
Fernández, el
conciliador, terció como siempre, intentando quitar hierro al asunto:
—Tío Cacaseno, no se
acalore Ud. que le va a dar algo. Tenemos democracia desde hace ya muchos años
y cuando ganan unos (por el margen que sea) tienen todo el derecho a gobernar
durante el periodo que se les ha adjudicado, y los demás la obligación de
ayudarlos para que lo hagan lo mejor que sepan o puedan. Si son de nuestra
cuerda, mejor, pero si no lo son, es lo mismo. Si en nuestro pueblo sale
elegido un alcalde de derechas, pongamos por caso, a partir de ese día es el
alcalde de todos los vecinos. Él tiene la obligación de gestionar para todos
sin distinción, y nosotros el deber de respetarlo. Si no nos gusta su gestión,
a las próximas elecciones votamos a otro y en paz.
—No estoy de acuerdo,
yo soy de izquierdas de toda la vida. Si el alcalde es de los míos es mi
alcalde, y si no, no.
—Pues perdone, que no
quiero faltarle, pero diría que es Ud. una miaja cerril y ultramontano.
—No me digas palabra
raras, Fernández, que los que habéis estudiado parece que queráis reírse de
nosotros.
—No son raras, Cacaseno,
están en el diccionario. Lo que quiero decirle es que tendríamos que haber
aprendido ya que la democracia consiste, entre otras cosas, en manifestar igual
respeto por el oponente político que por nosotros mismos, aceptando el
principio universal de que tener una tendencia política o unas posiciones
dentro de ella no nos convierte automáticamente en poseedores de la verdad.
Debemos aceptar que es posible que los que se oponen a nuestra opinión tienen
la misma capacidad que nosotros para estar en lo cierto. Si un equipo municipal
lo hace bien, cuida las infraestructuras, instala iluminaciones, mejora el
asfaltado, promociona nuestras veredas y caminos como recorridos lúdicos,
realiza un buen plan de actividades culturales y de políticas de emigración e
igualdad y, en general, se preocupa del bienestar de los administrados, así es
percibido por la gente y considero que ese es un buen equipo de gobierno, sea
del signo político que sea. Los hemos elegido, por mayoría, para que nos
administren bien y cumplan correctamente su cometido.
—Tú me hablas de un
mundo ideal en el que cada uno hace lo que tiene que hacer, pero no me digas
que en la política nacional eso funciona también, porque no me lo creo.
—Esa es la pena, que
los partidos políticos de ámbito nacional han perdido la noción de lo que se
les ha encomendado en primer lugar, que es la buena administración de los
ciudadanos y, perdido el “oremus”, concentran todos sus esfuerzos en quitar al
contrario para ponerse ellos sin muchas garantías de que su gobierno mejore al
de los actuales, porque los márgenes de maniobra no son demasiado anchos. En
esa batalla cruel y fratricida perdemos todos, los actores principales y los
pobres administrados, victimas, unos y otros de esas luchas feroces e
irracionales. ¡Cuanto mejor no sería que colaboraran, en la medida de lo
posible, para llevarnos a buen puerto! Me recuerdan a la fabula de los dos
conejos que, discutiendo si sus perseguidores eran galgos o podencos dan
ocasión a que lleguen los perros y se coman a ambos.
—¡Lo que hace el haber
leído, Fernández!