“Cuando al día siguiente salí a cubierta, el aspecto de la isla había cambiado por completo…” fue lo único que leí antes de lanzar tu libro preferido a la hoguera de San Juan que preparé en el jardín. Lo siento. No pude seguir.
Era lo último que quedaba de tu biblioteca. Perdona, lo tiré todo. Tu ropa. Tus cuadernos con tus poemas y tus dibujos. Las cosas inservibles que guardabas en los cajones y que siempre te negaste a tirar “porque nunca se sabe cuándo las puedes necesitar”. También me deshice de todos los regalos que me hiciste. Y de tus fotos.
Lo único que hacían era clavarme tu ausencia más adentro.
Otros prefieren conservar los recuerdos y negar que aquel ser querido se ha ido para siempre, pero sabes que la aceptación de las verdades es la terapia más eficaz para mí. Por eso, con el dolor de quien se amputa un miembro, quemé todo objeto que tuviera relación contigo. Y así me vendé los sentidos durante este último año. Hasta ahora me ha venido muy bien.
Entonces, la semana pasada, me di cuenta de que me olvidé de la bombilla de la habitación. Ésa que tú misma compraste y colocaste.
Me acordé de ella cuando se fundió, del mismo modo que me acordé (aún más) de ti el día que te apagaste.
Sabía que si lo dejaba pasar (como suele pasarme con el resto de problemas), iba a hacerme daño. Aquella bombilla seguiría encendida en mi cabeza, brillando cada vez más intensa, hasta cegar todo mi mundo. Hasta asesinarme en su explosión. Como tú.
Para evitar pensar mucho en ello, cogí la escalera y me subí a desenroscar la bombilla, con tal mala pata que se me cayó al suelo. Y no hizo ruido de cristales rotos, sino de tu risa de niña. Cuando me bajé, vi entre los cristales un puñado de polvo dorado esparcido. Intenté recogerlo con las manos desnudas, pero sólo conseguía absorberlo con la piel.
Me provocaba una sensación de calidez extraña, como una brisa de aire caliente que me atravesaba la carne, se mezclaba con mi sangre y me trepaba por las venas hasta el corazón. Y, al llegar allí, sentí que éste se me inflaba tanto que temí que no me cupiera en el cuerpo y estallara.
Y no recuerdo más. Me desmayé.
Es irónico. Desde entonces me cuesta respirar, a pesar de que tengo la sensación de aspirar y expirar grandes bocanadas, como si tuviera cuatro pulmones. También me cuesta oír mis propios pensamientos, que se solapan con los tuyos. En ocasiones me da un arrebato de risa, y eso que no he vuelto a reír desde aquel día. Y, a veces, cuando hablo, me sale tu voz. Pero no es una imitación, es como si me hubiera tragado una cinta con ella y mi garganta la reprodujera. Hoy me han preguntado el nombre, y he dicho el tuyo. No entiendo por qué me han mirado así.
Los médicos lo llaman esquizofrenia, pero yo no estoy enfermo.
Tal vez vaya siendo hora de aceptar que aún vives. En mí.
Mun Light Doll
Fotografía: Bulb 3, de Albert Mikko Ranola
Los que hayáis sufrido un dejà vu al leer este relato, es porque ya lo habíais leído antes.
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