Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) es uno de los escritores actuales en español más divertidos y se dice de él que nunca ha utilizado un tópico, ni siquiera en familia. Ha estado como invitado varias veces en La antigua Biblos y, la verdad, nos encanta y creemos que es uno de los autores indiscutibles de esta época..
Es el flamante ganador del Premio Cervantes de este año y en la ceremonia de entrega del premio, el jueves pasado, pronunció un discurso que vale la pena leer. Aquí lo tenéis.
Majestades, autoridades, señoras y señores:
No creo equivocarme
si digo que la posición que ocupo, aquí, en este mismo momento, es
envidiable para todo el mundo, excepto para mí.
Han transcurrido varios meses desde que me llamó el señor Ministro para comunicarme que me había sido concedido el Premio Cervantes y todavía no sé cómo debo reaccionar. Espero no haber quedado mal entonces, ni quedar mal ahora, ni en el futuro.
Porque
un premio de esta importancia, tanto por lo que representa como por las
personas que lo han recibido a lo largo de los años, no es fácil de
asimilar adecuadamente, sin orgullo ni modestia. No peco de insincero al decir que nunca esperé recibirlo.
En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y
estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas
responsabilidades. Ya veo que me equivoqué. Quiero pensar que al
premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor,
que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a
menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo
así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y
reconocer en él la excelencia.
Pero no soy yo quien ha de explicar
las razones del jurado ni menos aún justificar su decisión. Tan sólo
expresarle mi más profundo agradecimiento y decirles, plagiando una
frase ajena, que me considero un invitado entre los grandes.
En el
acta que nos acaba de ser leída, se me honra mencionando mi vinculación
con la obra de Cervantes. Es una vinculación que admito con especial
satisfacción. He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes
y, como es lógico, un asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia
acudo a sus páginas como quien visita a un buen amigo, a sabiendas de
que siempre pasará un rato agradable y enriquecedor. Y así es: con cada
relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector.
Pero en mi memoria quedan cuatro lecturas cabales del Quijote, que ahora me gustaría recordar.
Leí por primera vez el Quijote por obligación, en la escuela.
En algún sitio he leído que la presencia obligatoria del Quijote en la
enseñanza no pasa de ser una leyenda urbana. Es cierto, pero toda regla
tiene su excepción. En nuestro copioso surtido de planes de enseñanza,
hubo, tiempo atrás, un curso llamado preuniversitario, coloquialmente
“el preu”, cuyo programa era monográfico, es decir: un solo tema por
cada materia. A los que hicimos preuniversitario el año académico de
1959/60 nos tocó leer y comentar el Quijote, tanto a los que habíamos
optado por el bachillerato de letras como por el de ciencias. A diferencia de lo que ocurre hoy, en la enseñanza de aquella época prevalecía la educación humanística, en detrimento del conocimiento científico, de conformidad con el lema entonces vigente: que inventen ellos.
Las
cosas cambian de nombre en función de la distancia. El suelo que ahora
piso se llama paisaje cuando está lejos. Y cuando ya no está, se llama
Geografía.
Del mismo modo, la pomposa abstracción que hoy llamamos
Humanidades, antes se llamaba, humildemente, Curso de Lengua y
Literatura. Y para mis compañeros de curso y para mí, aún más
humildemente, la clase del Hermano Anselmo.
El colegio donde se encontraba esta clase era un edificio vetusto, de
ladrillo oscuro, frío en invierno, en una Barcelona muy distinta de la
que es hoy. Por las ventanas se veían las cuatro torres de la Sagrada
Familia tal como las dejó Gaudí, negras de hollín y
felizmente dejadas de la mano de Dios. En la clase de Literatura nos
enseñaban algunas cosas que luego no me han servido de mucho, pero que
me gustó aprender y me gusta recordar. Por ejemplo, la diferencia entre
sinécdoque, metonimia y epanadiplosis. O que un soneto es una
composición de catorce versos a la que siempre le sobran diez.
Y
allí, contra aquel fiero rebaño compuesto por treinta adolescentes sin
chicas que era la clase del Hermano Anselmo, arremetió lanza en ristre
don Alonso Quijano el Bueno, no sé si en la edición de Riquer o en la de
Zamora Vicente para la lectura, y en la desmesurada edición de Rodríguez Marín para ir por nota. Porque de esto hace mucho y el Profesor don Francisco Rico aún no había alcanzado el uso de razón.
La verdad es que don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos.
Nuestra imaginación literaria se nutría de El Coyote y Hazañas Bélicas y
las sesiones dobles del cine de barrio eran nuestro Shangri-La. Pero el
Siglo de Oro, francamente, no.
Hay que decir, en nuestro
descargo, que en aquellos años, que Juan Marsé llamó de incienso y
plomo, la figura de don Quijote había sido secuestrada por la retórica
oficial para convertirla en el arquetipo de nuestra raza y el adalid de
un imperio de fanfarria y cartón piedra. También, solo o con Sancho,
a pie o a caballo, se vendía a la gruesa en estaciones y aeropuertos, y
en muchos hogares estaba presente como cenicero, pisapapeles o
apoyalibros. Malas tarjetas de visita para un aspirante a superhéroe.
Pero
entonces no se iba a la escuela a jugar, sino a estudiar y a obedecer.
Tampoco nos apetecía aprender de memoria los afluentes del Ebro. Y con
el mismo entusiasmo emprendimos la lectura de lo que parecía ser una
tortura dividida en dos partes. Como es de suponer de inmediato y casi
contra mi voluntad me rendí a su encanto.
Curiosamente, lo que me fascinó entonces no fue la figura de don Quijote, ni sus empresas y sus infortunios, sino el lenguaje cervantino. Desde niño yo quería ser escritor. Pero
hasta ese momento los resultados no se correspondían ni con el
entusiasmo ni con el empeño. Las vocaciones tempranas son árboles con
muchas hojas, poco tronco y ninguna raíz. Yo estaba empeñado en
escribir, pero no sabía ni cómo ni sobre qué.
La lectura del Quijote fue un bálsamo y una revelación.
De Cervantes aprendí que se podía cualquier cosa: relatar una acción,
plantear una situación, describir un paisaje, transcribir un diálogo,
intercalar un discurso o hacer un comentario, sin forzar la prosa, con
claridad, sencillez, musicalidad y elegancia.
“Apeáronse don
Quijote y Sancho y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras
pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas y,
sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo
que ellas hallaron”. No se puede dar una información más expresiva con
palabras más sencillas y una sintaxis más limpia.
Cuál no sería mi
entusiasmo que traté de compartirlo con mi padre, hombre aficionado a
la literatura. Mi padre me escuchó y me respondió que sí, que bueno,
pero que era mejor Lope de Vega. Hasta en eso teníamos que disentir.
Leí el Quijote de cabo a rabo por segunda vez una década más tarde. Yo ya era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un tonto.
Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote. Era ignorante, inexperto y pretencioso. Pero no había perdido el entusiasmo. Seguía escribiendo con perseverancia, todavía con pasos aún inciertos, en busca una voz propia.
Como
tenía otros modelos literarios, de mayor graduación alcohólica, por
decirlo de algún modo, como Dostoievski, Kafka, Proust y Joyce, en esa
ocasión me atrajo sobre todo el Caballero de la Triste Figura,
su tenacidad y su arrojo. Porque, salvando todas las distancias, yo
aspiraba a lo mismo que don Alonso Quijano: correr mundo, tener amores
imposibles y deshacer entuertos.
Algo conseguí de lo primero; en
lo segundo me llevé bastantes chascos, y en lugar de deshacer entuertos,
causé algunos, más por irreflexión que por mala voluntad.
Tampoco a don Quijote le salen bien las cosas. También él se equivoca en el
planteamiento. Cree seguir las normas de la Caballería andante pero es
un hijo de Erasmo y de la Reforma. Para él no son las leyes humanas o
divinas las que determinan su conducta, sino la ética personal. Cree
defender a los débiles pero defiende a los rebeldes y a los que luchan
por la libertad, aunque sean delincuentes. Antepone sus deseos a la
realidad, y es, en definitiva, el paradigma del idealismo desencaminado,
si esta expresión no es una redundancia. Poco importa, porque “la
gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá oscurecer malicia
alguna”.
Y por eso me gustaba. Porque si Cervantes es hijo de
Erasmo, yo era hijo del Romanticismo, y no me atraían los héroes épicos
sino los héroes trágicos. Un héroe épico se vuelve un pelma cuando ya ha
hecho lo suyo. En cambio un héroe trágico nunca deja de ser un héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie.
La tercera vez que leí el Quijote ya era, al menos nominalmente, lo que nuestro código civil llama “un buen padre de familia”.
Cuando emprendí esta nueva lectura del Quijote no tenía motivos de queja.
Como don Quijote, había recibido algunos palos, ni muchos ni muy
fuertes. Como Sancho Panza, me había apeado muchas veces del burro. Pero
había conseguido publicar algunos libros que habían recibido un trato
benévolo de la crítica y una buena acogida del público. Hago un
paréntesis para decir que, sin quitarme el mérito que me pueda
corresponder, mucho debo al apoyo y, sobre todo, al cariño de algunas
personas. Y creo que sería injusto silenciar, a este respecto, la
contribución especial de dos personas a mi carrera literaria. Una es Pere Gimferrer, que me dio la primera oportunidad y es mi editor vitalicio y mi amigo incondicional. La otra es, por supuesto, Carmen Balcells, cuya ausencia empaña la alegría de este acto.
En
aquella tercera lectura del Quijote, descubrí y admiré el humor que
preside la novela. Lo que digo puede parecer una obviedad, pero a mi
juicio no lo es. Cuando el Quijote vio la luz sin duda fue recibido y
leído como un libro cómico. Pero los tiempos cambian y aunque el humor
es el mismo, nuestra percepción de lo cómico ha cambiado. En este
sentido, en la actualidad el Quijote ha perdido buena parte de su comicidad.
Visto desde mi perspectiva, los episodios jocosos no son muchos ni muy
variados. Hay alguno espléndido, como el de los molinos de viento, pero
el resto repiten un patrón convencional: confusión y paliza. Una parodia
del estilo artificioso de las novelas de caballerías y varias
intervenciones divertidas de Sancho completan el panorama. Nada de esto
desmerecía a mis ojos la calidad de la obra ni rebajaba mi admiración,
pero así pensaba yo.
Lo que descubrí en la lectura de madurez fue
que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no
está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del
autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que
reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido
el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma.
Es
precisamente el Quijote el que crea e impone este tipo de relación
secreta. Una relación que se establece por medio del libro, pero fuera
del libro, y que a partir de ese momento constituirá la esencia de lo
que denominamos la novela moderna. Una forma de
escritura en la cual el lector no disfruta tanto de la intriga propia
del relato como de la compañía de la persona que lo ha escrito.
Aunque
raro es el año en que no vuelva a picotear en el Quijote, con la única
finalidad de pasar un rato agradable y levantarme el ánimo, lo cierto es
que no lo había vuelto a releer de un tirón, hasta que la cordial e
inesperada llamada del señor Ministro me notificó que me había sido
concedido este premio, y por añadidura en el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Así las cosas, pensé que tenía el deber moral y la excusa perfecta para volver, literalmente, a las andadas.
En esta ocasión seguía y sigo estando, en términos generales,
satisfecho de la vida. De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi
estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad
y ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad.
Sin embargo, cuando se lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar.
En lecturas anteriores yo había seguido al caballero y a su escudero
tratando de adivinar la dirección que llevaba su peregrinaje. Esta vez, y
sin que en ello interviniera de ningún modo la melancolía, me encontré
acompañando al caballero en su camino de vuelta a un lugar de la Mancha
cuyo nombre nunca hemos olvidado, aunque a menudo lo hayamos intentado.
Alguna
vez me he preguntado si don Quijote estaba loco o si fingía estarlo
para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y encerrada
en sí misma. Aunque ésta es una incógnita que nunca despejaremos, mi conclusión es que don Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está,
y también sabe que los demás están cuerdos y, en consecuencia, le
dejarán hacer cualquier disparate que le pase por la cabeza. Es justo lo
contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y
creo que los demás están como una regadera, y por este motivo vivo
perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo.
Pero en una cosa le llevo ventaja a don Quijote: en que yo soy de verdad y él un personaje de ficción.
Una novela es lo que es: ni la verdad ni la mentira.
El que lee una obra de ficción y no se cree nada de lo que allí se
cuenta, va mal; pero el que se lo cree todo, va peor. Hoy esto es de
conocimiento general. Pero el Quijote es la primera novela moderna y el
pobre don Quijote no ha tenido tiempo de asimilar los cambios que él
mismo trae al mundo. Al contrario, él es el primer caso certificado de
lector demasiado crédulo. No es raro que se haga un lío. Y así va, hasta
que un mal día, en la misma ciudad de Barcelona, donde yo habría de
descubrirlo unos cuantos siglos más tarde, don Quijote visita una
imprenta y allí descubre que en realidad es el protagonista de una
novela. Y como ya no sabe qué hacer a continuación, da media vuelta y
regresa a casa.
Lo que tampoco sabe es que su breve periplo, de poco más de un mes, no ha sido en balde.
Todo personaje de ficción es transversal. Va
de lector en lector, sin detenerse en ninguno. Eso mismo hace don
Quijote. Exceptuando a Sancho, todos los personajes del libro están
donde Dios los puso. Don Quijote es lo contario: va de paso y atraviesa
fugazmente por sus vidas. Generalmente les causa un pequeño trastorno,
pero les paga con creces. Sin la incidencia atropellada de don Quijote,
hidalgos, venteros, labriegos, curas y mozas del partido reposarían en
la fosa común de la 9antropología cultural. Gracias a don Quijote hoy
están aquí, con nosotros, tan reales como nosotros mismos y, en algunos
casos, quizás un poco más.
Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino dar vida
a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato, en prototipo y
en estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo ameno,
aunque no necesariamente fácil: para que las personas, a lo largo del
tiempo, la consuman y la recuerden sin pensar, como los insectos que
polinizan sin saber que lo hacen.
Recalco estas cosas bien sabidas porque vivimos tiempos confusos e inciertos.
No me refiero a la política y la economía. Ahí los tiempos siempre son
inciertos, porque somos una especie atolondrada y agresiva y quizá mala,
si hubiera otra especie con la que nos pudiéramos comparar.
La incertidumbre y la confusión a
las que yo me refiero son de otro tipo. Un cambio radical que afecta al
conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en definitiva, a
nuestra manera de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser
alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni
brusco, ni traumático.
En este sentido, ahora que los dos vamos de
vuelta a casa, me gustaría discrepar de don Quijote cuando afirma que
no hay pájaros en los nidos de antaño. Sí que los hay, pero son otros
pájaros.
Ocasiones como la presente entrañan para el premiado un riesgo inverso
al que corrió don Quijote: creerse protagonista de un relato más bonito
que la realidad. Prometo hacer todo lo posible para que no me ocurra tal
cosa.
Para los que tratamos de crear algo, el enemigo es la vanidad.
La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo. Es un peligro
que no debería existir: mal puede ser vanidoso el que a solas va
escribiendo una palabra tras otra, con mimo y con afán y con la
esperanza de que al final algo parezca tener sentido. La tecnología ha
cambiado el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado
el terror que suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla.
Por
lo demás, al que se echa a los caminos la vida le ofrece recordatorios
de su insignificancia. Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva York,
quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la
camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente
portorriqueña, cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en
castellano. La camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos
franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh,
dijo ella, como habláis tan mal el español... En su momento, esta
anécdota nimia me produjo una gran alegría que nunca se ha disipado.
Porque comprendí que habitaba un mundo diverso, rico, divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son amables y generosas para quien las quiere bien y las trabaja.
Y
aquí termino, repitiendo lo que dije al principio. Que recojo este
premio con profunda gratitud y alegría, y que seguiré siendo el que
siempre he sido: Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores.
Muchas gracias.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.