A Alfonso Xen Rabanal.
Céline. Maldito por excelencia.
Misántropo empedernido. Solo por eso ya lo podría considerar un
viejo amigo, un hermano a través del tiempo, las letras y la
angustia de la hoja en blanco.
Nunca ha sido mi escritor
favorito, pero sí lo era de mi escritor favorito, mi idolatrado
Bukowski. Es desternillante la anécdota que cuenta Hank en sus
libros de cómo dio con este ilustre francés. Cayó en sus manos una
copia de Viaje al fin de la noche y
se lo zampó de una tacada, junto con un enorme tarro de galletitas
saladas. Como bien sabréis, la obra más famosa de Céline tiene un
tamaño considerable, no quiero ni pensar la cantidad de galletitas
saladas que ingirió el viejo indecente mientras se lo leía, el caso
es que dichas galletitas regadas, por supuesto, con abundante
cerveza, se hincharon en el estómago del viejo, y cuando la puta con
la que estaba en esa época volvió a casa se encontró al viejo Hank
tirado en el suelo, agarrándose el estómago, girando sobre sí
mismo presa de unas dolorosas convulsiones provocadas por aquella
enorme masa de harina y sal. La mujer, preocupada, preguntó: “¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Qué te pasa?” A lo que Bukowski contestó
desde el suelo: “Que he descubierto a alguien que escribe mejor que
yo”
Para mi todo
lo que diga Bukowski va a misa, así que me apresuré a buscar una
copia de aquel libro. No me costó encontrar una, ya que está
considerado una de las obras maestras del siglo xx.
Recuerdo que
me enfrasqué en su lectura en un viaje larguísimo que tuve que
realizar hasta Galicia desde Madrid. Horas y horas. Pero el caso es
que nada más abrir el volumen me di cuenta de que estaba ante algo
grande, muy grande. Y me perdí todos los paisajes por los que
pasaba. Incluso me jodió llegar a mi destino ya que aún no había
acabado de leerlo. Me bajé del bus y me senté en la estación,
ignorando la nueva ciudad, metido en mi burbuja, hasta que me lo
acabé. La conclusión a la que llegué fue la misma que la de Hank.
He ahí un cabronazo que sabe escribir. Por suerte no me dio por
comer galletitas saladas durante ese viaje.
Es imposible
que no te atrape ese libro, su inicio es magistral y resume toda la
filosofía de Céline. En unas pocas páginas pone de manifiesto todo
el absurdo de la existencia y las motivaciones humanas, en el marco
incomparable de la guerra, el acto absurdo por excelencia de nuestra
especie. El protagonista se ve en medio de todo el meollo por una
estupidez, por un momento de flaqueza, por dejarse arrastrar por una
masa ciega pero de contagiosos cánticos, y entonces, de repente, las
balas y las bombas volando, los miembros mutilados saltando por los
aires, y la eterna pregunta que resume la vida misma: ¿Cómo cojones
he llegado hasta aquí?
Es imposible
no sentirse identificado, aunque no estemos en la guerra nadie nos
quita el campo de batalla que es la vida, el día a día. Todos nos
vemos de repente en un engranaje absurdo, construido a base de
mentiras y equívocos, con balas silbando a nuestro alrededor, balas
disparadas desde la frustración por otros tantos seres asustados que
no saben cómo han llegado hasta aquí, ni mucho menos cómo bajarse
de este trasto averiado antes de la colisión, pataleando ciegos y
sordos, mutilados de por vida. Una guerra sin cuartel en pos de
ídolos de barro, de promesas de goma. No somos mucho más complejos
que los insectos que alucinan girando alrededor de una luz cegadora
que acaba por achicharrarlos con un fogonazo... Y fin de la historia.
A las pruebas me remito.
Así estamos
hermano. Mira a tu alrededor y dime que no es cierto.
Se
podría hablar del heroísmo de la guerra. Cualquier veterano
chocheará al respecto, con la autoridad que le da ser presa de sus
propias justificaciones y mentiras construidas durante interminables
noches en vela. “Había que arreglar el mundo, derrotar al malvado”
Cuando lo cierto es que tal malvado no existe como ente fuera de
nuestra ceguera y estupidez, el malvado somos todos, alguien suelta
una payasada con suficiente retórica como para convencer a un puñado
y ya está liada sin remedio, luego simplemente es una bola de nieve
imparable que engorda y acelera según va cayendo sobre nuestras
cabezas. Céline escribe: “Somos vírgenes del horror,
igual que del placer.[...]¿Quién iba a poder prever, antes de
entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma
heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella
huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego... Venía
de las profundidades y había llegado.” Tras
lo cual solo queda correr, si tenemos suficiente suerte como para
tener ese momento de claridad, pero es una huida hacia ninguna parte,
es como intentar escapar del aire. Podemos vernos arrastrados por esa
bola de nieve de la manera más absurda e inmediata. Cualquiera de
nosotros podría estar mañana cogiendo un fusil y corriendo alocado
por un campo de minas puesto hasta arriba de speed o coca, quizás no
por la patria, esa mentira ya no da mucho más de sí, pero sí
podría hacerlo por venganza. Todos. La venganza es un sentimiento
demasiado arraigado aún, que combinado con la frustración ha
llevado al ser humano a lugares de fantasía dantesca. Nadie está a
salvo de ella. Si asesinasen a nuestros amigos y violasen a nuestra
mujer, si nos quitasen nuestras cosas, aquellas que erróneamente
hemos puesto como soporte de nuestra existencia, hasta que no nos
quedase nada a lo que aferrarnos... ¡Zas! Ya está liada. En un
momento parecido se debate la sociedad actual, el proceso de pérdida,
con la crisis económica provocada por las miserias del capitalismo,
cuya mugre asoma ya inevitablemente desde debajo de la alfombra en la
que se ha intentado ocultar hasta ahora.
Venganza.
Ciega y rabiosa. Un instrumento terriblemente poderoso. Sólo hacen
falta un par de dementes visionarios y frustrados, que acaben
volviéndose lo suficientemente poderosos o mediáticos como para
hacerse con las riendas de la sociedad en cuestión. Un ente extraño
al que llamar “enemigo”. Que te hagan creer que se te está
robando. Un puñado de ciegos que disparen primero... Y ahí estás
de repente, hundiendo la bayoneta en el cuerpo de un jodido infiel.
Así ha funcionado el mundo hasta ahora. Esa es la historia de
Hitler, de quien hablaremos luego. Todo es una gran tontería, un
sketch. Así es la guerra. Así es la vida. Idiotas manejados por
idiotas. Ciegos siguiendo al tuerto. El odio y la rabia conforman la
parte oscura del ouroboros, que pese a ser la parte oscura se ve más
claramente que su reverso de luz, hasta ahora solo teórico, con el
que sueñan los que ansían una revolución y un despertar de las
conciencias. No sé si existe esa posibilidad, ese despertar, me
cuesta creerlo, mi romanticismo se fue con tantas otras cosas, lo que
sí está claro es que somos presas de la confusión, la ceguera que
nos guía implacablemente, que lleva haciéndolo desde siempre y nos
ha traído a este erial.
En
Viaje al fin de la noche,
el protagonista se alista en el ejército en un momento de euforia.
Presa de los cánticos y el romanticismo de los soldados que le
rodean se deja arrastrar por el ideal romántico de la batalla. Esta
parte está ligeramente novelada, pero no se aleja demasiado de la
realidad de la vida de Céline, que según sus palabras se alistó
“porque soy un poeta, y por ello un poco gilipollas”
Nuevamente vemos el absurdo en
toda su magnitud, la ceguera que nos arrastra a lugares sombríos de
los que luego no podemos salir. Toda la sociedad capitalista actual
está cimentada en un absurdo parecido, el de las brillantes
lucecitas de neón y las modelos de blancas sonrisas. Y nos dejamos
arrastrar porque, a fin de cuentas, somos tristes insectos que solo
buscan una luz redentora, y nos la acaban metiendo doblada por todas
partes. Esa brillante luz se nos mete por el culo, ahonda cada vez
más hasta llegar hasta nuestro alma y acaba haciéndonos estallar
con un triste sonido como de pedo... Luego el vacío.
Recuerdo cómo
acabé yo en el ejército. Fue igual de absurdo.
Resulta que
había dejado los estudios y andaba saltando de curro en curro, a
cada cual más sórdido, y en los huecos entre medias me pasaba el
día tirado en el parque, holgazaneando con los colegas, fumando y
bebiendo en abundancia. Vivía con la vieja, y claro, nada preocupa
más a una madre que ver a su hijo holgazanear, sin ninguna
perspectiva viable de un futuro socialmente aceptado en el que
encajar y morir poco a poco. Ello hacía la convivencia tensa en el
hogar. Recuerdo los gritos todas las mañanas, el nerviosismo de la
resaca, las discusiones sin objetivo ni final concretos. En el fragor
de la batalla ya me había echado de su casa un par de veces, o me
había ido yo, vaya usted a saber, recuerdo haber tenido que dormir
un par de veces en los bancos de un parque, pero claro, acababa
volviendo siempre, ¿dónde iba a ir si no? No tenía ningún sitio
con nevera que me acogiese, las lentejas de mamá estaban tan ricas
tras un par de noches al raso... El caso es que pusieron ese puto
anuncio en la tele, que si trabaja por la paz, que si lucha contra la
injusticia, que si forma parte de algo importante, que si lábrate
una profesión de futuro, segura y para toda la vida... No recuerdo
si fue idea mía o de la vieja, pero el caso es que eché la
solicitud y me fui a opositar a El Ferrol, a la marina, en la tierra
del caudillo, en todo el meollo. En mi caída conseguí arrastrar a
un viejo amigo de la infancia, Luis, y allí nos metimos los dos. La
verdad es que el cuartel estaba que te cagas, era bastante moderno.
Nos metieron a todos los opositores en un barracón separados de los
militares profesionales. Eramos un jodido montón. Hacía poco que el
ejército se había profesionalizado, la mili obligatoria había
quedado atrás y ahora buscaban carne fresca de forma voluntaria.
Todos nos habíamos sentido atraídos por las promesas del maldito
anuncio de la tele. Toda una envidiable labor de marketing, sin duda.
Había algún vocacional, pero en general éramos un montón de
estiércol que buscaba un lugar seguro en el que asentarse y dejar de
dar tumbos.
Las pruebas de
acceso duraban varios días, nos dieron una taquilla y una cama que,
todo hay que decirlo, ya es más de lo que te dan en cualquier curro
de mierda. La rutina era que nos levantaban al alba, nos hacían
formar e íbamos a desayunar, luego comenzaban las pruebas por la
mañana y nos dejaban la tarde libre. Había gente de toda la
península y el ambiente era muy agradable, desde el primer día se
creó un sentimiento de hermandad, la típica camaradería entre
perdidos. Recuerdo eso con gran cariño, y es una de las bazas con
las que el ejército sabe jugar muy bien, el sentimiento de
hermandad, de pertenecer a algo, a algún sitio, un jodido punto de
apoyo, que hasta los perros más solitarios ansían en algún
momento. No hacía falta ser un genio para darse cuenta del percal,
todos los que estábamos allí eramos unos tiraos de la vida, unos
fracasados que habían dejado los estudios y no encontraban ningún
curro decente en el que sentirse algo más que una mera tuerca de un
gran engranaje. Estábamos hartos de ir a la deriva y sentirnos
inferiores e inútiles, el ejercito te prometía un halo de
romanticismo, un aura de héroe anónimo y noble. No obstante, a
pesar del embriagador aroma del ambientador de nobleza y santidad no
tardé mucho en verle las orejas al lobo. Ése no era mi sitio, nunca
lo sería, debía huir, pero, ¿cómo? Percibirás la eterna pregunta
existencial de la vida, ahí estaba de nuevo: “¿Cómo he llegado a
esta fiesta de locos? ¿Y por dónde se sale?”
Había una
importante alambrada electrificada en mi camino a la libertad, era el
hecho de que por aquel entonces cualquier idiota podía superar las
pruebas de acceso para entrar en el ejército profesional. Yo no
quería entrar, pero tampoco podía renunciar así como así ya que
eso atraería una poderosa nube de ira y decepción cargada de
truenos sobre mi cabeza provocada por mi santa madre. Mi salida de
allí tenía que parecer algo ajeno a mis designios. No tenía
ninguna enfermedad que me imposibilitara para morir por la patria,
había superado tranquilamente las pruebas médicas, que consistían
en un simple análisis de sangre y en una curiosa prueba en la que
nos hicieron formar una larga fila delante un médico del ejército,
una fila de cientos de personas. Al llegar tu turno frente a la mesa
del médico este te pedía que te bajases los pantalones y los
calzoncillos, lo hacías, y te quedabas con la minga fuera a la
altura de su cara. Era una situación bizarra: El médico, tu polla y
una fila de personas detrás tuya. El tipo te la miraba durante unos
segundos y daba su veredicto. “¡Siguiente!” Así que pasé
también esa prueba, que aún hoy no entiendo que pretendía
dilucidar.
Así que
estaba sano como una puta manzana.
Tampoco di
positivo en drogas, a pesar de consumirlas. Había tenido un breve
periodo de desintoxicación que parecía haber dado sus frutos ya que
como comprenderás que me echasen por consumo de drogas tampoco era
una opción de cara a evitar la nube de ira materna. Fue una
bendición que las pruebas de sangre fuesen las primeras en
realizarse, entre los opositores había un gran nivel de toxicómanos,
todos habían pasado un periodo de desintoxicación para poder pasar
el análisis de sangre, pero la mayoría ya no aguantaban el mono, y
cuando nos dijeron que estábamos limpios salimos en tropa del
cuartel, entre cánticos, a buscar drogas por todo El Ferrol. Esa
noche acabamos todos pedo acosando y siendo acosados por las
lugareñas, que estaban terriblemente disponibles. Para ellas el
periodo de opositores era una oportunidad única de pasarse por la
piedra a futuros militares de toda España, chicos jóvenes y
apuestos de altos ideales.
La mañana
siguiente fue un cuadro, con todos afrontando las pruebas físicas en
un estado de resaca lamentable, ojerosos, traspirando ginebra y
vodka, con aliento a cenicero y presas de espasmos y tics de lo más
variado. Pero una vez más las pruebas eran un ridículo trámite,
una carrerita, un par de flexiones, unos tristes obstáculos... Todo
al alcance de cualquier disminuido, ni los tíos en peor forma de la
tropa fallaron aquí y, por supuesto, yo tampoco lo hice.
Así que cada
vez estaba más sumergido en el lodo, estaba casi dentro, mi
reluciente uniforme azul me esperaba a la vuelta de la esquina y un
poco más lejos la tercera guerra mundial o algún tipo de absurda
cruzada imperialista.
Entonces
encontré la solución. La demencia. Sin duda la locura sería mi
puerta de salida de ese lugar maldito.
Empecé a
comportarme de forma extraña, no quería que fuese demasiado
evidente pero sí lo suficientemente rara como para encender algunas
alarmas. Me vestí todo de negro, pantalones, camisa, calcetines,
zapatos, también una larga gabardina negra que me llegaba hasta el
suelo, y me paseaba de esa guisa por las instalaciones. Me acercaba a
los militares profesionales y me quedaba horas mirándolos en
silencio desde la distancia, y cuando menos lo esperaban pegaba un
grito inteligible, o me tiraba al suelo y empezaba a girar sobre mí
mismo, lo hacía durante unos segundos y luego me levantaba y volvía
a mi posición en silencio, como si no hubiese pasado nada. Me
acercaba a los mandos y les preguntaba alguna chorrada:
“¿Qué tal
todo señor?”
“Bien”
“¿Bonito
día verdad?”
“En efecto”
“Con un
exceso de violetas en mi opinión”
“¿Cómo
dice?”
“El color
violeta, quizás sea excesivo, en el cielo, a lo lejos.”
Y me quedaba
mirándole fijamente a los ojos con mi mirada más profunda.
“¿Se
encuentra usted bien?”
“Afirmativo
señor, todo fluye de manera correcta, como el universo.”
“Bien.
Continúe así.”
Y volvía a
quedarme mirándole fijamente.
“¿Seguro
que se encuentra usted bien?”
“Afirmativo
señor.”
“Bien. He de
irme.”
Y me quedaba
ahí plantado mirando cómo se largaba, solían girarse un par de
veces y lo que veían era a mí, a lo lejos, una figura negra e
inmóvil, mirándoles. No tardó en extenderse el rumor de que dentro
de los opositores había un tipo un poco extraño.
Entonces llegó
mi gran oportunidad, el examen psicotécnico. En las preguntas de
habilidad, como las de series de números, ordenar piezas de dominó
según un patrón y toda esa mierda no fallé, pero en las de
carácter personal intenté ser un poco más ingenioso, ambiguo, por
ejemplo:
¿Escucha
voces en su cabeza que le indican qué debe hacer?
No
escucho voces extrañas ajenas a mí, me dejo guiar únicamente por
el camino de la bondad absoluta y la justicia implacable.
Ello provocó que me mandasen un día al hospital militar a
tener una entrevista informal con el psicólogo. Charlamos durante un
rato, fingí algún tic e hice comentarios que no venían a cuento.
Este me envió al psiquiatra. Curiosamente con él me comporté de
manera normal, me refiero a que no pretendí aparentar nada, ni para
bien ni para mal.
Cuando llegaron los resultados definitivos de las pruebas me
tendieron una carta en la que decía que no era admitido en el
ejército profesional, que no había superado las pruebas
psicotécnicas, que no estaba capacitado para los rigores de la vida
militar y mucho menos para el manejo de armas peligrosas.
Misión cumplida. Ahí os quedáis.
Llamé a mi madre compungido y le expliqué los resultados, me
escudé en que seguramente me habían echado a ojo, amparados en la
ambigüedad del estado mental, solamente para que mi lugar lo ocupara
algún enchufado.
Nos
metieron en un tren a todos los que no habíamos sido admitidos, la
mayoría por no haber superado el test de drogas o por problemas
médicos, y nos mandaron de vuelta a casa. En el tren se produjo la
anarquía, eramos muchos e hicimos nuestro el tren, todo el mundo
despotricando del ejército y sacando las drogas y el alcohol,
aquello se transformó en una fiesta. Toda la gente gritando, fumando
y bebiendo por los pasillos, asustando a los pasajeros comunes que
eran clara minoría. Lo último que recuerdo es que me metí en un
camarote con otros cinco, echamos a una pareja que tenía esos
asientos, ocupamos su lugar y empezamos a hacer absurdas apuestas con
chupitos de tequila. Lo siguiente que pasó fue que me desperté
tirado en el pasillo del tren, ya habíamos llegado a Madrid y la
gente pasaba sobre mí cargando sus maletas e intentando no pisarme.
Tuve la mala suerte de que cuando me incorporé y miré confundido
por la ventana lo primero que vi fue a mi madre tras el cristal y su
mirada acusadora ante mi cara de borracho.
Y ahí se acabó mi breve romance con el ejército.
He pensado cómo habría sido mi vida amamantado por la teta
militar. Me habría ahorrado infinidad de trabajos de mierda y
periodos de deambular sin rumbo, pero por otra parte ahora podría
estar luchando contra los árabes, o alguna otra amenaza invisible
igual de furibunda, opción que tampoco parece nada envidiable.
Aunque bien pensado los militares no viven mal, y algunos valores
tales como la disciplina, la camaradería y la actividad física,
todo en su justa medida, son costumbres que deberían auto imponerse
todas las personas, más en estos tiempos de gordos culos marchitos y
perezosos que se auto idiotizan mientras son despojados de todo y en
su ignorancia y pereza encima aplauden a sus captores e ignoran el
complot que se cierne para transformarles a ellos, y a los que vengan
detrás, en esclavos, en fuentes de energía desechables, en tuercas,
en pilas, en sombras. La perspectiva de acabar en una cruzada absurda
echa para atrás, pero a pesar de las promesas y besos a la bandera
que hayan hecho estoy convencido de que si mañana se declarase la
guerra la mayoría de los militares, si han conservado algo de
sentido común, saldrían del cuartel a comprar tabaco y nunca más
se les volvería a ver por allí. No creo que la vida militar me
hubiese resultado del todo inútil de haber optado por ella, es un
riesgo exponerse al inevitable lavado de cerebro, pero creo que
habría salido airoso de ese trámite. Por otra parte tampoco me he
librado de la guerra, de la guerra silenciosa y sin cuartel que
significa el mero hecho de vivir entre los humanos, la más
sangrienta batalla de todas. Céline escribe: “De los hombres, y
de ellos sólo, es de quien hay que tener miedo, siempre”
Céline, el cabrón de Céline. Qué gran escritor. Sin duda su
manera de escribir, sincera hasta el extremo, sin ocultar nada de su
visión del mundo, por socialmente detestable que fuera, y su estilo,
descarnado y certero, pionero del lenguaje soez y realista, de la
jerga de la calle, han influido enormemente en la literatura
posterior, en la literatura sucia y realista, la única que merece la
pena tener en cuenta. Sin él, sin su inevitable influencia, que se
te mete en los huesos desde que te enfrentas por primera vez a
cualquiera de sus páginas, gente como Bukowski y tantos otros no
serían lo mismo. También le debe un saludo respetuoso su discípulo
más aventajado dentro de nuestra narrativa underground actual, el
gran Alfonso Xen Rabanal, el detective de la niebla y el blues. Otro
cabronazo de los buenos que, a diferencia de Céline, es capaz de
terminar la mayoría de sus blues con un acorde mayor.
El puto Céline. Encima era nazi. ¿Qué más se puede pedir?
Su simpatía por el nazismo es uno de sus rasgos que más
opiniones encontradas ha tenido. Sin duda es un buen bastón para que
se apoyen sus detractores y la gente en general, tan acostumbrados a
quedarse en la superficie y enarbolar este tipo de detalles con
fingida autoridad. El gobierno francés, hace no mucho, se vio
incluso obligado a retirar un homenaje que tenía planeado para el
bueno de Louis, debido a su postura antisemita, alarmados por las
inevitables muestras de ira de la gente para la cual ese detalle
ensombrecía el todo. No pretendo meterme en el debate absurdo de si
las opiniones ético-políticas deben ser ignoradas en el juicio del
arte, dirán algunos que el arte está por encima del artista, de su
moral, yo considero el arte como expresión del artista, y por tanto
ligado intrínsecamente a todas las aristas de su personalidad, sin
ocultar aquellas más afiladas o desagradables, ya que el arte que
considero verdadero ha de venir de la angustia del artista y su afán
por expresarse. Si alguien pretendiese defender el arte de Céline
ocultando sus ideales también debería defender los ideales de
Hitler, ya que éste no era más que un artista frustrado. No, no
caigamos en eso, Céline era nazi, ¿y qué? Con su episodio militar
observamos que Céline era una persona visceral, pasional e ingenua,
y por ello cayó en el nazismo, Céline solo era un misántropo que
simplemente se dejo arrastrar por una visión romántica, como tantos
otros, al igual que hiciera antes con la vida militar.
Por otra parte si solo nos quedamos en la superficie y el
arquetipo y consideramos el nazismo como la intolerancia y el odio
llevados al extremo, en tal caso considero que es algo intrínseco a
la mayoría de los humanos. Sí, has leído bien, yo creo que en el
fondo TODOS SOMOS NAZIS. ¡HAIL! ¿No me crees? Bien, juguemos.
Si ahora mismo te digo que defiendo el nazismo como un
sentimiento intrínseco y natural en el hombre te apresurarás a
indignarte y colgarme de los huevos amparado en tu supuesta
superioridad moral, con lo cual estarás dándome la razón, ya que
así obraría un nazi. ¿Ves a dónde pretendo llegar? Ahondemos en
ello. El nazismo es solo una palabra, una etiqueta que ha quedado
estigmatizada con el tiempo, pero que responde simplemente a un
sentimiento misántropo exagerado, y la misantropía es un pie del
que todos cojeamos. La marca nazismo es solo una etiqueta que se ha
creado para encerrar unas ideas en unos márgenes visibles y
estigmatizar el todo, pero siempre que se crean márgenes lo que
ellos encierran pierde su sentido y se expande silenciosamente por
otras vías. Lo cierto es que aunque la esvástica esté pasada de
moda sus premisas siempre han seguido presentes. El jefe cabrón que
te pide, tras terminar tu jornada de ocho horas, que te quedes otras
cuatro, por supuesto sin cobrar, ya que “en nuestro convenio no se
pagan las horas” y así te esclaviza un poco más y encima
gratuitamente ¿eso qué es? Un puto nazi. Observemos la sociedad
actual. Vivimos gobernados por nazis, eso es un hecho que se
demuestra más claramente a cada día que pasa. Nuestro ilustre
presidente, esa jodida marioneta gangosa, esa mascota de poderes
ocultos más elevados, está haciendo todo lo posible por llevar a su
pueblo a la esclavitud absoluta con una sarta de medidas absurdas,
con el terreno allanado por la política de haber transformado a la
sociedad, ausente como dije de disciplina y fortaleza, en un rebaño
dócil y completamente maleable ¿Qué puedes esperar de un país en
el que el periódico más vendido es el deportivo, el programa más
visto el de los chismorreos del corazón y los libros más vendidos
absurdas epopeyas vampíricas en ficción y recetas de cocina en no
ficción? Se ha conseguido incluso que nos esclavicemos
personalmente, que sonriamos mientras nos colocamos nuestros propios
grilletes en forma de obligaciones y deseos de propiedad absurdos.
Todo es tan evidente que hasta los más ignorantes empiezan a darse
cuenta del percal, pero incluso sabiéndolo se ven incapaces de
actuar porque han perdido por completo su voluntad, están asustados
y prefieren ser dominados, bajan la cabeza mientras se les despoja
poco a poco de todo, abrumándolos con excusas incomprensibles por
doquier, las presiones de los mercados, la esclavitud del dinero...
Incluso se aprueba la esterilización de los discapacitados sin
terminar de definir qué es un discapacitado, y aquí no pasa nada,
oiga. La jugada les está saliendo bien, y entre risas nuestros
dirigentes exprimen un poco más para ver hasta dónde pueden llegar
mientras nadie hace nada. Al fin y al cabo, ¿por qué no hacerlo? El
egoísmo y el ansia de poder del ser humano no conoce límites, y si
no hay represalias se tiende a estirar de la cuerda al máximo, si
dejas que se follen a tu mujer sin hacer nada el violador pasará
seguidamente a probar el chochito de tu hija, luego de tu hermana, de
tu madre, y al final te verás con un pene metido en el culo y quizás
entonces hagas algo, o quizás no... Y si se produjese de repente el
ansiado despertar de las conciencias ¿qué haríamos entonces? Coger
las antorchas, salir a la calle, arrancar a los reptiles de sus sofás
de cuero, sacarles de sus bunkers y arrastrarlos por los pelos hasta
la plaza del pueblo, donde, entre cánticos, los condenaríamos a
morir lapidados, con lo cual nosotros nos convertiríamos en los
nazis.
Me he dedicado a preguntar por ahí, a hablar con la gente, tu
también puedes hacerlo, la mayoría de personas se creen superiores
a la masa, como de una raza superior, y meterían a los rebaños que
les resultan molestos en cámaras de gas sin siquiera despeinarse. Es
el odio y la frustración que todos tenemos metidos dentro, que crece
y se expande por el alma en cuanto empiezas a ver y hacerte
preguntas, en cuanto ves el panorama que hemos creado, que lleva
inevitablemente a la rabia y la frustración, y de ahí al odio
total. ¿Qué es este sentimiento intrínseco sino nazismo? Todos nos
creemos de una raza superior, poseedores de la verdad, profetas entre
asnos, cuando en realidad no hay ni raza ni verdad, solo penuria.
Céline escribe: “La raza, lo que tú llamas raza, es ese atajo
de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que
vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los
tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del
mundo. El mar les impedía seguir adelante.”
Cuando Hitler asumió el poder el pueblo estaba sufriendo una
profunda crisis de identidad en un panorama de crisis y pobreza
desolador producto de la guerra, el pueblo desconfiaba del poder, que
se había mostrado como un ente elitista y egoísta, entonces llegó
el visionario, un tipo que pocos años antes soñaba con ser pintor y
malvivía en una pensión de mala muerte, una persona que en su
carrera militar había sido innumerables veces tildado de ser
retraído y con nulas capacidades para el mando, y este pardillo fue
elevado por las masas hasta inflarle el ego de tal forma que casi se
carga el mundo, y lo hizo entre vítores, recordemos que Hitler tenía
el apoyo de su pueblo, nunca hizo nada ilegal. Ya lo dije al
principio, solo hace falta un panorama adecuado, un loco visionario y
tres compinches para que la bola de nieve eche a rodar. Es todo tan
absurdo e incontrolable que incluso Xen Rabanal podría transformarse
en un visionario dictador, de momento ya ha escrito un par de obras
con más fuerza y mala leche que el propio mein kampf. Nos
encontramos en una situación parecida a la de la Alemania previa al
auge del nazismo, el odio y la frustración acompañan a las personas
desde que se levantan hasta que se acuestan, los partidos nazis
adquieren presencia, el pueblo está idiotizado, como siempre, pero
ahora, sorprendentemente, incluso los intelectuales duermen, lo dijo
hace poco Luis Sáez Rueda ¿dónde están los intelectuales
alemanes ahora? Con todo lo que está pasando, con la que está
cayendo, con lo que se está tramando desde las sombras.
¿Adónde nos llevará todo esto? A una explosión inevitable, a
un todos contra todos, a la completa aniquilación, que es lo que el
hombre lleva buscando desde que puso el pie en la tierra.
Admite tu propia miseria, haz ver la de los demás y demuestra
que es intrínseca, dejémonos de absurdas poses y quitemos el velo.
Céline escribe: “La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre
todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender nunca hasta qué
punto son hijoputas los hombres. Cuando estemos al borde del hoyo, no
habrá que hacerse el listo, pero tampoco olvidar, habrá que contar
todo sin cambiar una palabra, todas las cabronadas más increíbles
que hayamos visto en los hombres y después hincar el pico y bajar.
Es trabajo de sobra para toda una vida.”
Y en ello estamos unos cuantos, encerrados en estas páginas,
contando las cosas, quizás solo nuestra visión distorsionada y
demente, es posible, lo admito, pero con sinceridad ¡Y que le jodan
al gobierno francés! Céline no necesita sus elogios, estoy seguro
que esté donde esté apreciará más nuestro homenaje que el
frustrado homenaje de un gobierno de reptiles posadores, ya nos dará
las gracias cuando nos encontremos en el infierno, allí escribiremos
poemas malos mientras bebemos unas copas y damos collejas al idiota
de Adolf, en el infierno están los mejores garitos, las mejores
mujeres, la mejor música, lo pasaremos bien mientras los demonios
nos arponean.
Resumiendo. Gracias por todo Céline, maldito por excelencia,
misántropo empedernido, no te callarán, para eso estamos aquí tus
discípulos, esta pandilla de escritores dementes, embarcados, al
igual que tú, en un interminable viaje a ninguna parte.
Texto incluido en la antología El Descrédito. Viajes narrativos en torno a Louis Ferdinand Céline. Editado por Lupercalia.