“Migraremos a Saturno, tal vez en sus anillos esté la voz que te han robado”.
Fue un susurro que aún no puedo decir si fue real o no, porque lo oí mientras despertaba, así que no sé si formaba parte del sueño o no. Ambas posibilidades son válidas, porque recuerdo que soñé que salía al espacio (sin escafandra) a cazar marcianos fugitivos, y alguno muy pillo pudo haberme robado la voz. El autor del susurro también pudo haber sido mi despertador. Cada mañana me saca de la cama con una idea de ese estilo.
Intento preguntarle si sabe cuál es el camino más corto a Saturno, pero sólo consigo emitir un débil gruñido. Lo intento por segunda vez, con el mismo resultado. Finalmente, trato de pronunciar un sencillo “hola”, y sólo sale algo parecido a un trueno falto de decibelios.
Tal vez es cierto que me han robado la voz.
A veces una sale por ahí y en lugar de dejarse el paraguas o el abrigo en casa ajena, se deja la voz. Lo lógico sería llamar a los amigos con los que estuve, para ver si se la han encontrado en su casa y, en ese caso, si no la han tirado a la basura. ¿Pero cómo llamarles si no puedo hablar con ellos? Claro que puedo ir a visitarles, pero me he levantado con una orquesta que usa mi cerebro como batería, y no hay manera de hacerles entender que su función ya acabó.
Entonces pienso que si recupero mi voz, tal vez pueda convencer a los músicos de que se vayan. Se trata de hacer el pequeño sacrificio de meterme en la ducha, vestirme, desayunar y salir a la calle. Con ellos. Pero si se trata de mi voz, cualquier sacrificio es válido.
El primer paso es recordar dónde estuve anoche, pero es complicado. La orquesta está obstruyendo el paso a mis recuerdos. Los aparto a gráciles empujones y consigo llegar a la sala. Creo que he pisado un cable y he desconectado un amplificador, porque el bajista me mira mal. Me disculpo juntando ambas manos delante mío cual mantis religiosa y entro. Es un bar irlandés al que suelo ir con mis amigos cuando la imaginación se siente demasiado perezosa diseñar un plan atractivo. Sin embargo, alguien ha pasado una goma de borrar encima, porque las mesas, las sillas y la barra se ven difuminadas. Aunque tal vez sea el humo o que me haya olvidado de ponerme las gafas. Como seguramente sea esto último, decido volver a mi habitación, y esta vez los músicos me dejan paso, resignados.
Las gafas están donde siempre, en mi mesilla, sin funda ni nada. Tienen cristales líquidos, porque las lágrimas no acaban de limpiarse bien en ellos, aunque eso ayuda a que no se ensucien tanto. Cuando me las pongo, recuerdo que las tengo que poner del revés para no ver el mundo en escala de rojos y naranjas. Vuelvo a a la sala de los recuerdos. Esta vez, la orquesta resopla porque estoy pisando las notas desafinadas del suelo. Quiero decirles que luego hablamos, pero luego se lo diré. Hay que volver al bar.
Suele ser un bar tan lleno que la gente se sienta una encima de otra. Ir a caballo es lo más común. Pero ahora está todo en escala de marrones y sólo hay una bola de paja sentada en la barra. El camarero hace un castillo de palillos de madera mientras escucha las penas de la bola sobre su amor perdido, un vaquero autista que robó las sandalias de Hermes y le dejó para conquistar nubes sin lluvia. El camarero parece interesado y lo escucha con orejeras de elefante. Me siento al lado de la bola de paja, le robo la botella vacía de cerveza de Trigo Compasivo y escribo sobre la mesa, usando los restos de espuma como tinta. Siempre será más cívico que escribir con la navaja.
¿HAS
VISTO
MI VOZ?
“¿Dónde está el camino a tu garganta? Me ahogo...”
Habla un vaso desde el fregadero, que está haciendo equilibrios entre espuma y otros vasos. El camarero suspira y le llena de más agua hasta que rebosa y enjuaga los demás vasos, que suspiran aliviados. Abro la boca y emito maullidos desesperados.
-Fcreo fque fquiere fun fvaso fde fagua -sugiere la bola de paja.
El camarero saca el vaso parlante del fregadero y lo aplasta sobre la barra para que se calle. Sin embargo, sólo se queja con un “ay”. Lo acaricio para reconfortarlo y me lo voy a llevar a la boca cuando el camarero me pregunta qué quieren mis amigos y si lo pagarán con una canción. Le saco una señal de “stop -vuelvo en cinco minutos” y agoto el vaso apenas sin respirar. Noto algo en el fondo, como una pelota, áspero. Antes de tener tiempo a escupirlo, me lo trago. Sabe a cadena.
-Ellos quieren cerveza. A lo mejor se dejan los instrumentos en el fondo de los vasos y terminan la función.
Por fin. La he encontrado. Pensaba que iba a ser más difícil. Por fin puedo explicar esta aventura sin usar el papel.
Me emociono tanto que lloro. Las lágrimas salen abundantes y es una herida que no coagula, sino que forma una balsa que me arrastra fuera del bar, de la sala. Las olas me mecen, me vuelcan, me envuelven y no tengo miedo, como en aquella playa atlántica en la que casi me ahogo de pequeña. El agua es una nana en la que me quedo dormida.
Hoy he despertado en un anillo de Saturno. Y he hablado con el resto de planetas.
Mun, la Muñeca
CuentacuentosDedicado a
Niobiña, porque ella lo inspiró.
Fotografía:
The Voice of Seduction, de
Ben Heine