siglo no hicieron más que hablar precisamente de eso, de nuestra cultura, incluso de cómo se perdió la guerra de Cuba, y eran conscientes de la viva hermandad iberoamericana, hoy casi extinguida, borrada, así como de la convivencia de los diferentes pueblos de España. Todavía vivos los conceptos del Viejo y del Nuevo Mundo.

¿De qué cultura podemos hablar los actuales? Le preocupó a Hegel, igual que le preocupó a Herder, cada uno a su manera, lo mismo que le ocupó horas a Unamuno, Pío Baroja, Galdós y Pardo Bazán, pero no se perdían en ese laberinto, ellos ya sabían que al laberinto ni se entra ni se sale, se está siempre en él, especialmente, en ese juego de fuerzas entre nación y estado. Sabían, que algo especial había en el sentido de nación y que había que defenderlo de la administración del Estado, del interés de los políticos de turno, del deseo de encharcar y emborronar el pasado y de inventarse a su manera un futuro. Pero que sea «a su manera», no quiere decir que sea al de la mayoría y mucho menos al de una minoría «ilustrada». A veces, la profusión de leyes y sobre todo de decretos «exprés» (he aquí una palabrita del acervo anglosajón) con los que castigan nuestra inteligencia, devorará a los hijos de la nación española.

Y ahora, la gran contradicción, después de desvirtuar los nacionalismos europeos en nombre del «progreso», qué cosa sea eso es otro cantar, porque a lo que a unos pueda parecerles progreso a otros no, ahora, se comienza a oír aquí y allá sobre el servicio militar obligatorio, en aras de propuestas que los ciudadanos no votamos, a quienes no se nos consulta, y a quienes se ningunea sin piedad.

Necesitamos ciudadanos críticos ¿dónde están? Nadie debería olvidar, aunque sea un  «film» (he aquí lo anglasajón del término), aquel día que los americanos pasaron de largo del pueblo de Villar del Río, en la película de Berlanga, donde un alcalde y el pueblo esperaba ver llegar a los estadounidenses, a los que les dirían Bienvenido Mr. Marshal. Porque, en la geopolítica actual, a lo mejor el «plan» es otro, y a fin de cuentas, la mayoría de los países en manos de la nueva cinematografía mundial, serán siempre los múltiples Villar del Río con su pueblo y su alcalde y hasta su presidente de gobierno.

Una pura ficción desde luego.

 

Nota: Enlace al artículo "¿Por qué nos domina el pensamiento anglosajón?" publicado en el periódico Navarra Información el 3 de junio de 2024.


martes, 16 de abril de 2024

EL HOMBRE INSIGNIFICANTE

 

 


 

Pilar Alberdi

 

 

«El consumo es una religión degradada: la creencia en la resurrección infinita de las cosas cuya Iglesia es el supermercado, y la publicidad los Evangelios» Pascal Bruckner

«La existencia solo es nuestra para un breve intento». Rene Char

 

Las modas pasan, ¿los hombres? Los hombres también.

Siempre que pienso en algo así como un «hombre insignificante» (acéptese el genérico masculino y queden desde ya incluidas las mujeres), que desconoce además que lo es, me viene al pensamiento la primera lectura que realicé de la novela Una avanzada del progreso de Joseph Conrad.

Lo que voy a relatar, por tanto, ofrecerá el análisis de diversas cuestiones pertinentes a dicha obra.

Imaginen una gran compañía comercial incursionando en África, realmente seríamos más justos si dijéramos que roba, si robar es pagar menos del valor que algo tiene. De este modo, con abalorios, algunas telas de algodón y pañuelos rojos, esto siempre me llamó la atención, porque no he sabido discernir si no los tenían de otro color o por alguna razón era el color preferido de los nativos, obtienen a cambio, grandes colmillos de marfil.

Joseph Conrad pilotó un vapor fluvial en el Congo hacia 1890. Es lógico pensar que Una avanzada del progreso y El corazón de las tinieblas sean en parte resultado de aquellas experiencias. En este caso, una factoría de ese tipo es lo que se entendía por entonces como «una avanzada del progreso». ¿De qué progreso? Evidentemente del de algunos europeos, porque allí no se construían relaciones culturales. La factoría más cercana estaba a 300 millas.

Evidentemente, podríamos hablar mucho sobre lo que el término «progreso» pueda querer significar hoy en día, pero lo dejaremos para otra oportunidad.

En la historia hay dos empleados, Kayerts y Carlier, el primero ha sido oficial de caballería, y el segundo, telegrafista. El autor los describe así: «Tardos como eran a la influencia sutil de lo que los rodeaba, sentíanse mucho más solos al verse de repente sin ayuda en aquella soledad selvática; soledad selvática más extraña e incomprensible aún por los destellos misteriosos del vigor vital que encerraba. Eran dos individuos perfectamente insignificantes e ineptos, de esos cuya existencia solo se hace posible en la fuerte organización de las muchedumbres civilizadas».

Sin quererlo, siente una retratado al «hombre masa» señalado por José Ortega y Gasset, esa presencia anodina, vulgar y obediente, sin criterio propio, presente para asombro del filósofo español, en todas las clases sociales de su época y, sin duda, de la nuestra.

Pero, continuemos con la historia que nos ocupa, que no es baladí. Eran, en definitiva, dos individuos que no deberían estar allí, por su propia incapacidad para sobrevivir en un mundo desconocido y ajeno a sus costumbres.

Explica el narrador: «La sociedad, no ya por ternura, sino a causa de sus extrañas necesidades, había cuidado hasta allí de los dos hombres, prohibiéndoles todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de lo rutinario; y prohibiéndoselo so pena de muerte. Solo les consintió vivir a cambio de ser como máquinas».

Créanme que pienso mucho en esas palabras presentes hasta nuestros días. Nosotros no vivimos en una selva, que tal y como describe el autor en esta y otras obras era terrible, casi imposible caminar por ella, húmeda, nauseabunda por el agua y la putrefacción de plantas y hojas, oscura por la falta de luz entre el follaje, peligrosa por la presencia de animales salvajes y enfermedades propias del clima tropical.

Cada vez que leo esta historia me obligo a preguntarme, de qué manera, cómo sobreviviríamos nosotros en esta «selva urbana» si nos faltase todo lo que habitualmente tenemos y a lo que estamos acostumbrados. ¿Qué haríamos sin lo que llega a nuestros supermercados diariamente? Me explico, no es que no haya leído novelas, cuentos y visto películas que muestren estos temas, pero creo sinceramente que no pensamos suficiente en ello, nosotros, los privilegiados del «primer mundo» si es que esta categoría sigue vigente.

Explica Conrad sobre estos hombres: «los dos se llevaban bien juntos, en la camaradería de su estupidez y su holganza». (…) «Nada comprendían, nada les preocupaba, a no ser el transcurso de los días que los separaban de la vuelta del vapor», de ese barco que debía recogerlos, llegado el momento, para partir más tarde en un buque rumbo a Londres y a todo ese glorioso pasado imperial del que creían ciegamente formar parte.

En el paupérrimo poblado de casuchas al que habían llegado, al que llamaban «la factoría», había algunos pocos libros que algún empleado anterior había olvidado, y por primera vez, en medio de la selva, supieron de Richeleau y de D’Artagnan. También encontraron algunas hojas de periódicos viejos donde se hablaba de «los derechos y los deberes de la civilización» y «se ensalzaban los méritos de los que iban a llevar la luz, la fe y el comercio a los parajes oscuros de la Tierra».

En la misma factoría, nombre ampuloso para lo que realmente eran unas cabañas de madera y caña, rodeadas de una empalizada, vivía un nativo (Makola) con su mujer y sus pequeños hijos. Estas personas estaban allí como sirvientes y, a veces, les visitaban otros nativos de un poblado cercano del interior de la selva. Llegaban siempre precedidos por su jefe.

Por las noches, especialmente las de luna nueva, podían escuchar el sonido de los tambores abriéndose paso a través del tupido follaje de la selva.

También vivían cerca de la factoría otros diez hombres traídos de lejanas aldeas. Lo correcto sería decir: malvivían.

Un día, imprevistamente, aparecieron hombres armados, vestidos con túnicas azules y portando fusiles. Venían de la costa. Makola habló con ellos, evidentemente, eran hombres peligrosos y decidió negociar. Tal fue el resultado que, al día siguiente, faltaban los diez hombres que prestaban su servicio en la factoría más algunos nativos y el propio jefe de la aldea cercana. A cambio dejaron grandes piezas de marfil.

Makola se limitó a decir que los hombres de la factoría e incluso algunos de los de la aldea se habían marchado con los extranjeros camino de la costa.

Pronto comprendieron los europeos lo que había ocurrido:

―La esclavitud es una cosa terrible ―exclamó Kayerts.

Carlier contesto: ―¡Espantosa!

Lo dijeron pensando en esos hombres, a los que en otras ocasiones, ellos habían denigrado con las más terribles descalificaciones.

Como resultado de lo ocurrido, los hombres del poblado más cercano dejaron de proveerles de alimentos frescos y esto supuso una grave situación para su supervivencia. Además, resultaba difícil pescar porque el río había bajado de caudal y los peces se concentraban en el medio. Salir a cazar podía resultar muy peligroso. Pero el nativo y su mujer siguieron con ellos.

No tardaron en observar por encima de la espesura de la selva unas columnas de humo y dedujeron que algunas aldeas habrían sido arrasadas por los esclavistas.

Si bien les quedaban todavía algunos víveres, el tiempo de la espera comenzó a dilatarse. Llevaban ya ocho meses en aquel lugar, y los dos europeos solo comían algo de arroz sin sal y café sin azúcar. Kayerts, que estaba a cargo, había guardado media botella de coñac y un poco de azúcar por si alguno enfermaba, pero Carlier ya lo estaba, padecía fiebres y exigía azúcar. Y así, de repente, a falta de otros enemigos, comenzaron a temerse uno al otro. El que había sido funcionario pensó que no debía ceder ante el otro, que había sido militar. Y así acabo ocurriendo que, en una disputa, el primero asesinó al segundo.

El nativo escuchó las explicaciones: según Kayerts, Carlier le amenazó con una pistola y él le disparó. Makola observó que el muerto no llevaba pistola y pensándolo un poco, dijo:  ̶ Ha muerto de fiebres.

El sobreviviente aceptó. El barco pronto vendría a buscarle. La mentira salvaría la situación y el marfil detendría las preguntas.

Y, es entonces, en ese preciso momento de la historia, cuando Conrad nos regala estas palabras sobre el sobreviviente: «hasta el momento aquel creyó en una porción de estupideces, como el resto de la humanidad: ¡pero ya pensaba!, ¡ya sabía! ¡Ya estaba en paz; ya le era familiar la sabiduría más alta!» En suma: Había comprendido, lo trágica que es la vida, como el hombre se aprovecha del hombre, lo que es una soledad desesperante, el permanente sentimiento de abandono, la caída, el sentimiento de culpa, y el terrible deseo de sobrevivir.

Como sabrán los que han leído la obra, Kayerts sobrevivió lo suficiente para comprender, pero no para ser salvado.

Aún pasaría un poco más de tiempo antes de que el vapor llegase nuevamente por el ancho y vocinglero río, el que traía el sonido de los tambores y de los animales salvajes. Pero en esa ocasión, además, en el barco venía acompañado de algunos hombres, «el director gerente de la Gran Compañía Civilizadora».

La niebla era densa en el embarcadero. Pese a todo, pronto descubrieron una tumba con el nombre de uno de los empleados que allí habían dejado, y al otro, lo encontraron ahorcado y con la lengua fuera.

En cualquier caso, lo que ocurrió, confirmaba el pensamiento inicial del director el día en que los contrató. En cuanto los vio llegar, había pensado que eran dos imbéciles, y que «locos debían estar en el país para mandarle tales muestras», pero la gente se apuntaba a esos trabajos por la generosa paga. Además, él les había recomendado que en cuanto llegasen a la factoría hicieran una huerta, mejorasen la empalizada y un nuevo embarcadero. No lo hicieron.

Tenemos la tentación de pensar que el mal está más allá, pero está en nosotros. La diferencia entre saberlo y desconocerlo nos puede costar la vida y no me refiero a la física, sino a la vida moral. Seguramente todo comienza en este punto, pero no lo sabemos o pretendemos no saberlo.

Como estoy convencida de que todos nos creemos más importantes de lo que somos, y de ninguna manera insignificantes, y tenemos lo que tenemos porque podemos pagarlo, no estaría de más preguntarnos cómo es nuestra vida en esta «selva de asfalto», no vaya a ser que solo seamos como esos pobres tipos, que se creyeron seguros en medio de las incertidumbres y las contradicciones, y que alcanzaron la muerte sin más mérito que el de haber vivido sin pensar demasiado y codiciándolo todo.

 

Referencias:

Conrad, Joseph. Una avanzada del progreso. Alianza, 1993. Madrid.

 

Nota:

Enlace al artículo El hombre insignificante publicado en la revista Caracas Crítica, el 12 de abril de 2024.