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martes, 22 de mayo de 2012

MAX ESTRELLA


Un día asistí en el Romea a “Luces de Bohemia” para encontrarme con  los “jóvenes iconoclastas” a los que mi padre se refería con frecuencia.
Mi agradecimiento a Carlos González Vidal, que los ha vuelto  a la memoria.

Max  es un personaje impactante por su grandeza trágica y esperpéntica que lo hacen, no solo grande sino desaforado en todas sus manifestaciones. Delicadamente rudo y groseramente tierno, de vida efímera como las mariposas, en solas veinticuatro horas nos hará conocerle desde todas las situaciones posibles de su entorno.
En compañía de su alter ego, Latino, mezcla de perro guardián, pulga chupadora y consejero interesado; contrapunto sanchopancesco del altruismo ilusorio y etéreo de Max, recorrerá este, en un último viajede trancos desiguales y sorpresivos, los ambientes en los que se ha desenvuelto su vida como en una despedida llena de tintes trágicos y abocada a la muerte inexorable.
Su ceguera (regalo de Venus, según él mismo cuenta) a la que no se resigna, como a nada de lo que le rodea, ha sido el último eslabón de la larga cadena de infortunios protagonistas de su vida. Su genio creativo le ha sido fatal en medio de gentes acomodaticias y ramplonas donde prima la materialidad sobre lo espiritual, y a pesar de saberse el primer poeta de España, debe recurrir a empeñar su astrosa capa para pagar con el mísero importe la frasca de vino que le permita seguir soñando, en un país donde los sueños están proscritos.
Otros poetas, como él, alertados a tiempo por la vida, se dedicaron a menesteres más productivos y ahora ocupan altos cargos en la administración. A ellos se dirige Max en exigencia de la reparación que en justicia merece por el trato vejatorio sufrido en una de sus borracheras. Pero acaba aceptando la dádiva humillante que se le ofrece para que se quite de en medio. La acepta, consciente de su propio encanallamiento, y ello hace más firme su designio de terminar con aquella situación denigrante que le resulta cada vez más insostenible.
Para bien o para mal (casi siempre para mal), es el artífice de su destino, navegando contra corriente y decidiendo  su trayectoria con independencia absoluta de más opiniones. Esta es, posiblemente, su mayor grandeza y el origen de su seguridad.
Queda ya, cuando lo conocemos, muy poco en el personaje de la fuerza vital que se le adivina en épocas pasadas. Decepcionado de todo y de casi todos, la idea del final está presente desde el comienzo de su periplo. Final al que convida e induce a los únicos seres a los que se siente unido: su esposa y su hija. Estas, que en un principio rechazan visceralmente la idea, acabaran, sin embargo, adoptándola como propia y muriendo una vez desaparecido Max por medio del mismo elemento que él les sugiriera.
Pero no todos mueren en esta especie de venganza última contra una sociedad que los ha ignorado hasta entonces. Queda el cínico Latino de Híspalis, heredero de la mísera fortuna que le ha llegado a Max demasiado tarde y que él se ocupa de dilapidar, entre hipos de borracho en el tabuco de Picalagarto, en vino y bellaquerías. Todo se desmorona al fin. Todo menos el atemporal marqués, arruinado por su Pazo de Bradomín, paseando displicente y melancólico con el relamido Rubén, que presta su elegante brazo al anciano barbado, incombustible y atildado, único que ha de sobrevivirnos.

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