MARIO.-Los niños no deberían morir.
LA MADRE.-(Suspira.) Pero mueren.
MARIO.-De dos maneras.
LA MADRE.-¿De dos maneras?
MARIO.-La otra es cuando crecen. Todos estamos muertos.
Antonio Buero Vallejo, El tragaluz
Cantaba a todas horas. Se creía una gran cantante e incluso soñaba con cantar en un escenario algún día. Jugaba con el vuelo de su falda y daba vueltas, esa era su forma de bailar ante el fervoroso público –padres, tíos, abuelos. Pero ella se creía la mejor bailarina. El tiempo que no cantaba, lo pasaba jugando con las muñecas –hablando con ellas en voz alta- o dibujando. Hacía historias a base de dibujos, porque todavía no se sentía con libertad escribiendo.
Un día, descubrió la existencia de algo llamado diccionario –uno de bolsillo y tapa blanda llamado Iter Sopena-, donde supuestamente aparecían los significados de todas las palabras del mundo. Ella dudaba de que en algo tan pequeño pudieran caber tantas cosas, pero así se lo habían asegurado. Sin embargo, le sorprendió no encontrar su nombre. Alguien debía haberse olvidado de ponerlo. Para solucionarlo, se fue hasta la palabra “harina” y cambió la “h” por una “M”. Tachó el significado y escribió, a lápiz, dos palabras: Niña princesa. Perfecto, ya estaba solucionado el error del diccionario. No importaba que ahora no apareciese la palabra “harina”. Su nombre era mucho más relevante.
Así, poco a poco, fue descubriendo el misterioso mecanismo de la lengua, con todos sus secretos. Los libros de ilustraciones comenzaban a ser aburridos –excepto para decorar a su propio estilo los personajes, a los que dibujaba lazos y pintaba los labios-, y empezó a interesarse por otros de mayores, como “Las brujas”, de Roald Dahl o la serie de “El pequeño Valentín”. Sobre todo, disfrutaba con los diálogos, imitando las distintas voces, tal como hacía con las muñecas. Y cuando la mandaban leer en clase, se enorgullecía de ser la que más rápido lo conseguía. Mientras tanto, había empezado a escribir pequeños relatos sobre gatos y princesas, porque ya lo tenía claro: de mayor no quería ser ni cantante ni actriz de cine; quería ser escritora. A veces, su padre le leía fragmentos de libros titulados “Rafael Alberti para niños” o “Primeras poesías de Juan Ramón Jiménez”. Ella no comprendía el sentido de esas cosas, le parecía algo para gente aburrida o niños tontos. Para ella, la poesía era aquello que la profesora de Preescolar les hacía recitar en clase cuando eran pequeños:
Otoño, viento amarillo,
vientecillo trotador,
que al campo, como un asnillo,
cargas con odres de olor.
Otoño, viento amarillo.
Cuando se había acostumbrado a su propia lengua, se enteró de que aquel curso iba a estudiar inglés. Antes de asistir a ninguna clase, elaboró su propia teoría: para escribir en inglés, solo había que escribir al revés las palabras en castellano. Sí, así tenía que ser, por eso eran palabras tan raras. Y lo había descubierto sola.
Algo más tarde empezó a escribir lo que ella llamaba “poesía”, que en realidad eran breves pareados muy simples y con rima musical, pero que la hacían sentirse orgullosa de sí misma, porque creía que la poesía era eso: algo que rimase y que quedara bonito. Seguía sin soportar leer a ningún poeta.
Pasaron los años, años en los que dejaron de regalarle muñecas –la última fue a los 14- y olvidó la práctica de leer los diálogos de los libros en voz alta. También había dejado de cantar, sobre todo desde que a los dieciséis años descubrió que no se iba a pinchar el dedo con el huso de una rueca encantada. Los exámenes ocupaban un lugar esencial en su vida y al fin había descubierto que ella no era el centro del Universo. ¿Cuándo lo descubrió? En algún momento que hacía frontera entre la inocencia y la realidad -¿tal vez 1998? Ahora existía la tristeza, la incertidumbre y la soledad. Y fue entonces cuando, hojeando un libro de texto de Lengua y Literatura, encontró un poema que, por primera vez, no la dejó indiferente. Porque en ese poema estaba ella misma, no su nombre, como había buscado de pequeña en el diccionario, pero sí parte de su ser. Y lo entendió todo. Buscó más poemas de ese autor, después continuó con otros autores. Pero aquel primero ya no lo olvidaría. Y fue entonces cuando comenzó a sentir la necesidad de escribir, pero esta vez, de escribir de verdad, dejando trocitos muy pequeños de corazón en el papel.
Hace unos días, aquella niña encontró que en el diccionario Iter Sopena de bolsillo de 1996 no aparecía la palabra “harina”, sino otra bien diferente, y recordó todo aquello, que ha sido lo que me ha inspirado para escribir esta historia.
Un día, descubrió la existencia de algo llamado diccionario –uno de bolsillo y tapa blanda llamado Iter Sopena-, donde supuestamente aparecían los significados de todas las palabras del mundo. Ella dudaba de que en algo tan pequeño pudieran caber tantas cosas, pero así se lo habían asegurado. Sin embargo, le sorprendió no encontrar su nombre. Alguien debía haberse olvidado de ponerlo. Para solucionarlo, se fue hasta la palabra “harina” y cambió la “h” por una “M”. Tachó el significado y escribió, a lápiz, dos palabras: Niña princesa. Perfecto, ya estaba solucionado el error del diccionario. No importaba que ahora no apareciese la palabra “harina”. Su nombre era mucho más relevante.
Así, poco a poco, fue descubriendo el misterioso mecanismo de la lengua, con todos sus secretos. Los libros de ilustraciones comenzaban a ser aburridos –excepto para decorar a su propio estilo los personajes, a los que dibujaba lazos y pintaba los labios-, y empezó a interesarse por otros de mayores, como “Las brujas”, de Roald Dahl o la serie de “El pequeño Valentín”. Sobre todo, disfrutaba con los diálogos, imitando las distintas voces, tal como hacía con las muñecas. Y cuando la mandaban leer en clase, se enorgullecía de ser la que más rápido lo conseguía. Mientras tanto, había empezado a escribir pequeños relatos sobre gatos y princesas, porque ya lo tenía claro: de mayor no quería ser ni cantante ni actriz de cine; quería ser escritora. A veces, su padre le leía fragmentos de libros titulados “Rafael Alberti para niños” o “Primeras poesías de Juan Ramón Jiménez”. Ella no comprendía el sentido de esas cosas, le parecía algo para gente aburrida o niños tontos. Para ella, la poesía era aquello que la profesora de Preescolar les hacía recitar en clase cuando eran pequeños:
Otoño, viento amarillo,
vientecillo trotador,
que al campo, como un asnillo,
cargas con odres de olor.
Otoño, viento amarillo.
Cuando se había acostumbrado a su propia lengua, se enteró de que aquel curso iba a estudiar inglés. Antes de asistir a ninguna clase, elaboró su propia teoría: para escribir en inglés, solo había que escribir al revés las palabras en castellano. Sí, así tenía que ser, por eso eran palabras tan raras. Y lo había descubierto sola.
Algo más tarde empezó a escribir lo que ella llamaba “poesía”, que en realidad eran breves pareados muy simples y con rima musical, pero que la hacían sentirse orgullosa de sí misma, porque creía que la poesía era eso: algo que rimase y que quedara bonito. Seguía sin soportar leer a ningún poeta.
Pasaron los años, años en los que dejaron de regalarle muñecas –la última fue a los 14- y olvidó la práctica de leer los diálogos de los libros en voz alta. También había dejado de cantar, sobre todo desde que a los dieciséis años descubrió que no se iba a pinchar el dedo con el huso de una rueca encantada. Los exámenes ocupaban un lugar esencial en su vida y al fin había descubierto que ella no era el centro del Universo. ¿Cuándo lo descubrió? En algún momento que hacía frontera entre la inocencia y la realidad -¿tal vez 1998? Ahora existía la tristeza, la incertidumbre y la soledad. Y fue entonces cuando, hojeando un libro de texto de Lengua y Literatura, encontró un poema que, por primera vez, no la dejó indiferente. Porque en ese poema estaba ella misma, no su nombre, como había buscado de pequeña en el diccionario, pero sí parte de su ser. Y lo entendió todo. Buscó más poemas de ese autor, después continuó con otros autores. Pero aquel primero ya no lo olvidaría. Y fue entonces cuando comenzó a sentir la necesidad de escribir, pero esta vez, de escribir de verdad, dejando trocitos muy pequeños de corazón en el papel.
Hace unos días, aquella niña encontró que en el diccionario Iter Sopena de bolsillo de 1996 no aparecía la palabra “harina”, sino otra bien diferente, y recordó todo aquello, que ha sido lo que me ha inspirado para escribir esta historia.