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diciembre 09, 2013

Los años de peregrinación del chico sin color - Haruki Murakami

No tiene nada de malo ser un fan enloquecido de los libros de Murakami. Jamás podría criticar este entusiasmo casi religioso por un autor cuando se conocen, igualmente, sus límites artísticos. Es muy sencillo confundir a las masas lectoras a través del deslumbramiento que representan los números de ventas. No es un secreto que de la admiración fanática al encumbramiento irracional de un autor existe un límite muy nebuloso. Personalmente disfruto de la lectura de Murakami, aunque sepa que sus novelas no son más que artilugios cómodos, formularios, destinados a ser consumidos por un público que aceptará las referencias a Kafka, a la música clásica, al cliché sencillo de lo que está de moda (como Facebook) y a una sabiduría con tufillo a superación personal de la nostalgia, como alta literatura, clásico instantáneo irrefutable.

Pero, en el análisis frío, despojado de toda vana efusividad de friki, las novelas de Murakami no superan, ni están en la media, de la gran literatura. Kenzaburo Oé, con ojos escépticos, ha insinuado que Murakami es un incesante devorador de modas occidentales: se refiere, ni más ni menos, al recurso kitsch de disfrazar superchería, conflictos inocuos, situaciones intrascendentes con dejos de moraleja para el bien vivir, con estrategias propias de la literatura de calidad.  Y es que Murakami, generalmente, evita todo roce con su cultura mediática, con los artistas pop de su país, con el cine local, con la filosofía que ha nutrido la milenaria tradición nipona, ni siquiera saca provecho de la extensa imaginería del manga y del anime. Busca la empatía mediante alusiones globales y, de ahí, vende la noción de que sus obras vuelven intelectual a todo aquel que las lee, pues en ellas se obtiene empaquetado a Kafka, un opaco realismo mágico, música clásica, pop, Internet, la gran urbe de Tokio (lectores que acreditan su ciudadanía mundial, pues), personajes tímidos, dados a hacer filosofía de sus cuitas, incomprendidos (como casi todo el mundo es), pero que hablan con una elocuencia pasmosa (como casi todo el mundo quiere hablar).

Con su novela más reciente, Los años de peregrinación del chico sin color, Murakami se acerca muchísimo al modelo tipo Paulo Coelho y deja de lado los riesgos narrativos que implicaron After Dark y 1Q84 (libro 1 y 2) y que podrían labrarle un futuro más promisorio en el empíreo de la literatura japonesa. En su más reciente libro cuenta el agüitado itinerario de Tsukuru Tazaki, de 36 años, diseñador de estaciones de trenes, radicado en Tokio, pero que proviene de Nagoya. En su juventud estudiantil, en Nagoya, Tsukuru formó parte de un grupo de amigos inseparables, cuyos primeros ideogramas de cada uno de sus apellidos representa un color acorde con sus personalidades: Kei Akamatsu (aka, rojo), Yoshio Oumi (ao, azul) Yuzuki Shirane (shiro, blanco) y Eri Kurono Haatainen (kuro, negro). Por circunstancia ajenas a él, y que no conviene develar aquí, Tsukuro, el sin color, es relegado de la pandilla sin mediar explicación alguna (le aplican la temidísima ley del hielo). Tras esta expulsión, a lo chivo expiatorio, Tsukuro entra en una espiral de depresión que hace que cambie drásticamente (pierde como siete kilos de peso) y que piense seriamente en el suicidio. Cuando conoce a Sara, su actual pareja (¿amante?), ambos coinciden en que no puede seguir adelante con su vida si no aclara lo acontecido con sus examigos.  Tsukuro contactará a cada uno de ellos para saber las razones de su aislamiento, pero no cuenta que obtendrá revelaciones inquietantes.

Así es como Murakami nos llevará de Tokio a Nagoya: tras de un exitoso vendedor de Lexus; con un enigmático empresario; a Finlandia, en busca de una artista de la cerámica, y a las reminiscencias y encuentros sexuales con una especie de súcubo que se disfraza bajo la amalgama de psiques perversas. En esta novela, sin embargo, leí a un Murakami cansado, acaso agobiado, que, al parecer, entregó una historia sin ambición, con incansables diálogos que no aportan nada, con descripciones ociosas, con reflexiones dilatadas que, de nuevo, cumplen la función de rellenar el número de páginas mínimas que, se puede intuir, la editorial le exigía al escritor (aunque exagero: a Murakami, seamos sinceros, le publican hasta cinco cuartillas en donde sea). En síntesis: estamos ante un novela que le sobra poco más del cincuenta por ciento (como a 1Q84 le sobró el infumable libro 3) y que bien pudo ser un cuento largo o, para ser justos, una novela breve.

Sin miedo a equivocarme, estamos ante uno de los libros más flojos de este autor y ante la decepción editorial de este 2013, que se va con saldo negativo. Adolece, mucho y mal, de la principal crítica que le han hecho sus detractores: se repite a sí mismo hasta el hastío, y esta novela, al parecer, es el paradigma que condensa y exhibe todos los deficientes lugares comunes de Murakami. Incluiría en este repertorio las reiteraciones (los lectores no son estúpidos: ya sabemos, Murakami, que escuchas música clásica mientras lees y degustas un buen vino; ya sabemos que el título tiene relación con una pieza de Liszt); el abuso y el efugio del sueño: es el recurso narrativo más bajo cuando la racionalidad de la verosimilitud se está yendo al carajo; y el intento de intelectualizar la depresión como una consecuencia automática de la melancolía, tan cara para todos aquellos jóvenes que se sienten (y nos hemos sentido) tan fuera de lugar en el mundo (depresión no clínica, más bien por pose y afectación). La novela batalla con el lastre que suponen episodios que si bien son maravillosamente contados, al final parecen inconexos ante la escasa significación de los que están dotados, como la relación fugaz (y gratuitamente homosexual) con su nuevo amigo Haida; la anécdota de los seis dedos, y los sueños húmedos del protagonista, truculenta apelación a lo freudiano.

Sin empacho puedo decir que Murakami no debería ganar el Nobel (ni siquiera estar postulado) y, de paso, mucho menos la odiosa Elena Poniatowska, cuyo único truco consiste en convertir en una especie de pornografía ética el dolor de las minorías (descalificación gratuita patrocinada por mi mala leche). Sin duda deberían laurear a la agencia publicitaria que trabaja con su editorial por el grandioso trabajo que ha hecho y que, en un ochenta por ciento aproximadamente, es la responsables de la buena recepción de este best seller. Finalmente, no recomendaría la lectura de esta novela, a riesgo de perder soberanamente el tiempo con una historia sentimentaloide, fuera de proporción y poco convincente. Bajo advertencia no hay engaño.  

 (09-dic-13)
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agosto 26, 2013

El cerebro de Kennedy - Henning Mankell

La arqueóloga sueca Louise Cantor, encargada de unas excavaciones en el Peloponeso, regresa a su natal Estocolmo para visitar a su hijo Henrik. Para su mala fortuna, lo encuentra muerto, en pijama y sereno, como sumido aún en un sueño placentero. Los forenses declaran que se trata de un suicidio. Louise descree de los resultados periciales y, estimulada por su profesión, decide investigar el extraño suceso.  La travesía la llevará de Suecia a Australia, de ahí a Barcelona y finalmente a Mozambique.

Paralelo al redescubrimiento de las facetas de su hijos, y el descubrimiento de otras, Louise también se adentrará en una compleja red de corrupción que involucra a la embajada de Suecia en Mozambique, a una organización altruista que ayuda a los enfermos de sida en África y a la omnipotente industria farmacéutica que realiza investigaciones y experimentos indecibles con los habitantes desahuciados de ese continente.

A su vez, fuerzas invisibles, amenazantes y decididas a silenciar cualquier brote de disidencia comienzan a cercarla, sin que, a las claras, sepamos quién mueve los hilos detrás de las sombras. El trasfondo de la novela es un verdadero infierno: el sida y, sobre todo, el VIH en África. Dantescos los pasajes donde los cadáveres distribuidos en una fosa séptica acondicionada como un precario hospital de carpas, enfermos sin esperanza a la espera de lo inevitable, ante la indiferencia del Estado.

Para los profesores de ética y valores, esta novela sin duda es un gran ejemplo de lo que se denomina como “proporcionalismo ético” o “consecuencialismo”: es decir, no hay acciones malas si los resultados benefician a la mayoría. Y es que Mankell, en este libro, se muestra amargo y sin miramientos denuncia la complicidad e inmoral pasividad de los gobiernos, de las corporaciones, de los laboratorios, de los empresarios ávidos de dinero y comprometidos con sus cuentas bancarias, no con la cura de las enfermedades.

Mankell ha sabido combinar su talento como eficiente narrador de intrigas y su siempre denuncia corrosiva. La novela es larga, pero no tediosa. Hay pasajes en verdad conmovedores, como cuando el padre de Louise esculpe en algún solitario bosque de Suecia el rostro de Henry, el hijo muerto. También es claro que el autor maneja con soltura la descripción de las ciudades enumeradas: no las ha sacado de fotografías de Google Maps, sino que se nota que Mankell conoce bien las ubicaciones.

El problema, sin embargo, es que Mankell parece escribir apresurado, como hostigado por los plazos que marcan los contratos editoriales. A pesar de su eficiente uso de los recursos narrativos (Mankell sabe de sus limitaciones y no intenta engañarnos), El cerebro de Kennedy (2006) es una lectura de aeropuertos. No es mala, pero no gracias a sus cualidades técnicas (poco variadas, además), sino por el urgente mensaje que envía acerca de la hecatombe que padecen a diario los africanos aquejados con sida y la enorme indiferencia de los grandes conglomerados de poder, sean privados o del orden público.

Finalmente, espero el lector no se vaya con la finta del título: un vil ardid publicitario. No hay búsquedas policiacas, indagaciones o descubrimientos de hipótesis y documentos acerca del paradero del cerebro de Kennedy. De hecho, solo hay una conversación demasiado superficial y forzada acerca del tema. Esta novela es un buen ejemplo de cómo la publicidad editorial funciona y, por supuesto, de un libro con un pésimo título. Fuera de ello, recomiendo sin problemas su lectura, sobre todo para los jóvenes lectores que buscan algo más que solo intrigas.

 (26-agosto-13)
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julio 05, 2013

El arco iris de gravedad - Thomas Pynchon

La vida de Pynchon es profundamente enigmática. Es un autor recluido, alejado, como un místico, de los medios de comunicación, de las entrevistas, del periodismo cultural, así como de los conglomerados de escritores. En sus apariciones estelares en la serie Los Simpson, Pynchon tiene puesta, de forma permanente y fatal, una bolsa con un signo de interrogación consignando su rostro.

Las novelas de Thomas Pynchon (1937 - ) siempre me han provocado una profunda inquietud y, a la vez, una prolija admiración por el talento narrativo del autor. El escritor nativo de Long Island posee una capacidad desbordante para combinar géneros literarios y volver compleja, por el arte de la digresión, el dato erudito y trivial, sus tramas y las diversas subhistorias que van girando como satélites y a veces como complejos sistemas de anillos. Las obsesiones que acosan a Pynchon recubren cada sedimento de su densa obra. Aborda como nadie el surgimiento de las inmensas redes industriales y de masas que se originaron a partir de la Segunda Guerra Mundial.

Su primera novela, V., apareció en 1963, a la cual le siguió La subasta del lote 49 (1966), Vineland (1990), Mason y Dixon (1997) y Un lento aprendizaje (1984), el cual es una colección de sus relatos. Arco iris de gravedad, una obra maestra imprescindible, se publicó en 1973. Un año después, se le negó el Premio Pulitzer, ya que los jueces consideraron que la novela exponía acontecimientos indecentes y groseros. A pesar del rechazo obtenido del stablishment intelectual, en 1994 se le concedió el National Book Award.

El Arco iris de gravedad relata cómo es que Tyrone Slothrop, un militar estadounidense que trabaja en el departamento de inteligencia, ha sido objeto de un experimento relacionado con el Imipolex G, un plástico que terminará sirviendo para recubrir los cohetes. Laszlo Jamf, inventor del aislante para bombas, un alemán desquiciado y futuro científico nazi, llevó a cabo experimentos pavlovianos con Tyrone, hasta que condicionó los genitales de su conejillo de indias para que se excitaran ante la presencia del Imipolex G. Así, el protagonista sufrirá, en su etapa adulta, recurrentes erecciones involuntarias a consecuencia de los agónicos e invariables bombardeos que se ciernen sobre la Inglaterra de 1944. Su conducta inusual comienza a levantar numerosas sospechas en el paranoico ejército norteamericano. Convencidos de que Tyrone oculta un secreto determinante, deciden investigarlo insaciablemente.

Con esta novela, Pynchon trata de relacionar la pérdida de la sensibilidad natural con la paulatina intromisión y asimilación de la violencia planetaria en las estructuras psíquica de la humanidad. Obviamente, su protagonista, creado con una alta dosis de sarcasmo, simboliza la aparición de un nuevo espíritu de época, acorde con la apatía y la pérdida del espacio íntimo. Pynchon, anti-nietzschiano, aduce que a partir de la Segunda Guerra Mundial la posibilidad del ser humano se redujo a un súper hombre invertido: excitado con la masacre masiva, la violencia exaltada y la guerra a nivel mundial. Así, la idea de Nietzsche, de un ser superior, queda oculta bajo la forma de un ser anti-natural, condicionado a experimentar excitación por algo repulsivo.

El sarcasmo, elocuente por agresivo, radica en que los bombardeos cobran un sentido diametralmente opuesto al normal. Despojar de phatos dramático a un ataque, y fijar la rotación narrativa en los ejes testiculares de su protagonista, constituye una de las grandes burlas y críticas a las políticas militares y, por ende, al hombre surgido de esas experiencias traumáticas.

Para Pynchon, las guerras a escala mundial condicionaron al hombre a una insensibilidad extrema, muy preocupante, y que hoy en día parece dominar la escena de la cultura. La proliferación de películas de acción, de guerra y thrillers a los James Bond, no nos causan angustia ni despiertan en el espectador ningún sentimiento de aversión. Al contrario: se estimula un cierto morbo, un placer abyecto; un tipo de excitación. Estamos anestesiados por una cultura que ha normalizado la existencia e intervención de acciones militares para resolver conflictos entre países. Estamos condicionados por el marketing del cine y de la televisión, al punto que llegamos a consumir compulsivamente todo aquello que nos prometa un grado apreciable de escenas espectaculares.

Tyrone Slothrop aspira a ser la conciencia de todos aquellos entes enajenados adentro de la gran matrix de la violencia, hecha a imagen y semejanza del dinero. Aún más: cada uno de nosotros, en algún momento de nuestra vida, hemos experimentado una excitación, una especie de orgasmo, un oscuro placer al ver las explosiones, los efectos, los tiroteos, el fuego y contrafuego de las acciones bélicas o al ir avanzando por los videojuegos de matanzas. Sin excepción, hemos sido cómplices de la guerra y la ignominia. Pero para nuestra tranquilidad, debemos saber que hemos actuado involuntariamente, condicionados por un CD, por un celuloide o un chip de silicio, no tan distintos del eréctil y orgásmico Imipolex G.


--Cortesía de Dino Trajeado.

 (05- julio - 13)
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junio 05, 2013

1Q84 (libros 1 y 2) - Haruki Murakami

La gran literatura japonesa, desde el microcosmos cerrado del Gengi Monogatari de Murasaki Shikibu, pasando por el relato fantástico y musical del teatro noh, hasta la narrativa severa de Akutagawa, Mishima, Tanizaki, Oé, Abe y Kawabata, se sostiene sobre la tensa relación cosmogónica entre la fragilidad e ilusoria belleza de la naturaleza y la conciencia de la fugacidad y el desastre. Como resultado, la idea de un designio funesto ineludible se vislumbra detrás de cada acto, de cada objeto. Ello se debe a que Japón ha fundado sus creencias, esperanzas, manías y miedos en paradigmas extranjeros que han llegado a través de China. Conviven en su mentalidad rasgos de la filosofía de Confucio, la mística de Chuan-Tzu y Lao Tse, así como características de la tradición hindú: el budismo mahayana e hinayana. La narrativa japonesa contemporánea, en buena medida, hace suyos los mismos temas de su religiosidad: la fragilidad humana, el cambio, la ilusión del mundo, la irrealidad de la existencia, lo efímero, todas ellas expresiones y variantes de un sólo concepto absoluto: el tiempo.

Desde esta premisa es dable aproximarse tangencialmente a los temas nucleares de los narradores nipones. La obsesión del tiempo, motivo nodal del budismo, es el objeto focalizado en los dos primeros libros de la novela1Q84, de Haruki Murakami. En ella, bajo la sombra de la orwelliana 1984, el autor japonés echa un vistazo al pasado, a un mundo no paralelo (como muchos lo han malentendido), sino a uno que ha sustituido la realidad original de 1984 por la paranormal 1Q84. Murakami realiza dos relatos que se centran, de forma alternada, en los protagonistas: Aomame, una entrenadora de gimnasio y asesina profesional, y Tengo, un escritor con altas aspiraciones y con un pasado turbulento.

A partir de esta estructura pendular, Murakami construye una historia que podría ser totalmente apasionante, si no fuera por sus constantes dilataciones, desvíos y las extenuantes explicaciones que se repiten una y otra vez, como si tratara de convencer al lector de los sucesos paranormales, cabos sueltos y personalidades de sus protagonistas. Molesta, de igual manera, que repita sus típicas fórmulas, ya gastadas por él mismo: todos son eruditos, filósofos, cultos, tienen un exquisito gusto musical y, cuando el relato se encuentra en un punto muerto, irrumpen los hechos fantásticos.

Sin embargo, los eventos de tal factura son introducidos con una naturalidad pasmosa que, a decir verdad, hace innecesaria la abundancia de justificaciones que el autor le procura a su novela. El “toque Murakami” ha cautivado a innumerables devotos de sus textos, lo cual no es para nada anómalo, sobre todo cuando advertimos que posee un estilo hipnótico que termina prevaleciendo por sobre todos sus defectos (es más fuerte el morbo que despiertan sus inquietantes y siniestras criaturas, que el aburrimiento que de pronto suscita sus desgastantes redundancias). La intrusión de un mecanismo irreal que amenaza con destruir (o sustituir con sus artificios) la racionalidad en la que se funda la civilización, es una gran virtud heredada sin duda de la narrativa de Cervantes, Kafka y el realismo mágico latinoamericano, pero también de la imaginación propia del teatro noh y delmanga.

La turbación que genera el mundo de 1Q84, con la omnipresencia de la Little People, macabros clones de los siete enanos de Blancanieves, van insinuando el desastre que poco a poco se imprime en los sucesos y en el designio de los personajes. Opuesto a los diminutos seres que utilizan a una cabra muerta como pasaje arcano, Aomame, Tengo y Fukaeri, la joven escritora de La crisálida del aire, novela dentro de la novela, constituyen una especie triangular de umbral místico para la voz narrativa. No es raro que la estructura de 1Q84 responda a un metódico imaginario musical, casi propiciatorio: dos trayectos conductores que son paralelos (capítulos de Aomame y Tengo, alternados), pero que terminan por converger. Émulo delClavel bien temperado de Bach , se explica, por ello, quizás, que entre los 48 episodios que conforman los dos libros de Murakami el tono narrativo en ocasiones decae y en otras partes chispea más fluido y dinámico, como efectos obligados del diminuendo y el crescendo. Aparte de ello, poco notada ha sido la profundidad especular que Murakami paulatinamente va abismando: La crisálida del aire, novela en la que Fukaeri narra su encuentro con la Little People (y las dos lunas), da pie a que Tengo escriba una nueva obra (donde aparecen dos lunas) sin título (¿1Q84?). Aomame, intuyendo tal umbral metafictivo, reflexiona sobre el estatus ontológico de su ser, como si fuera un bodhisattva, un personaje de Samuel Becket o de Niebla de Unamuno: “Y el papel que desempeño en esta historia no es nada desdeñable. No, podría decirse que soy una de las protagonistas (…) En definitiva, estoy dentro de la historia que Tengo ha creado”, (p. 682).

Bajo esta manufactura sugestiva, se mueve una precisa y meticulosa base realista que el narrador se ha encargado de configurar hasta la saciedad (todo describe, sin ningún tipo de freno). Como un monje zen, Murakami va sacando hilo tras hilo, a la par que esos seres tétricos que acechan a sus protagonistas, con el fin, pienso, de crear un bucle extraño bajo el signo de su admirado Bach, en el cual nos perdamos entre las distintas novelas con dos lunas que coexisten en la crisálida que es 1Q84 (¿qué saldrá de ella?, jo, jo, jo). Una historia atravesada por una sensación de inminencia, de cataclismo, bajo el estigma del tiempo irreal e ilusorio (tan caros al budismo), y de un abrupto fin que, en bucle, tal parece que salta desde la ficción para consumir o absorber nuestra realidad en su simiente oscura y hermosa.

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After Dark - Haruki Murakami

La novela comienza a las 11:56 p.m. y termina a las 6:52 a.m. Inversión de la realidad por el sueño: Murakami ha logrado escribir una historia parca y consistente con el mínimo de recursos estilísticos; una atmósfera sofocante tan exacta que da la sensación que una palabra de más saldría sobrando y una de menos echaría a perder el entramado. Una escritura serena con momentos de violencia; de ahí quizás provenga su efectividad y pasmo. Porque no sólo conocemos a la protagonista, Mari Asai, estudiante del idioma chino, sino a su misteriosa hermana atrapada en otra dimensión en alta mar, Eri Asai; al músico Tetsuya Takahashi; a Kaoru, ex luchadora y ahora gerente de un motel de paso; a una prostituta china; a un par de mafiosos, y al cuasi robótico Shirakawa.

La acotación temporal que constriñe las dos orillas del libro produce la sensación de antagonismo entre la penumbra y la caridad del nuevo día, un impasse contradictorio que sirve de puente para que Mari reencuentre a Eri, la chica popular y hermosa, todo lo contrario a ella: retrotraída, aguda, aislada y melancólica. Mari, mientras espera en un restaurante a que amanezca para regresar a su hogar, conoce a Takahashi, un viejo amigo de Eri quien removerá los recuerdos de Mari para que pueda salir de la penumbra. Pero no es una noche común: en la habitación de Eri algo está por ocurrir, algo de gran trascendencia. La televisión se enciende, a pesar de que está desconectada. Aparece la estática, las sombras bailan en el rostro de la profundamente dormida Eri. De pronto en pantalla aparece una habitación y un sujeto de traje sentado. Trae puesta una máscara. Los hombros suben y bajan, al ritmo de la respiración.

Ahora Mari se encuentra en el motel, ayudando a Kaoru y haciendo de intérprete de una prostituta china que ha sido atacada. Shirakawa, un oficinista apacible que ha robado el teléfono de la joven agredida, se nos aparece como la figura que está detrás de la oscuridad. Trabaja en la computadora de forma compulsiva, construyendo algo que apenas podemos intuir. Y Eri despierta, o eso parece. Pero ahora (¿por obra de una teletransportación o del sueño?) está del otro lado de la pantalla, donde el hombre misterioso de traje y máscara estaba. Es la misma cama de la habitación de la chica, pero diferente escenografía. No hay salida de ese salón donde la han enclaustrado, pero ¿quién? ¿cuándo? Hay una ventana. Se asoma, pero sólo puede divisar el mar. ¿Se encuentra en un barco? Nosotros la vemos desde su habitación; ella permanece adentro del televisor, vigilada por varias cámaras que nos sirven de ojos.

Murakami, a la par de esto, se detiene, engolosinado, en la descripción del punto de vista. A cada momento nos advierte que no podemos intervenir, que a pesar de verlo todo, no podemos alterar el devenir de los hechos ni los personajes pueden vernos. Somos privilegiados, como un Dios respetuoso del albedrío. Sin embargo, como ocurre con Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, al terminar de leer sentimos que el sueño, la irrealidad y lo extraño nos amenaza y vencerá, un día cualquiera, a la imposición de lo cotidiano.After Dark juega con la dicotomía noche/día para establecer el momento de encuentro de las dos hermanas separadas y unidas, precisamente, por el fugaz paso de la oscuridad. Una obra profundamente poética que estremece, que habla de la incomunicación, de la pérdida de la sensatez y que explora la soledad como una consecuencia de las sociedades modernas.

No creo casual que la reciente novela de Murakami sea en ocasiones un eco de la bellísima y triste Kioto, obra de Yasunari Kawabata, donde Chieko y Naeko se buscan a lo largo de toda la historia (por supuesto que la referencia más clara es La bella durmiente, no Kawabata). También, como cabría adivinar, no ignora en lo mínimo el más famoso relato dedicado a la oscuridad humana escrito por Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas; como cuando describe la misteriosa irrupción en el televisor del hombre de la máscara sin gestos, como un nuevo y más turbulento señor Kurtz. Al final, como ya insinué, la sensación es de incompletitud. No sabemos nada, sólo que algo ocurrirá. Es la hoja en blanco del día siguiente, como explica el narrador, con tono de profeta que sabe que un suceso no programado en la monótona realidad irrumpirá para sacudirnos. Al fin y al cabo el mundo ya se ha hecho así: un péndulo que de pronto cambia sus reglas de desplazamiento, para bien o para mal.

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