Al principio parecía fácil. Un adiós con diversas partículas de pena y sentimientos encontrados. No es un cómo ni hace cuánto, simplemente es y de manera natural. El cielo se veía profundamente gris y el viento soplaba sin piedad, dejando que mi bolsa volara en dirección zigzagueante. Me pregunté cómo cerrar la escena, ya que mis ojos hablaban más de lo que iba a decir con palabras. No era necesario armonizar una frase, puesto que mis hombros estaban bajo, mis manos sueltas, las mejillas mojadas y los labios apretados.
¿Qué iba a decir? ¿Era necesario expresar más de lo que estaba manifestando? ¿Debía armar fuerzas para articular, por lo menos, una vocal? De mis entrañas un dolor indescriptible se hacía notar. Era la peor enfermedad de todas. Comenzaba desde mis pies y llegaba hasta el cerebro, agarrando cada vía sanguínea por medio de piedras pequeñas.
Era como una flor marchita, de esas que a fin de mes están entre los colores café y negro y con un olor a podrido a cementerio. Así estaba. En sólo décimas de segundos todo cambió y ni me importó lo que había alrededor. El hecho de verlo partir y alejarse de mí hizo que la enfermedad empeorara, pues mi corazón ya estaba roto y requería un largo tiempo para ser curado.
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Fuente: Pintura de Vicente Romero.