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Siempre esta nostalgia,
esta inseparable nostalgia
que todo lo aleja y lo cambia.
Rafael Alberti
No podía evitar estremecerse. La realidad aprisionaba su frágil silueta y la levantaba con la misma facilidad con la que el viento eleva las hojas de los árboles. De repente comenzaba a darse cuenta de que el mundo, su mundo, hacía tiempo que había comenzado a desvanecerse. Tal vez era demasiado tarde para mirar atrás, pero ella lo hacía. Sí, resultaba cierto que nada permanece, que las vidas cambian al mismo ritmo frenético de las agujas del reloj; pero nadie le había hablado de aquel instante impreciso en que lo comprendes todo y sientes como si un ente invisible te obligara a beber a grandes tragos vasos de realidad.
Los lugares, los rostros, las compañías, las prioridades, los puntos de vista, los seres queridos; todos habían ido cambiando, desmintiéndose unos a otros, tejiendo un colchón inacabable de años donde se acurrucaban los recuerdos. Pero a veces alguno despertaba y se agitaba en el corazón, como uno de esos erizos que quisieron compartir su frío y acabaron dibujando en el mundo la inconsistente y etérea silueta del recuerdo de un olvido. Una palabra, un poema, una vieja fotografía o un sueño en el momento menos oportuno; cualquier detalle bastaba para despertar sensaciones que creía extintas y que, sin embargo, la devolvían a la época en la que estaban presentes, y entonces podía sentirlas tan frescas como el día en que nacieron. A menudo se extraviaba en el tiempo, y se encontraba queriendo a demasiadas personas, a personas que ya no existían –al menos, no del modo que existieron para ella-, y toda aquella nostalgia se concentraba en una oleada inmensa de amor que, al haber perdido su destino, se volvía contra ella misma, esbozando una amargura que parecía inherente a su evanescente imagen.
Nada permanece. Pero a ella le hubiera gustado encontrar un sueño, una persona, un sentimiento que se mantuviera impasible al paso del tiempo; encontrar algo a lo que aferrarse cuando la vorágine de las estaciones amenazara con devorar sus sentidos; ver suplida su natural inseguridad por una diminuta certeza, por pequeña que fuera, junto a la que poder contemplar desde fuera el cambiante torbellino del tiempo. Solo le hubiera gustado escuchar un Para siempre, aunque fuese de mentira -¿qué no lo es?-, porque incluso siendo mentira sería más verdad que todo el universo que la rodeaba.
esta inseparable nostalgia
que todo lo aleja y lo cambia.
Rafael Alberti
No podía evitar estremecerse. La realidad aprisionaba su frágil silueta y la levantaba con la misma facilidad con la que el viento eleva las hojas de los árboles. De repente comenzaba a darse cuenta de que el mundo, su mundo, hacía tiempo que había comenzado a desvanecerse. Tal vez era demasiado tarde para mirar atrás, pero ella lo hacía. Sí, resultaba cierto que nada permanece, que las vidas cambian al mismo ritmo frenético de las agujas del reloj; pero nadie le había hablado de aquel instante impreciso en que lo comprendes todo y sientes como si un ente invisible te obligara a beber a grandes tragos vasos de realidad.
Los lugares, los rostros, las compañías, las prioridades, los puntos de vista, los seres queridos; todos habían ido cambiando, desmintiéndose unos a otros, tejiendo un colchón inacabable de años donde se acurrucaban los recuerdos. Pero a veces alguno despertaba y se agitaba en el corazón, como uno de esos erizos que quisieron compartir su frío y acabaron dibujando en el mundo la inconsistente y etérea silueta del recuerdo de un olvido. Una palabra, un poema, una vieja fotografía o un sueño en el momento menos oportuno; cualquier detalle bastaba para despertar sensaciones que creía extintas y que, sin embargo, la devolvían a la época en la que estaban presentes, y entonces podía sentirlas tan frescas como el día en que nacieron. A menudo se extraviaba en el tiempo, y se encontraba queriendo a demasiadas personas, a personas que ya no existían –al menos, no del modo que existieron para ella-, y toda aquella nostalgia se concentraba en una oleada inmensa de amor que, al haber perdido su destino, se volvía contra ella misma, esbozando una amargura que parecía inherente a su evanescente imagen.
Nada permanece. Pero a ella le hubiera gustado encontrar un sueño, una persona, un sentimiento que se mantuviera impasible al paso del tiempo; encontrar algo a lo que aferrarse cuando la vorágine de las estaciones amenazara con devorar sus sentidos; ver suplida su natural inseguridad por una diminuta certeza, por pequeña que fuera, junto a la que poder contemplar desde fuera el cambiante torbellino del tiempo. Solo le hubiera gustado escuchar un Para siempre, aunque fuese de mentira -¿qué no lo es?-, porque incluso siendo mentira sería más verdad que todo el universo que la rodeaba.