©—A este le voy a cantar las cuarenta, de hoy no pasa—, dice
para sí. Con este leitmotiv se dirige
José al domicilio de su contrincante. Como cada día cuando son las
trece y diez sube la cuesta agraviado por las bolsas que carga y la asfixia
del mes de julio. Frente a la verja adjunta a la puerta principal de la casa se
planta esta vez decidido, poniendo los brazos en jarra. Da toquecitos José con
la punta del zapato contra el alquitrán mirando al interior de la casa, tras la verja. Como es de
esperar, a la carrera, frenético, dominante, matón, aparece el doberman
Brandon, el que choca bruscamente contra la cancela y se pone a dos patas en
actitud de superioridad frente a José, a quien le palpita fuerte el corazón y
se le seca la boca otra vez. No se extraña, ahora que observa más de cerca el conjunto
muscular del perro, significativamente a
la alza si se compara al suyo. Mi mi ra te voy a decir cuatro co co sas bien di, no termina su frase cuando comienza
a ladrar con estrépito el bicho, dejando su dubitativa vocecita inaudible. —¡Ya está
bien!—, grita con tono chirriante y se acerca más al perro, ahora quedando ambas
cabezas a la misma altura. Es lo que tiene José, que mide uno cincuenta y
siempre ha tenido la certeza de que eso le resta rotundidad, tal vez por este
motivo ahora le tiemblan tanto las piernas y seguramente por esto se despidiera con la
manita su ex mientras se alejaba del brazo de aquel domador de leones. Pero lo
cierto es que la terapia con el psicólogo lo está dejando en la ruina y ha
determinado zanjar la reyerta en el día de hoy. Siguiendo su consejo
profesional debe afrontar sus miedos de una vez por todas. Entretanto, el perro
se desgañita en el ladrido grave, de tenor cuánto menos. José cree que va a ensordecer
pero no se achanta. Apretando la mandíbula adelanta el pecho y una pierna el valiente, —en el último año he
pasado por aquí cada día y a la misma hora, ¿me tienes que seguir ladrando?, ya
he perdido un oído, maldito chucho. Te voy a enseñar lo que tienes que hacer de hoy en adelante,
voy a pasar delante de ti y tú el hocico cerrado ¿estamos?—. Retrocede justo hasta el quicio primero, se mete las manos en los
bolsillos, sube la barbilla, finge desaire, y con paso chulesco desfila ante las
narices del perro. Este se ha calmado, se ha sentado y con las orejas subidas mira
a José haciendo movimientos secos de cabeza a izquierda y derecha, parece
sorprendido. Tras dos paseíllos demostrativos
se para —¿ves?, buen chico—. Viendo el dominio que ejerce ahora sobre el animal, se
crece, —si va a resultar que solo eres una gallina asustada—, masculla. Pero se conoce
que el pitido que emite al hablar excita sobremanera al canino, y que la
fortuna no acompaña a José esta mañana, a tenor de la velocidad a la que corre despavorido
calle abajo, llevando detrás al bicho que espumea por la boca e intenta darle
alcance. El caso es que al entrar en la casa la dueña de Brandon un rato antes de que pasara José, no ha corrido del todo el
cerrojo de la cancela. Se ve que Brandon
durante el forcejeo ha puesto la zarpa encima descorriéndolo, y…
No, no es buen día para dejar los
ansiolíticos.
Setefilla A.
Mejor con tu opinión, gracias.