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martes, febrero 04, 2014

El luthier de Delft, Ramón Antrés

Acantilado, Barcelona, 2013. 336 pp. 30 €

Luis Manuel Ruiz

No existe objeto en el universo que de algún modo no contenga a todos los otros, y tanto más si se trata de un libro. Pero aunque todo libro se pueda leer como un atlas, esto es, una cartografía virtual del mundo completo que comienza más allá de las guardas, con sus selvas, y sus torres, y sus cuartos escondidos, y sus esferas y sus ángeles, hay algunos que se complacen en ser más cosmopolitas que otros. Los miembros de esta clase, los libros de mundo, son aquellos que, lejos de agotarse en ellos mismos, proponen a cada página una miríada de lecturas alternativas: otros libros distintos a los que asomarse, o ciudades que visitar, músicas a las que prestar el oído. Se trata de libros con un gusto por la digresión y por perderse en derroteros que les hacen amar cualquier cosa, detenerse con idéntico cariño y curiosidad ante la catedral y el cubo de la basura, el catedrático y el limpiabotas; libros múltiples, espejos de otros libros; centones que no se dejan atrapar por definiciones exactas y que abarcan todos los géneros y los desmienten en su anarquía: las Noches Áticas de Aulo Gelio, la Historia Natural de Plinio, la Commedia de Dante, los Essais de Montaigne, los volúmenes de Browne y Burton (Robert y Richard), la Silva de Varia Lección, del sevillano Pero Mexía, y el etcétera es demasiado largo para añadir una coma más.
Las obras de Ramón Andrés pertenecen todas a tan venerable tradición. Aunque su interés primario sea la música (no en vano nuestro prócer Muñoz Molina lo ha calificado de “Richard Taruskin español”), el material de que se nutren no se circunscribe ni mucho menos al pentagrama y sus alrededores: cuenta así en su haber con la inclasificable No sufrir compañía (2010), una antología de escritos místicos sobre el silencio, o esa Historia del suicidio en Occidente (2003) que explora ciertos recovecos de la heroicidad y el pesimismo y que salta, no sé si alegremente, de la historia de las religiones al arte poética y a la imagen, a veces distorsionada, que el hombre occidental se hace de sí mismo. Varias constantes se repiten en estos títulos de Andrés, y todos los otros (sus impecables monografías sobre Bach y Mozart, sus enciclopedias de instrumentos secretos y de conjuros mágicos, sus ediciones críticas de clásicos que se extraviaron): la erudición, entendida como un acopio infatigable de citas, de nombres, de obras que nos hacen comprender que el universo es aún más inmenso de lo que prometen los catálogos; la elegancia, un mérito mozartiano que podría sintetizarse en la elección de los temas y en su correcto desarrollo hacia un final acorde, sin estridencias, sin salidas de tono; las digresiones, las benditas digresiones y la modulación de los argumentos hacia tónicas más altas o más bajas que dota al conjunto de esa variedad en la que está el gusto; un idioma cuidado y terso, salpimentado con arcaísmos y expresiones de un extraño rigor. Todas esas virtudes, y alguna más de nuevo cuño, se hallan en su último producto, El luthier de Delft.
En este caso, el punto de partida es pictórico. En la National Gallery de Londres se conserva un paisaje del artista neerlandés Carel Fabritius titulado Vista de Delft: una composición en forma de panóptico, de perspectiva alterada, que resume en un solo punto de vista la Market velt, o plaza del mercado, de un modo que recuerda a nuestras modernísimas fotografías bastardas de 360 grados. En el rincón derecho del cuadro, se alinea un rebaño de pacíficas casas holandesas; en el opuesto, tras una celosía, un luthier con la mano colocada bajo el mentón ofrece sus productos, laúdes, violas, tiorbas, al cliente que tenga a bien detenerse ante su tienda. Esta escena es el átomo que Andrés elige para, multiplicándolo, diseccionándolo, aplicándole los métodos de la fusión y la fisión, en frío y en caliente, brindarnos todo un universo de seres singulares, resultados únicos tanto de la naturaleza como del arte. La figura de Fabritius sirve de pretexto a un recorrido detallista por la pintura holandesa de la época, pródiga en interiores de iglesias, salones con tapices, damas, traspatios; los juegos con la perspectiva nos introducen en los experimentos, tan en boga en su día, sobre óptica, espejos, linternas mágicas (que Jurgis Baltrusaitis presentó en su clásico Anamorphoses, de 1955), y a los que, impulsado por el auge de herramientas científicas como el telescopio y el microscopio, también se dedicó el pulidor de lentes Baruch Spinoza; y sobre todo: el material con que comercia el misterioso personaje del cuadro permite a Andrés abrumarnos de nuevo con su conocimiento caudal de la historia de la música, ofreciendo pormenores neuróticos sobre la madera empleada para elaborar guitarras o claves, el modo de extraer la mejor sonoridad a una viola da gamba, las costumbres interpretativas en el contexto de la época, el milagro nunca explicado que tiene lugar cuando alguien pulsa una melodía en una habitación vacía a medias.
Hay libros en los que uno querría vivir, a los que retirarse, como una cabaña en una ladera, para dejar atrás las estridencias del mundo. La Holanda que Ramón Andrés describe en estas páginas es uno de esos hogares: una burbuja de paz, aislada en la quietud perdida del intelecto y de la belleza, un delicado bibelot de cristal que hay que manejar con cuidado para que no se rompa. Un universo recogido en una cáscara de nuez: aquel en que la razón podía aspirar al infinito y la música era sinónimo de reconciliación de los contrarios.

martes, febrero 26, 2013

Velázquez. Vida, Bartolomé Bennassar

Trad. de María Condor. Cátedra. Madrid, 2012. 246 pp. 20 €

Ángeles Prieto Barba

Poco y mal se conoce, como viene siendo queja habitual y justificada de Arturo Pérez Reverte, nuestro Siglo de Oro. Un siglo que no se corresponde exactamente con los cien años que componen el siglo XVII, sino que empezaría en 1580 con la anexión o unión con Portugal y terminaría en 1680, bajo el reinado de Carlos II, sumidos ya en la decadencia, el claro desgobierno y la crisis económica. Cien años que debemos conocer porque definen todo lo que somos ahora: el feroz individualismo, nuestras grandezas espirituales y artísticas, las diferencias geográficas actuales. Pues bien, uno de los grandes conocedores de este Siglo de Oro, el estudioso que nos hizo abrir los ojos y comprender, libre de mitologías y aspavientos, temas tan delicados como la Inquisición, don Bartolomé Bennassar, es el autor de esta deslumbrante biografía sobre Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.
Un Bartolomé Bennassar que también es novelista y que a sus 83 años, tras toda una vida en la que nos proporcionó brillantes estudios, presentes en todas las universidades españolas, nos brinda este regalo, a la vez ameno y erudito, cargado de información, para que conozcamos qué elementos sociales y culturales sirvieron de forja a uno de los grandes pintores de la Historia. Ese Velázquez cuya obra todos conocemos en líneas generales, y de la que Bennassar en modo alguno evita hablar, aunque sin entrar en aspectos técnicos o pictóricos que no son de su competencia. Porque este es un estudio de historia social y con mayúsculas.
Para empezar, Bennassar analiza el expediente necesario al que debió someterse Velázquez para conseguir el hábito de la Orden de Santiago, ese que podemos contemplar en las Meninas y que atestigua su nobleza. Proceso que duró más de cuatro meses y en el que participaron unos 150 testigos para garantizar que fue hijo legítimo, que sus padres y abuelos fueron hidalgos y libres de sangre judía o mora, así como exentos de toda condena por el Santo Oficio, pero también que no ejercieron oficios “viles y mecánicos”, requisito que el propio Velázquez, al haber sido pintor con taller propio, ni él mismo cumplía. Eran otros tiempos que conviene analizar, para darnos cuenta de hasta qué punto el progreso o ascenso social estaba vedado a la mayoría. Y cómo Velázquez no sólo pintó y ascendió por méritos más que evidentes, sino que también consiguió cierto respeto de sus contemporáneos hacia ese oficio suyo, “vil y mecánico” porque necesitaba emplear las manos, para empezar a concebirlo tal y como lo vemos ahora: como una de las más nobles y bellas artes con las que el ser humano puede expresarse.
Con este libro nos adentrarnos en una vida apasionante. Porque Velázquez siempre supo rodearse de amigos que le beneficiaron. En primer lugar su suegro Francisco Pacheco, principal impulsor de su carrera, deslumbrado ante su temprano talento. Más tarde el culto y expeditivo Conde-Duque de Olivares y finalmente Felipe IV, el rey Planeta, quien le encargó la decoración de su Alcázar. La espléndida Sevilla de sus inicios, dos fascinantes viajes a Italia, en el último de los cuales tuvo un hijo secreto y Madrid, la capital de los Austrias, jalonan este periplo vital apasionante que podemos conocer sin que nos frene el tedio en ningún momento. El estilo cuidadoso y competente de Bennassar tiene mucho que ver en esto, porque arroja luz potente sobre el pintor, sublime artista que refleja lo que fuimos y lo que somos.