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07 febrero 2010

Mi Amigo Willy



Foto: Hamster in hand - Keith Pomakis




Dedicado a la creativa Sechat...



Hace años tuve el capricho de comprar un hámster. Escogí, entre un tropel de inquietos algodoncitos, a un apacible roedor blanco: un macho europeo estilizado y noble, suave de pelaje y de conciencia. Me enamoré de él, la verdad. Y adquirí también una hermosísima jaula de dos pisos, último modelo, a estrenar; un lujoso apartamento dónde el animal pudiera acomodarse a placer. Mi vecina Sophie decía que Willy -que así acabé llamándole-, era decididamente tonto, porque jamás había osado morder a sus dos sobrinos -dos potenciales psicópatas-, a pesar de que en alguna ocasión que les dejé jugar con él ciertamente lo merecieran. Pero la preferencia que el roedor mostraba por el descanso diurno le salvaba, en buena medida, de un drástico destino.


Además, el animalillo parecía disfrutar con su soledad; incongruentemente se le intuía feliz, o al menos resignado en aquella cárcel de aluminio. Por eso no sé que me indujo a suponer que, al igual que nosotros los humanos, quizás también Willy necesitara relacionarse con otros congéneres de su especie. Decidí entonces abanderarme de Celestina, y opté finalmente por comprarle un pariente hembra tricolor. Acompañé al nuevo lote con una casita de plástico: sería una buena idea que ambos, dentro de la amplitud de aquel hogar, gozaran de un rinconcito más íntimo. Bauticé a la nueva inquilina con el apelativo de Rata. Sí, oyeron bien: Rata. El carácter arisco y pendenciero que mostraba con sólo acercarte a observarla no me inspiró mejor nombre. El caso es que, conforme fueron transcurriendo los días, la complicidad entre la pareja se iba haciendo más evidente: si los observabas de madrugada los veías jugando al pilla-pilla, turnándose para ejercitarse en la hámster-rueda, o transportando comida de una esquina a otra del habitáculo en sus hinchados abazones. Horas después, cuando despuntaba el alba, amanecían finalmente acurrucados dentro de su pequeña casa. Era, a su medida, una típica relación de pareja.










Todo parecía ir perfecto en aquella diminuta historia de amor... Hasta que la hembra quedó preñada. Aquel particular afecto -permitidme llamarlo así- que hasta entonces Rata había manifestado hacia Willy, tornó, para infortunio del macho, en un desapego total. Así transcurrieron dos semanas, hasta que sobrevino el parto... Y todo evolucionó, ajustándose a la Ley de Murphy, a peor. Aquel alejamiento primario desembocó en una relación agresiva y dominante por parte de la madre primeriza hacia Willy. Acumulaba aquella, dentro de su casita, todo el avituallamiento que yo les servía generosamente a diario, de manera que el hogar plástico se alzaba ahora sobre un matizado montón de variopintas semillas donde se adivinaban, con cierto esfuerzo, las crías del malogrado matrimonio. La figura paterna de Willy no tenía ya cabida en aquel hogar. De hecho, varios días antes del parto, ya había sido desalojado entre feroces mordiscos.


Un amigo veterinario me había recomendado retirar al macho de la residencia compartida antes de que se produjera el alumbramiento, pues al parecer algunos tienen la extraña costumbre de devorar a los recién nacidos. Salvando con respeto su criterio profesional, jamás hubiese imaginado eso de Willy. Sin embargo terminé sacándolo de la jaula, precisamente porque presentía que era su vida la que corría peligro, pero en ningún momento la de los demás. El ratoncillo blanco, a partir de entonces, pareció resentirse por aquella humillación. Sé que puede pareceros irrisorio, pero los síntomas que manifestaba el animal no se alejaban de aquello que pudiéramos sentir los humanos: dejó de alimentarse, la tonalidad de su hermoso pelaje comenzó a decaer, y ya no se prestaba a jugar ni sólo ni acompañado. Fue abandonándose a la apatía, hasta que una tarde murió. Le di un digno entierro, bajo el mejor de mis geranios.

Sé que tal vez a vosotros no os inmute el relato de un ratón. Pero a mí, cada vez que regresa a mi memoria, siempre acaba sobrecogiéndome. Y me siento triste; triste e impotente. Igual que debe sentirse un gato hambriento, mientras hurga entre las bolsas de basura de un sex shop. Al fin y al cabo fui yo quien presentó a Willy a su novia. Por eso me juzgo, en cierto modo, responsable de aquel malogrado desenlace. Que afloren a partir de ahora vuestras propias conclusiones, que cada cual organice su particular moraleja: libres sois de elucubrar. Yo, por mi parte, ya concluí la propia: mientras que mi vecino Jacques continúe enriqueciéndose en sus viajes al extranjero, yo insistiré en mis obligadas visitas nocturnas al dormitorio de Sophie. Hasta entonces, nada serio. Porque al final va a ser cierto eso que dicen del la confianza y del asco...




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NOTA: Este relato fue publicado por primera vez en mi anterior blog, el día 5 de Junio de 2009. Hoy lo reedito, por el especial cariño que siempre le he profesado. Además de ser el último post que publiqué, antes de mi despedida, guarda un triste secreto: todos los personajes que en él intervienen son ficticios, salvo sus dos verdaderos protagonistas... La historia en sí es real, la viví, y os la conté tal como sucedió.












23 agosto 2009

El Crimen de Don Carolo (y IV)









Te ruego así, Emilio, perdones mi temprana escapada ayer del pueblo, pero asuntos que había olvidado, de más envergadura, me hicieron regresar con precipitación a la ciudad. Aunque debo explicarte que las pocas horas que pasara anoche dentro del caserón me han permitido averiguar algunos asuntos desconocidos sobre el pobre napolitano; asuntos que, en todo caso, vienen a confirmar tus teorías. Así te cuento que nunca existió tal vampiro, como la gente comenta; y que no fue otro el pecado del italiano que el de repartir simiente entre las doncellas, empleando sus exquisitas artes amatorias. Quedaron preñadas algunas, y andarán ahora éstas corriendo su vergüenza por el mundo, que nunca debajo de una losa.

De los ruidos en la casa no tengais cuidado, que ya sabes que siendo tan viejos sus muros acaban abundando los "partos de montes". Y llegados a este punto te diré que en nueva venta quiero dejarla. Que no es otro motivo el que me obliga a ello sino el de ser desmesurada y caduca para mis sobrias necesidades.

Y doy final a mis letras, Emilio. Queda tú con Dios allí, que yo quedaré aquí, en mi ciudad. Y no vengas a preguntarme como me enteré de los detalles de esta curiosa historia, porque a veces dudo yo mismo si es cierta; y no quiero ni pensarlo...


Armando Losada.






19 agosto 2009

El Crímen de Don Carolo (III)








Llegados a la casona, y antes de regresar al pueblo, me hizo prometer el joven que lo acompañaría al día siguiente, a la hora del almuerzo, con objeto de intercambiar impresiones sobre la misma. Acompasada por los chasquidos de un látigo, vi alejarse la figura de la carreta, difuminándose entre una densa polvareda grisácea que fue enlutando más a la ya de por sí lánguida luna.

Al fin penetré en la excomulgada mansión, plagada de habitaciones y de ácaros. El ambiente de penumbra y abandono que envolvía aquel lugar me sobrecogió de inmediato. Dirigí mis pasos hacia lo que parecía ser la biblioteca: decenas de libros, minuciosamente ordenados en sus estantes, desfilaban uno tras de otro en una interminable hilera de sabiduría y misterio. De una de las polvorientas vitrinas tomé un grueso compendio de Botánica, y lo abrí entre mis manos. Mientras lo hojeaba, iba experimentando una macabra sensación: intuía como si alguna presencia, inmóvil tras de mi y amparada por la oscuridad de aquella lóbrega sala, me observara en silencio, mientras proyectaba su gélido aliento sobre mi nuca… De pronto un inesperado y seco golpe, cuyo angustioso eco fue reberverando para atravesar la habitación de parte a parte, me hizo arrojar el libro contra el suelo.

-¿Ratas?- me pregunté, entre medroso y extrañado.

Tras este primer sobresalto volvió a repetirse un siniestro crujido de tablas en el pasillo, que me invitó a dar unos pasos hacia atrás: cuello y boca contraídos, hombros levantados que conducían mis brazos ligeramente hacia delante... Todo un primitivo comportamiento de defensa ante lo desconocido.

-¿Quién vive?- pregunté sobrecogido, sin saber a quién ni dónde iban dirigidas mis palabras.

-¡El diablo debe hacerlo!- susurró una voz tras de la puerta-. ¡Pues existirá tal engendro, sin duda, cuando yo me hallo en este estado!

-Pero, ¿quién o qué sois vos?- volví a cuestionar a la madera. -¿Acaso no sois humano?

-¡Soy un alma en pena!- se lamentó la desgarrada voz.- Me dieron muerte como a un poseso, cuando no viví como tal. Y debo seguir errando ahora, mientras expío el delito que nunca cometí. A no ser que tengan castigo la buena vida y los placeres de la carne. Purgo así mi culpa, señor. Mas debo relatar a alguien mi verdadera historia, que no tendrá mi espíritu descanso hasta entonces.

El tono de sus lamentos fue creciendo en intensidad, hasta crear un ambiente tétrico y ensordecedor. Se estremeció la biblioteca de arriba a abajo, abriéndose todos los postigos de la sala. Y a un escalofriante chirrido de la puerta, giró ésta sobre sus goznes para descubrir ante mí, aterrador e inmundo, el putrefacto espectro de Don Carolo...




(Concluye en El Crimen de Don Carolo(y IV))




15 agosto 2009

El Crimen de Don Carolo (II)








Jamás hubiera puesto en duda la reputación y buenos hábitos de mi compañero de viaje: hombre piadoso y refinado; amante de sus quehaceres, familia y amigos. Jamás, digo. Porque, en su ciega soledad, no deberían juzgar los oídos aquellas conductas, sino escoltando a los ojos. Los cándidos oídos, abandonados tan distantes a su suerte, carecen de la prudencia necesaria para sentenciar con justa mesura esas historias. Pudieron recoger aquellos su testimonio, esto sí. Y de hecho lo hicieron, que no lograré hallar en vida personaje que entretuviera sus minutos engarzando frases con tal agilidad.

Desayunamos infancias, campiñas verdes y correrías. Sus padres, esposa e hijos acompañaron nuestro almuerzo; nunca hubiera imaginado semejante número de comensales en un espacio tan reducido. Bosquejos en el aire, para un futuro devenir, vinieron a endulzar el café de la tarde. Y hubiera tenido conocimiento de la calidad del traje de madera que hiciera descansar su cuerpo y su lengua de no ser por la bondad del maquinista, que hizo detener el ferrocarril en la estación del pueblo. Nos despedimos, y el viajero me entregó su tarjeta de visita que fue a perderse en uno de mis bolsillos para no tener nuevas de ella de por vida.

Descargó mis bártulos un mozo, al que entregué unas monedas con la súplica de que enviara tan vasto bagaje al caserón de Don Carolo. Palideció el muchacho ante mis ruegos y, tirando los cuartos al suelo, corrió andén abajo con el cabello erizado. Pronto constaté que el temor generalizado del que me hablaba Emilio en sus letras no era nada discutible. Finalmente logré alquilar un coche con el que pusimos camino a su venta. Centenares de chopos adormecidos, auténticas pesadillas vivientes hostigadas por el viento, saludaban encorvados nuestro paso sobre sus firmes pedestales de tierra. Mientras tanto, el huraño día iba doblegando sus párpados como un fatigoso niño recién amamantado…

Anochecía cuando llegamos a la posada. Despedí al cochero y Emilio salió a recibirme. Era un sujeto recio, de salud y fuerza ciertamente notables; un hombre voluntarioso e indudablemente cultivado. Él mismo ordenó que cargaran todo mi equipaje en su carro. Aguardando mi llegada, había determinado que cenáramos sopa de ajo y cordero, por lo que nos acomodamos en torno a una apartada mesa. Conté al muchacho, entre bocados, el encuentro con el mozo a mi llegada, a lo cual me respondió sonriendo:

-Bien le referí en mi carta, Don Armando, que andan los ánimos más que medrosos por estos parajes. Pero ya comprenderá usted, que son solo fantasías hueras de gente iletrada. ¡Qué anda el cauce muy seco, aunque se empeñen en querer llenarlo con agua de borrajas!

A los postres saboreamos, anfitrión y comensal, un exquisito tabaco rapé, mientras aquel me refería los últimos incidentes relativos al napolitano.

- Al amanecer de un día templado, aparecieron unos huesos aguardando en la puerta de la parroquia la salida del señor Nicolás, el párroco del pueblo. Cundió de nuevo la alarma entre los labriegos, quienes pronto identificaron aquellos restos con los de alguna de las víctimas del vampiro, la cual, no habiendo recibido cristiana sepultura como sin duda mereciera tras su trágica muerte, surgió milagrosamente de no se sabe dónde para reclamar al representante de Dios en la Tierra el derecho al descanso eterno. Se ofrecieron misas y plegarias por la supuesta joven, al tiempo que se exhibían sus restos en la sacristía de la parroquia. Ante los mismos fueron desfilando, de uno en uno, los padres de las víctimas, que iban adivinando en tal o cual huesecillo, vaya usted a saber de que forma, la nariz respingona o los largos dedos de sus desaparecidas hijas. Duró la fiesta tres días –concluía el muchacho-. Justo hasta la llegada de Don Román, el veterinario, quien aseguró que aquellos despojos a los que estaban a punto de beatificar no eran sino parte de la osamenta de un marrano que le había sido robada de su despacho durante su ausencia. Hallados los culpables de tan macabro hecho, y confesado el delito, volvió la espada a su vaina. Mire usted, Don Armando, que nunca en la vida habría tenido tantos padres un guarro.

Celebramos la ocurrencia entre carcajadas, mientras un desvencijado reloj de pared nos coreaba con once indolentes campanadas de caoba.

-La noche va despuntando sus colmillos…-sentenció Emilio-. Sospecho que estará cansado del largo viaje, por lo que he dispuesto que le preparen un buen aposento. Mañana, cuando usted guste, marcharemos hacia la casona.

-Agradezco tu delicadeza– le refuté -, pero mi mayor deseo es el de conocer cuanto antes la morada de Don Carolo.

-Usted manda, Señor Armando –me asintió-. Dispondré el carruaje para partir de inmediato-.

Y así lo hicimos sin demora…



(Continúa en El Crimen de Don Carolo (III))






11 agosto 2009

El Crimen de Don Carolo (I)






Contaban de Don Carolo, que fue un terrateniente napolitano venido a menos por las miserias de la guerra; que se hizo su alma nómada y bohemia, y que anduvo tropezando las pocas rentas que, hasta entonces, le había permitido disfrutar con desahogo su ya menguada fortuna, hasta descalabrar la balanza y forjarse deudas que antaño nunca tuvo. Contaban también cómo, burlando justicia y acreedores, vino a refugiarse al pueblo, donde el azar permitió que conociera a la señora Emilia, viuda de buena dote y carnes templadas, con la que anduvo en amores; y cómo fue ésta remendando, tal como se sucedían, todas sus calaveradas. Fallecida Doña Emilia de sufrimientos –que asemejaban más a una tisis que a tales- heredó el Italiano sus bienes y tierras, envejeciendo con ellas el pellejo, más no el carácter descomedido y su falta de juicio, que fueron, muy al contrario, acrecentándose con los años.

Cierta noche, como la nieve se cobija en los chopos, llegó el viejo hasta su casona buscando el calor robado por el invierno… Y nunca más se le vio traspasar el portón que franqueaba la entrada. Adivinaron algunos en este hecho, que la insensatez cedió a los años y al frío, y que, amedrentado el anciano, vino a recluir sus huesos entre el cálido abrigo de aquellos sombríos muros. Otros más aventurados imaginaron que Don Carolo, temeroso del acecho de la Traidora, acordó un pacto con el maligno -¡líbrenos Dios!- , entregándole su alma a cambio de vida eterna.

Cayó en el olvido aquel insólito hecho, hasta bien pasados algunos meses en que fueron sucediéndose extrañas desapariciones de jóvenes doncellas. Tamaños escándalos contribuyeron de nuevo a avivar las caprichosas mentes de los rústicos lugareños, que no tardaron en reconocer a un chupador de sangre en el pobre anciano. Encaminando aperos de labranza y rencores contra sus carnes, dieron muerte a Don Carolo de la forma más inclemente que imaginar usted pueda. Y todo ello, a pesar de que jamás llegó a encontrarse cadáver alguno que pudiera inculparlo en aquellos desdichados hechos. Unos peregrinos, conmovidos ante tan tremenda suerte, sepultaron sus restos cerca del camposanto de la villa.

Y hubiera concluido aquí, señor Armando, el fatal desenlace del napolitano. Pero, de unos meses hasta ahora, cuentan los más recelosos del lugar cómo extraños ruidos en la vieja casa han llegado a perturbar la quietud de las noches en el ya sosegado pueblo. Y piensan los hombres que su espíritu, clamando venganza, ha vuelto de la otra vida, para que la paz no reine en ésta.

Mas usted, que es hombre culto y de buen entender, comprenderá que tales desatinos son más producto de conciencias inquietas que de siniestros duendes.

Las llaves están a su disposición para cuando guste recogerlas. Y esto fue todo, señor Armando. Que Dios le proteja con salud durante muchos años. Muy agradecido por siempre, queda suyo:


Emilio Cárdenas






(Continúa en El Crimen de Don Carolo (II))




28 junio 2009

Nunca Me Gustaron Los Cuentos de Hadas




Foto: Piedrayparques88 - Markitos - Salamanca




Dedicado a F osca Drástica,
y al submundo de extrañas relaciones
que pernoctan en su cabecita...



Héctor tiene 47 años, es soltero de profesión, fumador pasivo, no toma alcohol, no ronca al dormir -sólo en la media hora diaria de obligada siesta-, y se mal gana la vida honradamente tras la ventanilla de una caja de ahorros en un aburrido barrio de la periferia salmantina. Nunca ha andado con fulanas: se lo prohibió su madre, a la que enterró hace años, pero de la que aún conserva algún mal recuerdo. Tiene un Carlino hembra color azabache, con cataratas en un ojo y sin pedigrí. El animal atiende por Poti, aunque Hector nunca recuerda ni cuándo ni dónde surgió aquel ridículo nombre. Sólo tiene claro que es tan legítimo como cualquier otro apelativo absurdo para perro. Poti es arisco y huraño. Suele esperar sentado pacientemente para ladrar a la gente que pasa junto a su balcón. Preferentemente a los ancianos y a los niños. Pero vive con su dueño en un séptimo piso, y nadie alcanza siquiera a escucharlo. En su adolescencia, Hector siempre fue el encargado de llevar el tocadiscos y los vinilos a los guateques donde era invitado. Nunca hablaba con nadie; jamás sacó a bailar a ninguna chica. Entonces no era consciente de por qué sus amigos lo invitaban con tanta frecuencia a las fiestas que organizaban. Pero se sentía respetado, y le bastaba con eso. Hoy en día intenta recordar el apellido de alguno de ellos, y no le viene a la memoria ni un maldito apodo. Tampoco le importa mucho; al menos eso le gusta pensar. Hector no conserva ningún amigo de entonces. Hector, de hecho, nunca ha tenido ningún amigo.

Sandra, huérfana de madre desde el nacimiento, coronó hace cuatro peldaños la quinta planta de su vida. No tiene trabajo. En verdad, jamás ha trabajado en nada. Ni siquiera tuvo oportunidad de acabar el graduado escolar. Su padre siempre pensó que su única hija no había nacido para romper sus uñas trabajando fuera de una cocina decente. Por eso siempre anduvo buscándole un buen partido, un hombre-hombre, que la respetara, que la mantuviera, que se encargara de su educación y fuera el apéndice del porvenir económico que él ya le había asegurado de por vida. El dinero a veces no puede suplirlo todo, pero su arrogancia machista no alcanzó a entender esta básica filosofía de pueblo. Sandra nunca pudo casarse. Tampoco, como suele decirse, llegó a conocer hombre alguno. Cuando el patriarca murió, la joven vendió el negocio y se mudó a la capital. Nunca tuvo claro si lo hizo para acabar huyendo de su propio pasado, o de sí misma. No consiguió ni lo uno ni lo otro. Porque la soledad es una carroñera de almas que no tolera soltar a su presa. Por eso Sandra compró un perro, un cachorro de Tosa Inu al que bautizó como Salk. Tampoco supo nunca el por qué de aquel extraño nombre, pero le pareció elegante. Además, el animal era suyo, y a nadie más le importaba. Era un perro medio imbécil: no obedecía mandato alguno, y solía aliviarse encima del mejor sillón de la casa. Un día Salk se infesto de piojos. Sandra lloró aquella mañana como nunca lo había hecho. Ni siquiera en el entierro de su padre.

Los destinos de aquellas dos criaturas jamás habían llegado a cruzarse. A pesar de que tras cada amanecer acompañaban puntualmente a sus chuchos al parque de la Alamedilla, para que desaguasen en un pipican. Con un desfase horario de diez minutos entre visitas, claro. Una mañana de mayo la panadera del barrio acudió a su tahona con una jaqueca terrible. Por eso la primera hornada de baguettes acabó calcinada. Sandra tuvo que esperar con resignación su nuevo turno durante otros diez minutos, el tiempo preciso para que acudiera tarde a la fisiológica cita diaria de Salk. Un banco de forja celebró el feliz encuentro de los cuatro. Buenos días. Buenos días. Que fría se ha levantado hoy la mañana. Sí, dicen que se acerca una borrasca... La vulgaridad y la sosería nunca estuvieron reñidas con las buenas costumbres. Salk y Poti, sin embargo, no mediaron palabra alguna. En su caso hubiera resultado muy chocante. Se saludaron, eso sí, a su manera, olisqueándose el culo, antes de organizar la única postura del kamasutra que ellos intuían como propia. Durante los cinco minutos que duró el entremés, ninguno de los dos jóvenes masculló palabra alguna. Cuando finalmente bajó el telón, ambos hicieron mutis por el foro; nadie esperó al segundo acto. Hubiera sido una perfecta excusa para entablar una conversación. Pero aún no había anochecido, ni el cielo estaba estrellado, ni les acompañó una bella melodía en off. Por eso Hector y Sandra no acabaron enamorándose en aquella ocasión. Ni en ninguna otra. A veces los seres humanos hacemos complicadas las relaciones. Afortunadamente para ellos, los perros tienen otro concepto de la vida.







21 junio 2009

La Ultima Voluntad




A la abuela Carmen le encantaba tomar de postre gajos de naranja macerados en aceite y azúcar; naranja picá, que los llamaba. Recuerdo sus besos de manzana ácida y sus abrazos de amor con aroma a naftalina. Y recuerdo también su mirada azul de niña buena tras aquellos ojillos divorciados, un distanciamiento familiar del que culpaba a un mal cirujano que se empeñó en empeorar su ya marcado estrabismo.

Una tarde enfermiza de febrero la abuela tuvo un enfado muy grande con su vesícula, y se olvidó de seguir viviendo. La odié por aquello durante mucho tiempo; pero resulta difícil perdonar a un muerto cuando tienes seis años de edad...

Nunca llegué a descifrar el por qué, pero la presencia de Enriqueta siempre terminaba provocando en mí una regresión mental hasta los tiempos en que la abuela aún seguía viva. Desde que aquella paciente ingresó en la planta de cirugía donde yo trabajaba fui consciente de que me transmitía un déjà senti con el que conseguía transferirme de nuevo a la infancia. No sé... La fragilidad de sus manos, el peculiar olor de su cabello, la tonalidad de su voz... Algo mágico y perturbador que lograba aflorar en mí sentimientos ya olvidados.

Enriqueta aguardaba en lista de espera su turno para morir. Pero lo hacía con un humor y una integridad de espíritu admirables, a pesar de no tener ningún estímulo familiar en el que apoyarse. Cada amanecer, tras la rutinaria higiene matutina que por su delicada salud se le practicaba en la misma cama, nos rogaba que le facilitáramos un neceser que siempre arrastraba consigo. Tras esto, y procediendo con la metódica más exquisita de un prestigioso cirujano, embellecía su tez y sus labios como si tuviera que afrontar la primera cita de una novia quinceañera. Alguna vez bromeé con ella sobre su peculiar costumbre, llamándola incluso presumida.

- Presumida serás tú, querida niña –me contestó-. Porque en el fondo piensas que eres tan guapa que no necesitas ni siquiera utilizar maquillaje.

Una mañana, Enriqueta se quedó profundamente dormida. Y, como la abuela Carmen, empezó también a olvidar lo hermosa que era la vida. Sus constantes vitales se alteraron tanto que no quedó más remedio que ordenar su traslado hasta un servicio más especializado. Habían transcurrido tan sólo unas horas, y sin embargo ya empezaba a echar de menos su sonrisa, su voz... Sin ser hasta aquel preciso instante muy consciente de ello, intuí que aquella desconocida había dejado de ser una simple paciente para pasar a formar parte inseparable de mi vida.

Cuando aquella jornada terminé mi turno de trabajo, decidí que emplearía unas horas de mi tiempo acompañándola: no le podía ofrecer mejor despedida. Tomé asiento a un lado de su cama, y acunando su mano entre las mías me dormí como un bebé, justo como lo hacía con la abuela...

No sé cuanto tiempo pasó, pero de pronto me incorporé sobresaltada. Giré el rostro hacia la cabecera de la cama y Enriqueta permanecía allí, observándome con una mirada tierna:

-No he querido despertarte, Mercedes, pero ahora tienes que hacerme un favor... –me susurró con una voz angelical-. No puedo presentarme así, allá donde voy...

La mejoría de la muerte, lo llaman. Enriqueta, minutos después, volvió a cerrar sus ojos para no abrirlos ya jamás. Pero no sin antes haber contorneado sus labios con una ultima dignidad de carmín.




16 junio 2009

El Azul del Mar (II)






Derrapamos, en la esquina de Carla, con el bólido celeste del 86, para terminar aparcando de bruces contra un contenedor de basura, del que salió disparado un gato que besó la meta de aquel callejón sin salida como un crucificado.

Los ojos melaza de la chica -delimitando su peculiar mundo de tinieblas-, asomaron su dulce tristeza como cada día entre las rancias cortinillas de aquella oficina gris, donde lapidaba su juventud, de ocho a quince horas, desde los trece años. Aquella cotidiana visión aún me hacía estremecer, incluso después de tanto tiempo esperando…

-¡Eres un imbécil imperdonable!- me increpó Luís.- ¡Ya estoy cansado de tu inmadura actitud de quinceañero exhibicionista! ¿Acaso no hay algún modo más sutil para llamar la atención de una invidente?-

Ninguno y todos. Si realmente existe algún dios, seguramente inventó este mundo para ser profanado una y otra vez por aquellos pies divinos. ¡Cielos! Aquella pálida tez, mórbida y a la vez sobrecogedora, se me insinuaba de elfo tras la gasa envejecida del deslucido ventanal. Tan cerca de mi corazón; tan lejos de mi alma...

-¡Daos prisa!- exclamó Víctor desde el Cuartel.- ¡El equipo saliente de guardia ha tenido que acercarse hasta el complejo turístico de la zona norte! ¡Todo está ardiendo! ¡Si nos apremiamos quizá podamos alcanzarlos todavía! ¡Cualquier ayuda será bien recibida: dicen que el incendio es bárbaro!-

Allá, a lo lejos, la turbia figura de la rojiza camioneta serpenteaba entre el polvo del sendero, camino del infierno. Ningún filósofo, ningún profeta, pudo augurar nunca una visión tan dantesca como aquella que contemplaron nuestros perplejos ojos nada más llegar: contorsionados restos sin vida, devorados por la voracidad de las llamas, iban formando anárquicamente un sugerente y caprichoso museo del horror; un camposanto de tenebrosos troncos inertes, calcinados y desparramados entre la hojarasca seca. El hedor a carne abrasada se hacía prácticamente insoportable.

Al otro lado, abatidos e impotentes, alternando un silencio sepulcral con la histeria más dolorosa, nuestros compañeros se abrazaban como niños, llorando con amargura: no habían podido sofocar el maldito incendio. Ni al menos en parte, llegar a controlarlo. Lamentablemente, nada pudo suplir al líquido elemento.

Aquel fue solo el principio de la cuenta atrás: la rabia, a veces contenida, fue dejando paso a la desmoralización generalizada… En los días venideros, cuando la población fue tomando conciencia del alcance de la hecatombe, se inició la peregrinación atea, la huida hacia delante: un ejercito de cuerpos sin alma, una sola legión de almas sin cuerpo, desterrada de su propio mundo, se alargaba, como si de una sombra funesta se tratase, camino hacia ninguna parte. Nadie recordaba ya de donde venía o quien era; solo una idea fija martilleaba en sus sienes hasta la desesperación: agua, agua, agua, agua...

Yo intuyo su siniestro desfile mientras yazgo en el suelo, esperando mi final. No puedo abrir los ojos. No logro moverme. Solo alcanzo a escuchar como se me va rasgando la piel cuando respiro. Y no reparo en nada más. Ni siquiera siento dolor. Creo que ya estoy muerto. Pero tampoco puedo asegurarlo. Espero que alguien quede vivo para contarlo. Y que finalmente sirva para algo.









Gracias a Mar por regalarme el enlace de este impresionante documento. Mi pequeño relato jamás hubiera podido gozar de un mejor final sin necesidad de palabras...

(Desconecte el reproductor musical para disfrutar del sonido del vídeo)






El Azul del Mar (I)







Nadie supo entender el cómo ni el porqué. Lo cierto es que aquel veintiocho de octubre la Tierra amaneció sin una sola gota de agua en sus arcas. Nada quedó olvidado en los embalses; nada en los pantanos… El cauce de los ríos, necrópolis multicolor interminable, confluía su profundo lecho de dolor en un desgarrado mar sin mar.

Incluso, cuando abrías un simple grifo, allí aparecía súbitamente, fascinante y seductora, la nada más pura: la insípida e incolora nada cristalina. Nada, nada, nada. ¿Sabes lo que es nada? Pues así amanecimos aquel aciago veintiocho: como te lo cuento.

El azul de nuestro Planeta Azul se difuminó en los libros de heráldica de la noche a la mañana, como si un burócrata plumazo asesino hubiera hecho borrón y cuenta nueva en nuestras absortas vidas; como en aquella recurrente visión nocturna de tu niñez, donde te restregabas los ojos, aturdido, anhelando poder despertar, sin que aquel ser monstruoso y desagradable, que continuaba frente a ti impertérrito, se desvaneciera de inmediato.

Algo sobrenatural debió suceder aquella maldita madrugada, no tengo la menor duda... O quizá algo tan natural como la destrucción, tan largamente vaticinada, de la carismática capa de ozono. Pero lo cierto es que, salvando las inevitables especulaciones, nadie tenía la más mínima certeza de lo que había podido acaecer durante la noche anterior al desastre. Nadie que nos pudiera ofrecer una respuesta válida y tranquilizadora; algo o alguien, que lograra calmar nuestra sed en algún sentido…

Ni tan siquiera pudimos usar el televisor: el fluido eléctrico parecía interrumpido desde hacía algunas horas. Lógicamente, la central hidroeléctrica que abastecía la comarca debía de haber quedado inoperante por falta de materia prima. Tan sólo conseguimos escuchar un breve avance informativo en un viejo receptor de radio, algo en sí que tampoco vino a aliviar en ninguna medida nuestro enorme desconcierto: las mentes más distinguidas y privilegiadas de nuestro agónico planeta, habían sido convocadas, con carácter de urgencia, en algún recóndito lugar no determinado por su propia seguridad. Dos insignes premios Nóbel de física cuántica especialistas en la Teoría del caos, diversos doctores en botánica y biología de apellidos indecibles versados en catástrofes medioambientales, ilustradísimos ratones de biblioteca con numerosos títulos a sus espaldas, químicos de renombre internacional, ingenieros orondos y petulantes… Y algún avispado cadáver político, reclamando algunas líneas en el último apéndice de nuestra ya efímera historia.

-¡Maldita sea!- gritó sobresaltado mi hermano, al tiempo que sacudía con rabia toda su ropa de cama, estrellándola contra el suelo-¡Maldita sea mil veces! ¡Llegaremos tarde al hangar para dar el relevo! ¡Han cortado el suministro de la luz y el despertador no ha funcionado!-

Tenía razón. El insoportable zumbido de mosquito robotizado que asesinaba al crepúsculo con la misma y monótona reiteración cada veinticuatro horas, no consiguió irritar mis oídos a las 5:45 A.M. de aquella nefasta madrugada. Un pueril deseo que tantas veces había anhelado en mis sueños, iba a verse transformado en una angustiosa y prolongada pesadilla.

Confusos y con presura, corrimos como posesos hacia ningún lugar, pues finalmente ni conseguimos asearnos ni pudimos tomar una simple taza de café. Tampoco yo logré mitigar aquella irreparable sensación de sed que mi lengua padecía desde la noche anterior, tras haberla escaldado en vivo con una cena rápida de carne mejicana precocinada. Prisionera de sí misma, y de un futuro pasmosamente incierto, aún padecería durante largas horas las consecuencias de nuestro próximo devenir, como testigo excepcional de un siniestro Apocalipsis no aventurado ni en las profecías más miserables de Michel de Nostredame.

El depósito del agua, el estuche de las lentillas, el limpiaparabrisas del coche, la cisterna del retrete, la escudilla del perro, los envases de leche desnatada, de zumo de tomate… Todo aparecía misteriosamente vacío. Como si se tratara de la cruel broma de una mitológica deidad, enojosa y maligna. Pero no te cuento más; nos tenemos que largar a toda prisa...




(Continua en El Azul del Mar II)




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