Aún me queda por leer alguna otra novela de José Carlos Somoza. Afortunadamente.
Cuando las luces de todas esas novelas, que acumulo
aguardando su turno para ser leídas se van apagando, cuando las lecturas de
muchas de ellas se van agotando antes de llegar a la página 40, siempre se
puede volver a Somoza.
Ya decía yo en otra ocasión semejante (en mi blog el
10 de diciembre del 2013 y a propósito de “Tetrammeron” y el 29 de enero del
2020, a propósito de “Estudio en negro”) lo siguiente:
“Y me daba mucha, llamémoslo, pereza empezarla,
porque sabía que, como siempre, Somoza me iba a meter en un mundo diferente,
pero, de ninguna manera, ajeno, ya que sus mundos los siento muy reales, muy
míos (la mayor parte de las veces sin saber a ciencia cierta el por qué) y sus
ecos se me clavan muy hondo”.
Escrita con una prosa bella, de las que gusta leer, "La ventana pintada" va de esto:
“Supe entonces que las cosas no
existían sino en la medida en que yo las veía. Descubrí que las distancias, las
formas y los movimientos dependían exclusivamente de los ojos. Si esto siempre
es válido en la vida cotidiana, aquella noche inolvidable lo experimenté como
una revelación. Me sentí viviendo en mis ojos, incluso llegué a creer que había
descubierto la pieza final del rompecabezas más completo de todos – la existencia-
[…] Creí entender todo eso, pero de lo único que ahora estoy seguro es de que
no lo razoné: fue un momento exquisito en que me invadieron certezas absolutas,
y la ambigüedad y las dudas se eclipsaron por completo”.
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