Manuel López Ramos, mi padre, murió hace unos seis años. Vivió hasta los 76 años. Hoy quiero recordarlo porque me doy cuenta que sin sus enseñanzas no sería quien soy. Mi papá se dedicó a la guitarra clásica y trabajó enormemente en ella. Se levantaba antes de las siete am, se bañaba, desayunaba algo y empezaba su trabajo de estudio hasta las dos de la tarde, aproximadamente. Comía y se iba al
Estudio de Arte Guitarrístico, escuela que él fundó y que ahora dirigen algunos de sus mejores alumnos.
Sus clases empezaban a eso de las 4 de la tarde y terminaría a eso de las 9 de la noche. Así, de lunes a viernes. Los fines de semana estudiaba buena parte del día, pero siempre se daba tiempo para nosotros, su familia, la cual siempre fue numerosa (6 hermanos, dos mujeres y cuatro hombres). Siempre cumplió con sus compromisos, ya fuesen de índole económico o artístico. Cuando iba a dar un concierto se preparaba asíduamente. No podía yo creerlo pues finalmente eran obras que estudiaba día tras día. Pero eso no importaba, porque sabía de lo celosa que la musa de la música. Y siempre salía avante, aunque en ocasiones a él no le hubiese convencido cómo había tocado.
Mi papá me enseñó disciplina y además, promovió que siguiera en el ajedrez. Si tuve necesidad de información ajedrecística,
él la compraba. Me llevó en 1973 a jugar en una sesión de simultáneas contra el GM Larsen, asunto que era costoso (300 pesos la partida -de esos años) pero no le importó. Ahí conoció a un directivo de una fábrica de colchones, quien había invitado a Duncan Suttles, GM canadiense, a una sesión privada de simultáneas y le invitaron a mi papá. Fuimos a la fábrica y ahí jugué -con diferencia de un par de días- con mi
segundo gran maestro. No habría que agregar que perdí ambos encuentros.
En sus tiempos de concertista, mi papá figuró alguna vez en el
ranking de los mejores cinco guitarristas en todo el mundo. No es poca cosa. Es como si Kasparov, Anand, Carlsen, o alguno de ellos fuesen de mi familia. Tener a un gran maestro, pero de la guitarra en casa supondría un gran orgullo, y si me hubiese percatado de ello quizás así sería, pero a mi padre esas cosas le tenían sin cuidado. Él seguía su rutina, su estudio contínuo, cotidiano. Y en su faceta de maestro daba todo por sus alumnos. Entregaba todo lo que sabía.
A la distancia ahora me gustaría decirle a mi papá lo mucho que siempre lo he admirado. Antes de forma intuitiva, quizás, pero ahora consciente del gran trabajo que mi papá hizo siempre, por su entrega a su familia, a mi mamá, a sus hijos y a la música. Tal vez me lea, desde algún lugar infranqueable a los vivos, pero como sea, quería dejar constancia del gran maestro que fue mi papá.