
Mi generación ha podido empezar a sentirse hija del orgullo de la recuperación de esa memoria más que de la losa, aunque ésta todavía nos pesa mucho y no es, desde luego, una tarea fácil ni resuelta. Pero no lo es, sobre todo, no sólo porque quede mucho por desempolvar y mucha memoria que recuperar, dignificar, reparar. Lo es, fundamentalmente, por el tremendo reto de analizar qué hay en nosotros y nosotras de aquellos valores luminosos que prendieron una transformación como nunca antes había conocido este país.
La casualidad histórica ha querido que en el 80º aniversario de la proclamación de la Segunda República emerja un movimiento juvenil contra la resignación y la condena a un futuro peor que el de nuestros padres y madres. Evidentemente, no hay comparación en la dimensión y magnitud de un acontecimiento y otro, pero no deja de ser curioso que ese incipiente ‘Basta’ gritado por decenas de miles de jóvenes y llamado a crecer como una bola de nieve, coincida con la efeméride del despertar de un pueblo entero por su modernización y democratización.

Por eso, si alguien me dijera hoy qué imagen me evoca la Segunda República que nunca conocí, sencillamente pienso en los y las jóvenes que no quieren jubilarse a los 67 años, que no quieren que sus hijos e hijas hereden un sistema educativo desmantelado, que no quieren arriesgarse a que el casino global haya reducido a cenizas su derecho a una pensión cuando les toque disfrutarla. Pienso en los y las jóvenes que al autoproclamarse sin futuro, están reconquistando el presente y situándose en la mejor tradición radical y progresista que ha conocido nuestro país.
Nada hay escrito. El movimiento juvenil que está emergiendo es aún pequeño, modesto, y quizás, en la forma en que hasta ahora se ha manifestado, perecedero. Pero forma parte de un acervo en plena ebullición, de una rebeldía imparable. Porque todo pasa, pero todo queda. Y porque a veces las casualidades envuelven justicia histórica. Vuelve a ser 14 de abril. Quizás estemos cerca de que lo sea definitivamente.