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27 de agosto de 2012

Sonrían a la cámara por favor


Cuenta la leyenda que una vez hubo un superhéroe que convertía a las personas tristes en cubos de colores llenos de lágrimas. Surgió de la nada, aunque muchos creen que se transmutó al ver morir a su padre en la explosión nuclear del 2042, en el día de puertas abiertas del centro de investigación interestelar. Se sintió tan afligido, que juró, y perjuró, que nadie podía estar triste nunca jamás. Empezó llenando los cementerios de cubos de lágrimas, allí la gente acudía arrastrando sus penas. Después se centró en las oficinas de empleo, llenándolas de largas filas de cubos de colores. Rojo: desolación; azul: desesperación; rosa: desamor; amarillo: añoranza;… La gente hacía esfuerzos titánicos para mantenerse siempre feliz por si alguna vez se cruzaban con él y les olía su tristeza. Psicólogos, hipnotizadores, curanderos, cirujanos, neurólogos… estimulaban, inducían, curaban, construían, implantaban a la gente falsas sensaciones de felicidad. Fue odiado, felizmente odiado, por todos. Se refugió en el metro, allí muchos iban y venían del trabajo tristes. Un día una ancianita le plantó cara. Ella sabía que el verdadero motivo de su odio hacia la gente triste era para disimular su propia tristeza interior. Le recordó que el verdadero motivo de su pena no era por la muerte de su padre, sino por sentirse engañado, defraudado, al comprobar que su padre no era el capitán de una flota de naves interestelares; tan sólo era el encargado de la fregona.